Más allá de que sea un lugar común afirmar que ya no hay derechas ni izquierdas, existe un acuerdo en torno a que determinadas agendas, categorías y enfoques pueden ubicarse dentro de un universo amplio de derecha o de izquierda. La cuestión de lo que se conoce como “seguridad”, por ejemplo, suele ser una de las grandes preocupaciones de la derecha y en sus versiones más radicalizadas la respuesta que se da desde aquel espectro ideológico es una respuesta punitivista que puede ir desde exigir militarizar vecindarios y llenar de cámaras de seguridad para controlar comportamientos sospechosos, hasta llamar a la sociedad civil a armarse en defensa propia. Frente a esta mirada, en general, las izquierdas, o los progresismos, al enfocar el delito como una consecuencia social de la desigualdad, entienden que la respuesta punitivista no es la solución y que la mejor manera de combatir el delito es crear una sociedad más igualitaria. Por supuesto que en el medio hay decenas de matices pero esta caracterización puede servir a manera de presentación esquemática.

Publicidad

Dicho esto, pareciera que, en un sentido, la cuestión de la “seguridad” es solo un tema de la derecha, una preocupación de burgueses asustados que protegen su propiedad y que, en todo caso, para la izquierda, la “seguridad” como tal no está en la agenda sino como un sucedáneo del problema de la desigualdad.

Sin embargo, quisiera utilizar estas líneas para observar de qué manera el paradigma de la seguridad punitivista que suele endilgárseles a las derechas también se encuentra presente en las izquierdas de una manera solapada. Para ello me serviré del diagnóstico realizado por los estadounidenses Jonathan Haidt y Greg Lukianoff, psicólogo cognitivista el primero y abogado el segundo, en un libro que en 2019 se tradujo al castellano como La transformación de la mente moderna.

Se está combinando un umbral bajo de tolerancia al disenso y el fomento de una cultura pública de la denuncia con instituciones que son incapaces de resistir a la presión de Twitter

El contexto en el cual se desarrolla la investigación es el auge de la cultura de la cancelación en las universidades estadounidenses que luego se exporta a Europa y al resto del mundo. Desde la perspectiva psíquica pero también moral y legal en torno al modo en que estas prácticas afectan la libertad de expresión, los autores repasan con enorme cantidad de ejemplos y documentación una serie de casos en los que los alumnos agreden y censuran a oradores, exigen que se retiren autores de los planes de estudios y presionan a autoridades y a miembros de la comunidad universitaria para que se adecuen a ciertos cánones incluidos dentro de lo que llamaríamos “la corrección política”. De hecho, los autores llevan contabilizado que, desde el año 2000 hasta la fecha de publicación del libro, hubo 379 intentos de retirar invitaciones a oradores en universidades de Estados Unidos. Y algo peor: el 46% de esos intentos fue exitoso y un tercio del 54% que logró dar la conferencia tuvo que hacerlo en medio de escraches y perturbaciones varias.

La hipótesis del libro es que hay tres grandes ideas que están interfiriendo en el desarrollo social, emocional e intelectual de los jóvenes: “lo que no te mata te hace más débil”; “confía siempre en lo que sientes”; “la vida es una batalla entre buenos y malos”. Asimismo, detrás de cada una de estas ideas se esconden tres grandes falsedades: la supuesta fragilidad de los jóvenes; la exaltación de lo emocional por sobre lo racional y una lógica binaria impulsada por las redes sociales y los algoritmos por la cual no hay matices y, si no eres mi amigo, eres mi enemigo.

Pero lo interesante del libro es que estas grandes ideas equivocadas basadas en tres falsedades han dado lugar a lo que los autores llaman “cultura de la ultraseguridad” (safetyism). En otras palabras, si creemos que por ser jóvenes somos frágiles, que todo lo que expresan nuestras emociones es verdadero y que el mundo está habitado por un montón de gente que solo busca hacernos daño porque es mala, lo que necesitamos es un ámbito de ultraseguridad, una extrema protección frente a un entorno hostil. Lo curioso es que esta creencia está tan extendida entre los jóvenes que una encuesta del año 2017 mostró que el 58% de los alumnos universitarios estadounidenses no quiere estar expuesto a ideas intolerantes u ofensivas y que, dentro de ese espectro, un 63% se identificaba con ideas progresistas pero también hubo un 45% que se identificaba con ideas conservadoras.

Pero ¿por qué hablar de ultraseguridad? La pregunta viene al caso ya que, en general, los actos de cancelación o escraches suelen basarse en la supuesta ofensa que podría suponer la presencia o la obra de un determinado personaje. Así, por ejemplo, alguien podría decir que hay que quitar de exhibición una película clásica en la que existen protagonistas o enfoques racistas porque ello ofende a la comunidad negra.

Sin embargo, Haidt y Lukianoff afirman que, antes que la ofensa, la novedad de estos tiempos es que la necesidad de censura se expresa en términos de falta de seguridad.

De hecho, la cultura de la ultraseguridad es el producto de una serie de deslizamientos del concepto de seguridad. Por un lado es un desplazamiento hacia ámbitos que van más allá de sus límites porque acaba equiparando la incomodidad emocional con el peligro físico; y, por otro lado, un desplazamiento en lo que refiere al criterio de validación: de un criterio objetivo a otro subjetivo. Daré algunos ejemplos para que se pueda comprender mejor.

Sobre el primer desplazamiento, que vaya un orador a la universidad a afirmar cosas con las que alguien desacuerda, aparece como un riesgo psíquico-físico. Por lo tanto, que alguien diga lo que no quiero oír o contradiga lo que pienso ya no ofende: genera inseguridad. O en todo caso ofende pero porque antes genera inseguridad. La idea de estar a salvo se extendió a estar a salvo de quien piensa distinto y, en este sentido, no debe sorprender que sea común que las universidades estadounidenses hayan implementado los denominados “espacios de seguridad”, esto es, salas a las que asisten los alumnos cuando, por ejemplo, visita la universidad algún orador que los incomoda. Haidt y Lukianoff mencionan un caso donde la sala contenía galletas, libros para colorear, pompas de jabón, manualidades infantiles, música relajante y un video con marionetas que jugaban además de trabajadores de la universidad especialistas en traumas. Una alumna refugiada en un espacio seguro dijo: “me sentía bombardeada por muchos puntos de vista que van contra mis creencias más profundas y arraigadas”. En esta línea, dos ejemplos más. Por un lado, las universidades empiezan a implementar oficinas de Atención contra Prejuicios donde los estudiantes pueden denunciar a compañeros, docentes o autoridades por comentarios que ellos juzguen prejuiciosos y que se hayan realizado en el ámbito del campus o incluso en redes sociales. Y, por otro lado, se está extendiendo en las universidades americanas una modalidad que también empieza a ser frecuente en portales, foros y medios tradicionales. Es lo que se conoce como “alertas de detonante” (trigger warnings), es decir, notificaciones verbales o escritas para alertar a los estudiantes (o usuarios) que están a punto de encontrarse con material potencialmente estresante para ellos en tanto puede contradecir sus creencias identitarias. Haidt y Lukianoff reconocen que siempre hubo intentos de vetar textos y autores pero insisten en que la novedad es que ahora se hace bajo la presunción de que los alumnos son frágiles y que, incluso aquellos alumnos que no lo son, igualmente fomentan la cancelación y la censura basándose en que hay compañeros que necesitan protección.

Sobre el segundo desplazamiento, referido al criterio de validación, los autores mencionan el caso de cómo se fue modificando la idea de “trauma” desde un concepto que hacía especial énfasis en consecuencias físicas objetivas a, para decirlo en sus propias palabras, cualquier cosa “experimentada por una persona como física o emocionalmente dañina (…) La experiencia subjetiva del “daño” se hizo definitoria para valorar el trauma. (…) Como en el caso del trauma, el cambio crucial que se produjo en la mayoría de los conceptos (…) fue el giro al estándar subjetivo. No le correspondía a nadie más decidir qué se considera trauma, maltrato o abuso: si tú los sentiste como tales, confía en tus sentimientos”. Pasamos entonces de criterios objetivos de validación al imperio de la subjetividad y a la imposibilidad de poner en tela de juicio cualquier juicio individual. Se produce allí una enorme paradoja porque mientras las izquierdas denuncian el atomismo liberal, pregonan por un estándar de validación que lleva el individualismo al extremo.

Esto también aparece en lo que se conoce como “microagresiones”, esto es, formas de vinculación presuntamente violentas que hasta el día de hoy se encontraban invisibilizadas o “normalizadas”. Lo que sucede con las microagresiones es doblemente preocupante no solo porque el criterio para validarlas es subjetivo y no puede ser puesto en tela de juicio ni controvertido; sino porque el concepto se ha extendido a casos en los que el supuesto agresor no ha tenido intención de “microagredir”. Es decir, la intención como elemento central para asignar responsabilidad de un acto hoy queda en un segundo plano porque se pone el énfasis en el daño que subjetivamente autopercibe la presunta víctima. De aquí que el castigo para el microagresor no incluya como variable la intención. Da lo mismo si un chiste que ofendió a otra persona fue intencionado o no. Importa lo que la persona microagredida sintió y la pena correspondiente será determinada por ello.

La irrelevancia de la acción y de la intención nos acerca peligrosamente a la idea de delito de autor, esto es, la teoría por la cual el juicio sobre un individuo debe hacerse por lo que es y no por lo que hace. Pero es coherente con estos tiempos donde lo que se privilegia es la identidad, es decir, lo que soy antes que lo que hago. Pertenecer a una identidad no minoritaria se transforma así en una imputación, en una agresión en sí misma y ante una eventual acusación funciona como prueba en contra que invierte automáticamente la carga de la prueba.

Para concluir, entonces, la agenda de la seguridad no es solamente una agenda de “la derecha”. Podría decirse que, incluso, las agendas progresistas, antes que rechazarla, amplían esa agenda hasta el ámbito de las relaciones humanas más básicas extendiendo los presuntamente necesarios campos de protección hasta límites hasta ahora desconocidos. En línea con lo que comentaban los autores, los cuales, por cierto, expresan tener mayor simpatía por demócratas que republicanos, esto no solo está promoviendo la multiplicación de generaciones enteras que se asumen frágiles y que, “al salir a la vida”, sufren trastornos de ansiedad, depresión, etc., sino un punitivismo que es tanto o más peligroso que el punitivismo de las derechas. Es que se está combinando un umbral bajo de tolerancia al disenso y el fomento de una cultura pública de la denuncia con instituciones que son incapaces de resistir a la presión de Twitter; una cultura que cree que el cliente, o el que se asume como víctima, siempre tiene la razón.

Foto: Andrea Piacquadio


Por favor, lee esto

Disidentia es un medio totalmente orientado al público, un espacio de libertad de opinión, análisis y debate donde los dogmas no existen, tampoco las imposiciones políticamente correctas. Garantizar esta libertad de pensamiento depende de ti, querido lector. Sólo tú, mediante el pequeño mecenazgo, puedes salvaguardar esa libertad para que en el panorama informativo existan medios nuevos, distintos, disidentes, como Disidentia, que abran el debate y promuevan una agenda de verdadero interés público.

Apoya a Disidentia, haz clic aquí