Hace meses me hicieron llegar un vídeo en el que un padre le daba una lección a su hija. La niña de 10 años había sido por segunda vez expulsada del autobús escolar, por acosar a otro compañero. A esa expulsión, la niña le dijo a su padre “tendrás que llevarme a la escuela la próxima semana”. Su padre decidió entonces que su hija caminara hasta la escuela: 8 km con una temperatura de 2 grados, y su padre conduciendo tras ella.

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No voy a entrar a valorar si el castigo (o lección) que imparte ese padre es correcto o inapropiado. El vídeo puede ser ilustrativo y generar conciencia. También puede menoscabar a la niña. Es complejo. Aunque no se le ve la cara, sus compañeros la podrían reconocer seguramente, dando pie a que se burlen de ella, generando un nuevo ciclo de acoso escolar. En cuanto al castigo, es complejo. Es una cuestión donde el padre puede valorar si es o no acertado para su hija. ¿Se vulnera la integridad de la niña? Es algo a reflexionar. No obstante, le honra al padre que tome conciencia y considere el acoso escolar inaceptable. Pero (y tenía que llegar mi “pero”) debe también responsabilizarse del comportamiento violento de su hija. Pues que un niño acose en el colegio guarda relación con el tipo de comunicación y relaciones establecidas en la familia.

¿Peleas de niños?

Lo que de primeras puede parecer una pelea o un conflicto entre niños, puede tener importantes implicaciones sociales. El acoso, maltrato o bullying escolar, es un tipo de violencia que muestra una forma distorsionada de las relaciones entre niños. Es necesario no confundir un conflicto (situación de desacuerdo entre dos) con la violencia escolar. Pues los niños necesitan confrontar y aprender a relacionarse dentro de unos límites, para así poder cohabitar y convivir con sus iguales. Ahora bien, cuando esos conflictos llevan a que uno de los niños, o un grupo, ataque, humille y excluya repetidamente y de manera intencionada a otro, entonces hablamos de violencia escolar entre alumnos.

Esta forma particular de violencia interpersonal se asocia a otros factores de riesgo, tales como el consumo de substancias, problemas de conducta e incluso conductas delictivas. Tras el acoso se esconde la insatisfacción que los menores tienen hacia las relaciones con sus iguales. Habitualmente, se ha infravalorado. Se consideraba que “eran cosas de críos”. Pero tras noticias en las que se cuentan cómo un menor se ha suicidado tras ser acosado repetidas veces por sus compañeros, se ha cambiado el paradigma, modificando el impacto social. Incluso llegando a sobreestimar el problema, viendo violencia donde hay conflictos y discusiones. Ese sesgo que sobreestima el problema, también ocurre en otras formas de violencia interpersonal, como la dada dentro de la pareja. Por ello, se hace crucial dejar las generalizaciones y abordar cada caso de forma concreta para discernir entre conflicto y violencia y, así poder brindar recursos a los implicados.

Cuando se sucedieron las primeras investigaciones en torno al rol del maltratador, se enfatizaba en la existencia de patrones de personalidad más agresivos mantenidos e independientemente del contexto social. Posteriormente se evidenció que, además de presentar rasgos de agresividad, era relevante el tipo de agresión: si esta es proactiva o reactiva

Para ello, tenemos que comprender aspectos sociales y ambientales exclusivos del entorno educativo. Para empezar, la clase se trata de un grupo social impuesto. Los estudiantes no pueden elegir a sus compañeros, lo que implica dificultades para escapar de una situación de acoso. Además, al igual que en la sociedad, en la clase se hacen subgrupos, resultando grupos con actitudes proacoso, prosociales o aislados. Al representar distintos roles, todos los niños se ven influidos por distintas emociones, actitudes y motivaciones. Así ocurre que, en ocasiones, algunos niños pueden unirse al grupo proacoso no por la atracción hacia los miembros de ese grupo, sino para mejorar su estatus social. Es decir, las características individuales interactúan con los factores ambientales y todo ello contribuye al surgimiento de escenarios de acoso. Cuestión a tener muy en cuenta a la hora de desarrollar medidas de intervención y prevención.

Víctimas, victimarios y testigos

Abordar los tres tipos de actores que se dan en el maltrato escolar es complejo. Ocurre que en muchas ocasiones un mismo niño pasa de un rol a otro, incluso se comporta al mismo tiempo como víctima y victimario. No obstante, sea cual sea el rol que adquiere el niño, el efecto en todos ellos es una estrecha relación con problemas relacionales familiares y sociales. El tipo de crianza familiar es el origen de las primeras interacciones que establecen los niños, siendo una variable de interés debido a las repercusiones sociales o antisociales que tiene ser educado en un modelo de crianza permisivo, democrático o autoritario. Tal como recoge la literatura al respecto, un estilo de crianza autoritario se correlaciona con comportamientos antisociales, criminales y/o delictivos.

Cuando se sucedieron las primeras investigaciones en torno al rol del maltratador, se enfatizaba en la existencia de patrones de personalidad más agresivos mantenidos e independientemente del contexto social. Posteriormente se evidenció que, además de presentar rasgos de agresividad, era relevante el tipo de agresión: si esta es proactiva o reactiva. Siendo relevante en este caso la proactiva, pues tras ella se esconde un comportamiento intencionado y dirigido a conseguir algo. Eso que muchas veces busca el niño que maltrata a un compañero no es otra cosa que un mayor estatus o posición de poder. Ser admirado, reconocido y la visibilidad en el grupo pueden explicar esa agresividad proactiva. De todos modos, no debería sorprender pues incluso en adultos es, hoy en día, visible que algunos por ser admirados y visibles son capaces de someter a acoso en las redes sociales a cualquier persona. Es más, aunque está muy extendida esa idea de que los acosadores/maltratadores generan rechazo en el grupo, lo cierto es que se puede generar rechazo y a la vez ser percibido como popular.

Si ya comprender al victimario es complicado, cuando hablamos de los testigos se complica aún más. Tras este rol se dan cuatro reacciones habitualmente: unirse al líder del acoso, reforzar positivamente al acosador, aislarse del acoso o ayudar y apoyar a la víctima. Todo un círculo en el que los testigos pueden actuar o no y, por lo tanto, mostrar una actitud positiva, neutral, indiferente o negativa. Es cierto que “en frío” todos decimos tener una actitud contraria al acoso, pero lo cierto es que cuando se trata de menores la defensa de la víctima se produce en escasas ocasiones.

En el caso de los niños es comprensible, pues además de ser más vulnerables e inmaduros que los adultos, se encuentran dentro de un grupo social impuesto (la clase). A lo que hay que sumarle el llamado “efecto espectador”: ayudar es menos posible cuando hay más personas presenciando una situación dolorosa o peligrosa. ¿A qué se debe? Pues a que se da una difusión de la responsabilidad al ver que nadie reacciona ante el suceso violento. Ello puede dar pie a creer que la situación no es tan grave. Seguramente todos hayamos presenciado momentos en los que se ha infravalorado el suceso violento. Y si no lo creen, piensen en el caso de Jesús Neira, de Kitty Genovese o el acróbata que falleció en un festival y la reacción de muchos de los asistentes fue la de grabar con su móvil y colgar las imágenes en Internet, en lugar de prestar ayuda.

También conviene tener presente que, dentro del contexto del acoso escolar, gran parte del maltrato es verbal, lo que puede dar lugar a considerarlo menos problemático o incluso justificarlo como una broma o juego de compañeros. Sin olvidar que, para esos niños que son testigos del acoso, intentar frenar el hecho violento puede suponerles un riesgo mayor, pasando a ser víctimas también. Ya sea una estrategia no consciente para adaptarse y encajar en el grupo o sea un estado de ansiedad y miedo que impida reaccionar, lo cierto es que los niños que son testigos del acoso son muy relevantes a la hora de desarrollar medidas de prevención.

En el caso del niño que sufre el acoso o el maltrato es evidente que le supondrá múltiples daños y presentará, en mayor o menor medida, problemas psicológicos derivados del acoso, desde síntomas depresivos, miedo permanente, baja autoestima, etc. Incluso ideaciones suicidas.

Las evidencias conducen a soluciones

En otros tipos de violencia suele ser casi imposible encontrar informes y estudios nacionales que dibujen el panorama, pero en lo que se refiere a acoso escolar se disponen de múltiples estudios. De entre ellos, cabe destacar el III Estudio sobre el acoso escolar y ciberbullying según los afectados, de la Fundación ANAR. Tras estudiar más de 36.000 llamadas al teléfono de ANAR y unos 600 casos contrastados y gestionados, la fundación concluyó que la mitad de los casos durante 2017 evolucionaron hacia una mayor violencia y frecuencia. Tendencia al alza desde 2015. Aunque el número de casos gestionados descendió a casi la mitad, por la activación de protocolos antiacoso. En 2017, el 13% de las víctimas tuvieron que cambiar de centro educativo (cifra que se duplica con respecto a 2016). En cuanto al ciberbullying (acoso a través de internet) corresponden a 1 de cada 4 casos de acoso. Sorprende que las víctimas siguen resistiéndose a contar a sus familias el acoso que sufren, hasta tal punto que el 36,8% de las víctimas de acoso escolar y el 25% de las víctimas de cyberbullying no lo cuenta a sus padres. Cabe destacar también que las víctimas manifiestan que en el 48,4% de los casos los profesores no reaccionaron. A ese informe se le suman otros tantos en los que, por ejemplo, se estima que en torno a 64.000 alumnos de secundaria acosaron y 39.000 ciberacosaron.

A la luz de las evidencias y de la complejidad de los roles que se dan, el acoso escolar y sus diferentes escenarios constituyen un proceso grupal complejo y, por lo tanto, las medidas para prevenir deben dirigirse al grupo, además de abordar individualmente a cada uno de los actores. Sin duda alguna, potenciar actitudes prosociales y antiacoso puede reducir el efecto espectador, además de minimizar los efectos de la victimización. Un buen programa contra el acoso es el desarrollado por Kiva: programa finlandés que, haciendo uso de acciones prosociales y antiacaso, ha demostrado tener un éxito elevado tanto en reducir el acoso como la victimización. Además, han conseguido aumentar la empatía y la autoeficacia, dos habilidades relacionadas con los comportamientos defensivos y el apoyo de los iguales ante escenarios de acoso.

Sin olvidar una de las herramientas más útiles que tenemos en España: el Test AVE (Acoso y Violencia Escolar). Con este cuestionario se puede prevenir, identificar, tratar y diagnosticar el acoso, el maltrato escolar y los daños psicológicos asociados. Disponiendo de programas antiacoso y test como el AVE, ¿por qué no se hace uso de ello de forma rutinaria? ¿Por qué no se implanta en los centros educativos? Es evidente que el no actuar habiendo medios denota una absoluta falta de responsabilidad para con los niños, y no solo compete a los profesionales.

Una responsabilidad de todos

El acoso escolar es un fenómeno complejo que nos concierne a todos. No solo el acoso escolar, sino cualquier maltrato de menores, sea dentro o fuera de casa. La violencia contra la infancia daña profundamente no solo a la víctima sino también a familiares, amigos y comunidades. Sus efectos se ven en la calidad de vida en general: desorganiza y socava la estructura de la sociedad.

Todo empieza en la familia. Es el primer entorno en el que el niño adquiere normas de conducta y convivencia, en el que se va formando su personalidad y, por tanto, es fundamental para su ajuste personal, escolar y social. Un estilo de crianza autoritario o permisivo tiene consecuencias muy negativas para el desarrollo psicológico, social e intelectual del niño. Consecuencias que se aprecian en el ámbito educativo, siendo el acoso escolar una consecuencia de lo experimentado en casa. Pensemos que los niños son nuestro futuro, pero también son ciudadanos de ahora con preocupaciones y derechos.

Foto: Timothy Eberly


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Cuca Casado
Soy Cuca, para las cuestiones oficiales me llaman María de los Ángeles. Vine a este mundo en 1986 y mi corazón está dividido entre Madrid y Asturias. Dicen que soy un poco descarada, joven pero clásica, unas veces habla mi niña interior y otras una engreída con corazón. Abogo por una nueva Ilustración Evolucionista, pues son dos conceptos que me gustan mucho, cuanto más si van juntos. Diplomada en enfermería, llevo algo más de una década dedicada a la enfermería de urgencias. Mi profesión la he ido compaginando con la docencia y con diversos estudios. Entre ellos, me especialicé en la Psicología legal y forense, con la que realicé un estudio sobre La violencia más allá del género. He tenido la oportunidad de ir a Euromind (foro de encuentros sobre ciencia y humanismo en el Parlamento Europeo), donde he asistido a los encuentros «Mujeres fuertes, hombres débiles», «Understanding Intimate Partner Violence against Men» y «Manipulators: psychology of toxic influences». En estos momentos me encuentro inmersa en la formación en Criminología y dando forma a mis ideas y teorías en relación a la violencia. Coautora del libro «Desmontando el feminismo hegemónico» (Unión Editorial, 2020).