Lo sucedido en las últimas horas en torno a la comparecencia de Leire Díez no es un simple escándalo político: es un retrato perfecto de la degradación institucional que sufre España. Ni el mejor guionista de una república bananera habría ideado una escena tan grotesca como la que presenciamos: una comparecencia fake, pactada hasta la médula, coronada por la aparición estelar del empresario investigado Víctor de Aldama amenazando con sacar los trapos sucios que salpicarían —nada menos— que a Santos Cerdán y al presidente del Gobierno.

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Leire Díez, que hasta hace unos días militaba en el PSOE, ha intentado venderse como una periodista que actuaba por cuenta propia. Según su relato, ella investigó, grabó, y entregó audios a la Fiscalía movida por un noble impulso justiciero. Pero su relato no se sostiene ni con alfileres. Asegura que pidió la baja del PSOE antes de entregar nada relevante, cuando hay constancia de que comunicó sus hallazgos al partido antes que a nadie. ¿Y qué hizo el PSOE con ese material? ¿Lo llevó al juzgado? No. Se lo quedó. Lo interpretó, lo exprimió mediáticamente, y luego intentó disimular su procedencia como si fuera fruto de un soplo externo. En cualquier país serio, esto sería un escándalo con consecuencias judiciales y políticas. En España, simplemente se entierra bajo toneladas de ruido mediático.

Los ciudadanos asisten, atónitos, a un espectáculo que confirma sus peores sospechas: que el poder en España ha dejado de tener frenos, que las instituciones están al servicio del partido, y que la verdad, cuando aparece, se pacta. Se regatea. Se rebaja

Leire Díez no fue contundente, no fue clara y, sobre todo, no fue creíble. Habló como alguien que está siguiendo un guion acordado, un acuerdo de mínimos con el PSOE para limitar los daños, para evitar que la bomba que ella misma ayudó a montar acabe explotando en la cara equivocada. Su tono fue el de una falsa arrepentida. No el de una persona comprometida con la verdad. El único objetivo aparente era salvar al partido y a la propia leire de una exposición mayor y evitar que se vincule orgánicamente al caso Koldo y a la corrupción sistémica que rodea al Gobierno.

Pero la realidad es tozuda. Y lo que Leire no dijo —o no quiso decir— lo deslizó, quizás sin querer, Víctor de Aldama en su imprevista y airada aparición. Aseguró, con palabras apenas veladas, que si caía, no caería solo. Que si hablaba, el presidente Pedro Sánchez y su actual número dos, Santos Cerdán, quedarían expuestos. Y eso, viniendo de alguien implicado hasta el cuello en la red de comisiones del caso Koldo, no es una amenaza cualquiera. Es una bomba con temporizador.

La reacción del PSOE ha sido la habitual: señalar a la derecha, hablar de «las cloacas del PP», y buscar la enésima cortina de humo para tapar el hedor insoportable que emana de sus propias alcantarillas. Pero esta vez no cuela. Porque las cloacas que hoy revientan no vienen de los sótanos ajenos, sino del piso «noble» de Ferraz. Porque la supuesta «trama parapolicial» que el sanchismo agitó como coartada perfecta ahora se vuelve contra ellos: no hay parapolicías, hay exmilitantes leales que grababan en nombre del partido, que prometían apaños extrajudiciales, empresarios que reparten comisiones, y silencios bien pagados.

La escena, además, deja una imagen desoladora para los ciudadanos: la del poder convertido en teatro de marionetas, donde los protagonistas entran y salen del escenario sin rendir cuentas, sin responsabilidad, sin vergüenza. Mientras tanto, los ciudadanos asisten, atónitos, a un espectáculo que confirma sus peores sospechas: que el poder en España ha dejado de tener frenos, que las instituciones están al servicio del partido, y que la verdad, cuando aparece, se pacta. Se regatea. Se rebaja.

Todo esto tiene un nombre: impunidad. Y también una consecuencia inevitable: deslegitimación. Porque no se puede construir democracia donde hay connivencia entre poder político, mediático y judicial. No se puede hablar de regeneración mientras se fabrican comparecencias al gusto del partido para proteger a sus dirigentes. No se puede pedir respeto por las instituciones cuando son tratadas como escudos personales por quienes deberían servirlas.

España se hunde en una ciénaga institucional donde ya no hay culpables, sólo cómplices. Y no hay adversarios, sólo enemigos a los que destruir. Pero esta ciénaga no es culpa de una conspiración internacional, ni de «ultraderechas desestabilizadoras»: es el resultado directo de un modelo de poder que lo ha subordinado todo a su supervivencia.

Hoy no nos gobierna una mayoría: nos gobierna una trama. Y lo que está en juego ya no es una legislatura más o menos sucia, sino la posibilidad misma de una democracia digna. Porque lo que hemos presenciado no es sólo una chapuza moral y política: es una advertencia. Esto, si no se detiene, no puede acabar bien.

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