El cambio climático, recientemente renombrado como emergencia climática, está más de actualidad que nunca. Preocupa, moviliza, indigna, e incluso genera sensaciones de pánico y de alarma. Una reciente película del cineasta Paul Schrader, ‘El reverendo’, mostraba cómo la desesperanza climática puede llevar incluso al suicidio. Y parece evidente que el pesimismo global ya tiñe de negro nuestras expectativas de futuro. Especialmente en Occidente. Hasta el punto de que pedagogos como Gregorio Luri se ven obligados a advertir (por ejemplo, en su más reciente trabajo hasta la fecha, ‘La escuela no es un parque de atracciones’) de las nefastas consecuencias que tiene educar a las nuevas generaciones en una expectativa de mañana apocalíptica, sin un horizonte de esperanza. Y el filósofo católico Fabrice Hadjadj dedica uno de sus capítulos de su libro ‘Puesto que todo está en vías de destrucción’ a esta cuestión: Educar para el fin del mundo, si bien el problema sobrevuela todo el ensayo, que no por casualidad se subtitula ‘Reflexiones sobre el fin de la cultura y de la modernidad’.

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Y es que, para Hadjadj, la alarma climática debe insertarse en el corazón mismo de la crisis de la modernidad, y también de la crisis de la posmodernidad, en ese debate sobre la necesidad de reinventar lo humano que marca nuestro tiempo. “Hay en efecto tres formas de aplastar lo humano: ir hacia el ciborg, y en eso consiste el tecnicismo; pretender la vuelta a la naturaleza, y en eso consiste el ecologismo; y predicar la disolución en Dios, y en eso consiste el fundamentalismo. Estas tres maneras de aplastar lo humano son también tres maneras de aplastar la historia (…) En los tres casos hay implícita una misma consideración: la próxima extinción del hombre, la perspectiva de su desaparición” (págs. 110-111). El temor al fin de la vida humana (que tomó cuerpo por primera vez como la amenaza de una guerra nuclear de destrucción total) es sólo la última versión de una certeza apocalíptica. En esa oscuridad total encuentra Hadjadj la vía de acceso para una posible experiencia de revelación, e incluso de salvación. Esa reflexión desborda el objeto de este texto, pero he querido dejar constancia de ella porque frente a la tentación del pesimismo total, o del optimismo voluntarista, Fabrice Hadjadj nos invita a ser capaces de encontrar la luz oculta bajo el manto de la oscuridad, mediante el esfuerzo y afán personal. Como indica la cita bíblica a la que remite su título: “Puesto que todo está en vías de destrucción, mirad qué hombres debéis ser”.

El problema del calentamiento global ya ha trascendido ampliamente los terrenos de la ciencia, o incluso los de la política, para expandirse y acampar en otros territorios, particularmente los de la moral

Son sólo tres muestras de cómo el problema del calentamiento global ya ha trascendido ampliamente los terrenos de la ciencia, o incluso los de la política, para expandirse y acampar en otros territorios, particularmente, como veremos con más claridad más adelante, los de la moral. Es lógico, por tanto, que la oferta editorial sobre esta materia se haya multiplicado en España. Y es seguro que continuará creciendo, si bien, en el futuro inmediato, probablemente deba compartir protagonismo con el peligro vírico, aunque ya en el presente se apunta una línea de reflexión muy discutible, pero exitosa, que conecta ambos fenómenos.

Entre esas publicaciones recientes merece la pena destacar ‘Perdiendo la Tierra. La década en que podríamos haber detenido el cambio climático’, de Nathaniel Rich, un ensayo extraordinariamente documentado, que se apoya en los testimonios de más de noventa protagonistas directos de los hechos que relata, y que se refiere específicamente al periodo comprendido entre los años 1979 y 1989. Una década en la que el debate sobre el clima abandonó el armario de la ciencia, saltó a la plaza pública, y a la escena del debate parlamentario, y, tras conmocionar a la clase política, a punto estuvo de conducir al primer tratado vinculante de reducción de emisiones, en la cumbre internacional de la localidad holandesa de Noordwijk. Abandonaremos, de momento, el debate antropológico para explorar algunos aspectos técnicos, económicos, políticos y medioambientales de la cuestión concreta que nos ocupa.

La cumbre de Noordwijk es la oportunidad perdida a la que remite el subtítulo del trabajo de Nathaniel Rich. La tesis que defiende ‘Perdiendo la Tierra’ es que, si el proceso de reducción de emisiones se hubiera iniciado entonces, hace más de treinta años, por modesto que hubiera sido el compromiso inicialmente alcanzado, hoy no nos veríamos inmersos en una situación de peligro, y de urgencia medioambiental, como la que padecemos.

Este es el argumento principal que el libro defiende y que va articulando a lo largo de un atractivo y poderoso relato que parte de la toma de conciencia del activista Rafe Pomerance, en 1979, tras leer un informe de la agencia medioambiental de EEUU al que, al parecer, nadie salvo él había otorgado relevancia. Lo que ese documento expone ya entonces es que el continuado uso de combustibles fósiles provocará el calentamiento global del planeta y que ese fenómeno entraña peligros graves. El libro es la crónica de los desvelos de Pomerance, de sus éxitos y de sus fracasos.  El éxito principal es la difusión del problema entre el gran público. El fracaso mayor, que nada de lo hecho sirve para lograr la firma de un acuerdo internacional de reducción de emisiones de dióxido de carbono, que era el objetivo final de todo el trabajo realizado por activistas y científicos preocupados.

En esa década de los ochenta, la de la oportunidad perdida, Rich cuenta cómo se estuvo a punto de alcanzar un acuerdo con Jimmy Carter, primero, con Reagan, después, y, finalmente, con George Bush, sin éxito en todos los casos, por unas u otras razones. La decepción mayor llegó al final de la legislatura de George Bush padre, en 1989, en la citada cumbre de Noordwijk. La delegación norteamericana acudía, aparentemente, con el mandato de llegar a un acuerdo vinculante, pero finalmente la decidida intervención del jefe de gabinete del propio George Bush, John Sununu, fue crucial para frustrar la adopción del que hubiera sido el primer acuerdo internacional vinculante.

Pero este relato, presentado aquí de forma extremadamente abreviada, como el lector entenderá, y que en el libro se desarrolla con una amplia profusión de detalles y matices, es sólo una de las lecturas posibles del ensayo de Nathaniel Rich. Es más, podríamos defender la tesis de que en ‘Perdiendo la Tierra’ conviven, como mínimo, dos libros que pugnan entre sí. Incluso tres, si consideramos el capítulo final, Barcos con el suelo de cristal, como una pieza aparte, dado que en realidad es un verdadero cuerpo extraño en relación con el resto de la obra.

El primer libro se correspondería, como hemos explicado, con la crónica de la lucha climática, la defensa de sus bondades y de sus certezas, y el relato de cómo estuvo a punto de alcanzar un éxito que nos habría librado de la desazón que padecemos hoy. El segundo libro, que se entrecruza con el anterior, proporciona los argumentos para entender por qué ese éxito no se produjo, y por qué lo más probable es que no se produzca nunca, al menos en los términos que buscan y defienden como necesarios los activistas climáticos. Este ‘segundo libro’, de naturaleza apócrifa, por supuesto, nace de una lectura crítica del anterior, y, a partir de sus propios argumentos, explica por qué esa ‘oportunidad perdida’ nunca fue, en realidad, una oportunidad efectiva y real.

Este ‘segundo libro’ nos explica, por ejemplo, que desde el mismo principio hubo división entre los científicos respecto de cómo reaccionar frente al problema. Unos pensaban que era demasiado pronto, y otros, que demasiado tarde. En 1984 se hicieron públicos dos informes sobre esta cuestión, uno de la EPA, la Agencia de Energía norteamericana, y otro suscrito por la Academia Nacional de Ciencias que llevaba por título Changing climate. “Al final -explica Rich- los autores de los dos informes apoyaban la misma postura”, en relación con el peligro de las emisiones y del aumento de temperatura derivado de ellas, “si bien la EPA argüía que ya era demasiado tarde para impedir lo peor, y la Academia sugería que era demasiado pronto. Ambos sugerían que la adaptación era la única opción” (pág. 87). Una de las misiones del activismo climático durante esos años ochenta fue, justamente, limar esas dudas y discrepancias hasta lograr que los científicos ofrecieran una posición común, lo que llevó finalmente, en 1988. a la creación del Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) dentro de la ONU.

La vía ecologista de retorno a la naturaleza que citaba Hadjadj nos propone volver a la naturaleza en forma de humus muerto que fertilice la vida del resto de las especies, en vez de amenazar su existencia

La segunda razón que explica el fracaso de las iniciativas regulatorias es la incertidumbre económica que rodea su aplicación. Una incertidumbre mayor cuanto más crece la exigencia de reducción de emisiones. El propio libro de Rich permite entender que ésta es la causa principal de la indecisión de los responsables políticos, y de sus más que constantes incumplimientos que tantas veces han convertido los acuerdos en papel mojado. Aunque apunte otros culpables, como el papel intoxicador de las compañías de hidrocarburos, sobre todo en la década de los noventa, o la supuesta actitud ‘negacionista’ del Partido Republicano de Estados Unidos, el propio libro aporta sobrados argumentos para entender que es el vértigo económico el que ha impedido pasar de las palabras a los hechos. Rich recoge unas declaraciones de John Sununu, el jefe de gabinete de Bush, que explican el fracaso de la reunión de Noordwijk, pero que, en gran medida, son aplicables también a otras cumbres posteriores. “En aquel momento todos los líderes del mundo sólo querían aparentar que estaban a favor de las políticas climáticas, pero sin verse obligados a firmar compromisos importantes que conllevaran realizar grandes inversiones. Ese era el sucio secretito de aquel momento”. Y al propio Nathaniel Rich no le queda más remedio que darle la razón: “Sununu estaba en lo cierto: incluso algunas de las naciones que habían abogado más fervientemente por políticas climáticas contundentes, como los Países Bajos, Canadá, Dinamarca o Australia, han incumplido sus propios compromisos”, explica el ensayista en su balance final.

Allam Bromley, otro de los miembros de la delegación norteamericana, se encontró en Noordwijk con una “asombrosa” falta de comprensión del problema, tanto técnica como económica. “Cuando preguntó a los delegados de los países europeos más importantes cómo pensaban estabilizar las emisiones de gases de efecto invernadero, no supieron qué contestarle. ‘¿Quién sabe?’, le respondió uno, ‘al fin y al cabo esto es un pedazo de papel y no te meten en la cárcel por no cumplir lo pactado”, relata Nathaniel Rich en su libro.

De entonces acá se han producido muchos cambios, e incluso se ha esbozado un plan económico, el New Green Deal, que suponen avances con respecto a aquellas incertidumbres, pero que no han logrado despejar del todo la incógnita principal y que frenan, por tanto, la adopción de esas medidas decididas y más profundas que se presentan como urgentes y necesarias.

El pensador conservador británico Roger Scruton, un decidido medioambientalista, recientemente fallecido, explicaba esa contradicción con su claridad habitual: “Toda política de largo alcance requiere de energía para su aplicación. Y si la única energía es la basada en el carbono, ninguna política dirigida a una reducción sustancial de las emisiones de dióxido de carbono puede tener éxito. Sólo el descubrimiento de energía limpia y barata puede resolver el problema, y hasta que se haga ese descubrimiento, todos los tratados serán, en el mejor de los casos, medidas temporales”. Y seguimos sin salir de ahí.

Finalmente, está la apelación a la dimensión moral del conflicto, que es la que marca la última etapa del activismo climático. La última parte del libro de Nathaniel Rich, Perdiendo la Tierra, la resume a la perfección. “Si votamos correctamente, llevamos una dieta vegana y utilizamos la bicicleta para desplazarnos, ¿quedamos dispensados para poder viajar en avión, usar el ordenador, el ascensor, comer fruta fuera de temporada, acumular residuos, hacer uso de la nevera, el wifi, los sistemas de salud actuales, y realizar cualquier actividad propia de nuestra civilización que consideramos normal? ¿Cuál es la medida apropiada? ¿Cómo podemos dar sentido a nuestra propia complicidad en esta pesadilla? Sé que soy cómplice, mis manos están manchadas de petróleo. El infierno es sombrío”. Es difícil retratar con más claridad y transparencia el carácter integrista de esta posición moral: el mismo hecho de vivir convierte al sujeto en culpable. Y no sólo al sujeto particular, sino a toda la especie humana. No debe extrañarnos, por tanto, que proliferen entre nosotros las proclamas de que el ser humano es el verdadero virus del planeta, ni que se extienda la convicción de que somos una amenaza para la vida y que quizás lo mejor que podríamos hacer sería autoextinguirnos. Esta sería la versión radical de la vía ecologista de retorno a la naturaleza que citaba Hadjadj: nos propone volver a la naturaleza en forma de humus muerto que fertilice la vida del resto de las especies, en vez de amenazar su existencia. Una voluntad suicida, una tentación de autodestrucción que ya vimos que como se ha colado en películas como la ya citada de Schrader. No son éstas ideas que tan sólo se escuchen en círculos marginales o excéntricos, sino que forman ya parte de la discusión más cotidiana, lo que, sin duda, es un indicativo muy revelador de la profundidad de la crisis, humana y antropológica, más que sólo ecológica, en la que estamos inmersos. Una crisis sin verdadera salida, además, al menos en sus vertientes ecológica, económica y política, mientras no se den las condiciones que planteaba Scruton.

Lo que está en juego es salvar, al menos, los bártulos de la buena conciencia propia, por la vía de convertirse, cada cual, en implacable fustigador de las villanías ajenas, ya sean éstas ciertas, presuntas o supuestas

Y es que las medidas que proponen los posibilistas, los que lanzan a la sociedad el mensaje constructivo de que, pese a todas nuestras demoras, aún estamos a tiempo de actuar para, al menos, paliar los daños, son, incluso en sus planteamientos ideales más ambiciosos, consideradas muy insuficientes por los activistas más concienciados. Y, además, raramente se cumplen del todo. Esta flagrante contradicción genera inevitablemente una sensación de impotencia de la que ha nacido un personaje como Greta Thunberg, fustigadora de conciencias. Y, por otro lado, alimenta esos ambiguos discursos que plantean que la única salida a la crisis es afrontar un “cambio radical del sistema productivo”, o “un profundo cambio civilizatorio”, sin especificar ni remotamente en qué consistirían el uno o el otro. Los que más concretan hablan siempre de acabar con el capitalismo, siempre dispuesto a cargar con todas las culpas del mundo, pero tampoco explican cómo hacerlo, ni detallan, ni aún por aproximación, la naturaleza de los cambios que sería necesario afrontar. Porque en este terreno, concretar es también alarmar. Y cada paso que se quiera dar, lógicamente, despertaría la oposición de los afectados, que no serían pocos. De ahí que nuestro Gobierno hable de una Transición Ecológica Justa, para calmar temores. Si bien en este terreno es más fácil manejarse con las palabras que con las realidades. Pero también estas ideas indefinidas se han colado ya sólidamente, frívolamente, en nuestra conversación cotidiana.

La última vía de salida, que es la que finalmente propone Rich, parece más un desahogo, o una expresión de impotencia, que una verdadera solución. El la resume así: “Es fácil argumentar que el problema es demasiado vasto y que cada uno de nosotros es demasiado pequeño. Pero hay algo que cada uno de nosotros puede hacer en su hogar y a su propio ritmo. Algo más fácil que reciclar o bajar el termostato de la calefacción, que tiene mucho más valor. Podemos llamar a las amenazas del futuro por su nombre. Podemos llamar villanos a los villanos, héroes a los héroes, víctimas a las víctimas y cómplices a nosotros mismos”. No se ve en qué podría esto beneficiar al planeta, pero parece evidente que, a la postre, lo que está en juego es salvar, al menos, los bártulos de la buena conciencia propia, por la vía de convertirse, cada cual, en implacable fustigador de las villanías ajenas, ya sean éstas ciertas, presuntas o supuestas. ¿Pueden tener éxito estas recetas? Ya vemos que sí, al menos en ese nivel pop de la cultura, en el que lo mismo opinan de la cuestión un activista comprometido, un científico iluminado o un cantante, o actriz, concienciados. Sobre todo, porque el otro camino implica convivir con una incertidumbre dolorosa, y no todo el mundo tiene coraje para bucear entre las tinieblas en busca de la luz.

Foto: Markus Spiske


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Vidal Arranz
Comencé en El Norte de Castilla y allí he retornado, ahora como colaborador, tras haber hecho literalmente de todo en El Mundo de Castilla y León y El Mundo de Valladolid. Con más de 30 años de ejercicio profesional del periodismo a mis espaldas contemplo con perplejidad, no exenta de curiosidad, el mundo que me rodea, que se ha convertido en un desafío intelectual apasionante e inquietante a la vez.