Vivimos un momento histórico en el que tratar de averiguar el rostro del futuro se ha convertido en una especie de obligación porque, de alguna forma, parecemos más ligados a lo que pueda suceder, en especial si se considera inevitable, que a lo que nos ha traído hasta aquí. El pasado que ha sido durante milenios fuente de experiencia y de prestigio ya no es lo que era, es evidente.
La profecía se ha convertido, por tanto, en una obligación y, además, en una oportunidad de negocio. Como nos sentimos obligados a imaginar lo que pasará, todo se nos vuelve presagio, indicio, signo de lo inevitable. Hay una enorme competencia en el mercado de la futurología y son muchos los que se empeñan en ver el mañana como algo que ya no tiene vuelta atrás, es lo que hacen, por ejemplo, todos los que han convertido una posible amenaza climática en una emergencia, en algo ya sucedido e ineluctable.
Por exitosas que sean las ventajas de las tecnologías, no debemos conceder a nadie la posibilidad de imponerlas sin nuestro personal consentimiento, es decir que ya veremos lo que pasa con el Metaverso, si nos gusta lo que se nos ofrece, o pensamos que es algo de lo que podremos cansarnos pronto
Frente a esa clase de apocalípticos nunca está de más recordar lo que, al parecer y no sin ironía, decía Niels Bohr: es muy difícil predecir y sobre todo el futuro. Desde luego, si se mira al pasado de las profecías no queda otro remedio que aplaudir al Nobel danés. Thomas Malthus, y Paul Ehrlich, el de la bomba demográfica, no es que no hayan acertado, es que su futuro los ha dejado en ridículo. Lo mismo sucede con buena parte de las predicciones de los grandes gurús tecnológicos del pasado siglo, que han cometido los dos errores posibles: no acertar en lo que iba a pasar y suponer que pasaría lo que no ha ocurrido, es decir que se han equivocado por más y por menos, cosa que no debiera extrañar a nadie porque es la regla general en este tipo de anticipaciones.
Recordemos, por acabar, la espléndida Blade Runner (1982 basada en una novela Philip K. Dick de 1968): según ese magnífico relato, a finales del XX miles de personas habrían abandonado las ciudades inhabitables de la Tierra con el auxilio de esclavos androides (los replicantes) a los que se habría dotado de una memoria falsa para que no fuesen conscientes de su verdadera condición. Pues bien, en ese escenario de viajes interplanetarios, de coches voladores y de una ingeniería genética de consumo (todo lo cual sigue siendo quimérico cuatro décadas después) no se había previsto la existencia de teléfonos móviles y de los documentos escritos se hacía original y copia.
En resumen, si hay algo más ridículo que hacer profecías futuristas es negarse a ver que muchas cosas han cambiado y otras más cambiarán de maneras bastante imprevisibles y radicales… solo que no podemos saber con certeza cuáles van a ser.
Esta limitación es humillante para los muy listos que creen saber cómo han de ser las cosas y se consideran con el derecho a imponer sus visiones, sea sobre cómo será la automoción, cómo habrá energías limpias o cómo nos las arreglaremos para convivir, hablar, reunirse, aprender o comprar en el futuro que ellos pretenden conocer al dedillo. Como desprecian el pasado no aprenden la persistente lección de que el futuro acaba por cambiar de formas que, casi por definición, resultan impredecibles.
Cabe, con todo, distinguir entre los pronósticos de carácter, digamos, científico, de anticipaciones que, como el llamado Metaverso, tienen un componente comercial y de márquetin que sería absurdo no tener en cuenta a la hora de valorarlas. Por poner ejemplos, no es lo mismo pensar en el futuro de la IA, como hace, por ejemplo, Nick Bostrom en Superintelligence, Paths, Dangers, Strategies, que empezar a hablar del Metaverso como hace el avispado fundador de Facebook, que pretende ponerse a la cabeza de un fabuloso negocio futuro, como si lo de Meta ex Facebook fuesen peanuts.
Que la capacidad de las máquinas para superar los límites de la inteligencia humana pueda ser un problema grave es una preocupación muy lícita desde el punto de vista intelectual y moral sea como acabe por ser el futuro de este asunto crucial; por el contrario, pretender que el Metaverso ya está aquí y que todos hemos de ponernos al servicio de los intereses comerciales de las grandes tecnológicas es harina muy de otro costal.
La tecnología es una realidad cada vez más poderosa y que ha mostrado una enorme capacidad de sorpresa, pero siempre ha sido algo que los seres humanos hemos hecho para tratar de hacer un mundo más a nuestro gusto, partiendo de que ello haya sido posible, que no siempre lo es, porque hay muchas barreras físicas que lo impiden, aunque podamos intentar derribarlas. Por el contrario, suponer que hay escenarios que se van a imponer por necesidad y a los que debamos adaptarnos, queramos o no, es algo muy distinto, no es una forma de inteligencia sino una muestra de perversidad.
Es posible que la Meta de Mark Zuckerberg, y otros muchos como ellos, pretendan crear el acabose tecnológico en el que nos relacionemos mediante avatares en escenarios fingidos, compremos y vendamos con neomonedas de curso digital, y participemos en diversos aquelarres virtuales, pero debiera ser evidente que solo haremos eso cuando queramos y si nos supone alguna ventaja indiscutible, como ha pasado sin duda alguna, con todas las tecnologías que han tenido éxito, y hayan sido las que fueren los inconvenientes que también ha tenido su aceptación.
Hablamos con teléfonos móviles porque es más cómodo que depender del cable de un aparato colgado en la pared, buscamos información en la red porque es más eficaz que ir a los viejos archivos, y usamos localizadores porque es más seguro y eficaz saber dónde estamos en cualquier viaje que tener que andar consultando mojones de piedra y viejos mapas de papel.
Hay una larga especie de nostálgicos que nunca dejan de recordarnos las superioridades de la máquina de escribir, la estética del papel impreso, el romanticismo de cualquier extravío, y las ventajas de no poseer ningún aparato que pueda atosigarnos. Ciertos son los toros, pero más cierto resulta pensar que si la elección mayoritaria se inclina por fórmulas distintas por algo ha de ser.
Lo que debiéramos pensar es que, por exitosas que sean las ventajas de las tecnologías, no debemos conceder a nadie la posibilidad de imponerlas sin nuestro personal consentimiento, es decir que ya veremos lo que pasa con el Metaverso, si nos gusta lo que se nos ofrece, o pensamos que es algo de lo que podremos cansarnos pronto, como ya lo hemos hecho con muchas fórmulas de éxito pero que pueden pasar de moda, como tal vez suceda no muy tarde con Facebook, aunque esa mona se quiera vestir de seda en el acabose del Metaverso final.
Foto: Minh Pham.