A falta de mejores ideas, y dado que los españoles estamos encantados de cuanto sucede entre nosotros, los grandes partidos han acordado eliminar alguna palabra malsonante del texto de la Constitución para sustituirla por otra más actual, menos agresiva. Al parecer cambiaremos la Constitución para sustituir la palabra “disminuidos” por otra que les parece más adecuada a los tiempos inclusivos y no discriminatorios en los que llevamos tiempo mejorando sin parar. Han escogido el término “discapacitados” y a fe que no acierto a comprender el intríngulis del trueque, pero no me atrevo a afirmar que no sea menos ofensivo que el sustituido, pues al parecer de eso se trata. En estas cosas tan arcanas hay grandes expertos y no conviene dudar de sus razones, pero uno no deja de pensar que la doctrina, por decir algo, que está detrás de tales mutaciones parece un poco mema. El lenguaje es algo vivo, pero entender que modificando las palabras se modifican las realidades que nombran o las actitudes hacia ellas de los hablantes es comulgar con ruedas de molino.
Si, por ejemplo, alguien decidiese que habría que dejar de llamar “primos” a una especie de números muy singulares y abundantes puesto que la palabra “primo” podría tener connotaciones despectivas nos quedaríamos estupefactos, pues la propiedad que hace que los primos lo sean nada tiene que ver con el parentesco, que es el contexto que presta el primer significado al calificativo que adjudicamos a los tales números. Se podrían poner innumerables ejemplos de cómo las palabras van cambiando de significado hasta llegar a decir cosas muy distintas, y ese es un fenómeno completamente irreprimible, pero pretender que las palabras cambien porque no gustan a determinados grupos y suponer que ese cambio vaya a afectar a las cosas mismas es tomar el rábano por las hojas.
Esta es una moda norteamericana que la izquierda española se ha empeñado en hacer suya, desmintiendo, supongo que por un desliz del que nos son conscientes del todo, su furibundo antiamericanismo habitual
Disminución es un término cuyo significado es descriptivo, no valorativo: está bien que disminuya la pobreza, pero está mal que disminuya la confianza, su valor sentimental o moral depende de la distinta cualidad de lo descrito. El caso es que cuando se quita de la Constitución ese término se pretende dejar de emplear algo que tiene un significado peyorativo, como si disminuido afectase a la persona y no, como es el caso, a sus cualidades o capacidades, de forma tal que al colocar a “discapacitado” en su lugar lo que hacemos es decir que quien está discapacitado tiene disminuidas o mermadas sus capacidades, las que fueren. ¿En qué consiste el avance? Sólo veo un ligero matiz positivo en la modificación y es que disminuido suele ir acompañando a ser mientras que discapacitado sugiere más un estar, peanuts, como dicen los yanquis.
Basta recordar algún ejemplo similar para mostrar la futilidad del cambio: la sustitución de “viejo”, por ”anciano” y la de “anciano” por “persona de la tercera edad” o “persona mayor”, no parece que haya supuesto ningún beneficio para cualquiera con más años de los que para sí quisiera, entre otras cosas porque “viejo” puede ser un calificativo que indique una gran cualidad, como cuando se habla de una “vieja tradición” o de un “viejo principio”, además de que al hablar de “mayor” olvidamos que “mayor” es un comparativo y que cualquier persona sea cual fuere su edad es siempre mayor que las personas más jóvenes, es decir que no parece ganarse gran cosa con estos procedimientos, aparte de pegarle un pellizco cursi a la gramática.
El caso es, sin embargo, que abundan las filosofías, por llamarlas de algún modo, que afirman lo contrario, lo importante que resulta que todos empleemos los términos que estos parlanchines sugieren como más adecuados, inclusivos, respetuosos o neutros, según la manía que les convenga. Esta es una moda norteamericana que la izquierda española se ha empeñado en hacer suya, desmintiendo, supongo que por un desliz del que nos son conscientes del todo, su furibundo antiamericanismo habitual. Lo que se ha llamado “corrección política” ha traído consigo una ola muy potente de pudibundez verbal, pero no creo que sea una apuesta segura que tales modas hayan servido para nada distinto que para señalar a quien no las usa, para poner una estrella de David en la imagen pública de quienes nos rebelamos contra tonterías tan notorias.
Si se hiciera caso de tales excesos, que en los EEUU están causando auténticos estragos, perderíamos, entre otras cosas, la capacidad de reflexionar frente a la lectura de textos añejos gracias a las meras palabras, pues cuando estas se han estimado contrarias a la bondad universal se ha pretendido sustituirlas por otras mejor sonantes. Leeríamos, entonces, un Quijote capitidisminuido, no podríamos gozar con la virulencia de los insultos del capitán Haddock, aunque acaso habría que considerar el riesgo de que algunos lectores llegasen a pensar que todos estos personajes eran unos auténticos fascistas, si imbuidos por la abrasiva corrección verbal imperante leyesen a los clásicos en versiones no higienizadas por el celo de los censores verbales, por la moderna Inquisición. No se trata sólo de evitar una costumbre necia sino de ridiculizar sus estúpidas pretensiones, su desmedido afán de control.
Cuando leamos libros de cien años o más encontraremos testimonios radiantes de la viveza de las lenguas, hallaremos palabras que nos costará entender y otras que claramente signifiquen algo distinto a lo que ahora dicen. Esa lectura es enriquecedora, por lo mismo que lo es estar en un anfiteatro romano que haya resistido el empuje de los enfebrecidos “conservadores” que pretendieran convertirlo en una sala de fiestas posmoderna, si es que las hay, confieso que lo ignoro. Recuerdo que leyendo a Ramón y Cajal encontré unas cuantas palabras que no conocía nadie o casi nadie y me costó bastante encontrar a un académico que me pudiese explicar el caso, pero lo encontré y eso hizo que la lectura del gran científico fuese mucho más rica en enseñanzas que si algún editor avispado hubiese cambiado las palabras fuera de uso por otras más del momento.
Las palabras tienen una edad y una duración variable, eso viene pasando desde, por lo menos, los textos griegos. Lo que nunca ha sucedido, o eso me parece sin ser una autoridad en historia de las lenguas, es que las palabras se cambien por imperativos de la presión política, como ahora haremos con ese término de la Constitución. A mí me parece una ridiculez que tal cosa pueda ser fruto de un acuerdo político y me resulta grotesco que, con la que está cayendo, políticos de cierta relevancia encuentren tiempo para discutir semejante asunto. La montaña del consenso, en feliz, pero me temo que momentánea, recuperación ha parido un ratón.
Foto: Thisismyurl.
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