En un futuro no muy lejano, en España se seguirá votando. Habrá campañas, debates, pactos y cobertura electoral. Pero cada vez serán menos los que crean que toda esa liturgia tiene alguna utilidad. El Parlamento seguirá en pie, los jueces dictarán sentencias, los medios informarán. Si un extraterrestre aterrizara en esa España del futuro, le parecerá que todo está en orden. Pero si arañara la superficie, descubriría que la mayoría de la gente se ha mudado a un país paralelo muy alejado de esta idílica postal.
Nadie recuerda un punto de inflexión determinado. No hubo tanques en las calles ni declaración solemne de algún general o político con chándal erigido en salvador de la patria. Sólo un proceso continuo de erosión. La democracia no murió súbitamente; se fue desmantelando con reformas pretendidamente legales, decretos ley, pactos tácticos y silencios interesados. Se diluyó en apaños y cambalaches, en el uso estratégico del lenguaje y el relato, en la resignación a la fuerza disfrazada de normalidad.
La mayoría vota sin ninguna convicción. Acude a las urnas como quien va al banco de alimentos. La vida política se ha convertido en espectáculo. La administración, en un laberinto kafkiano. La prosperidad, en ficción
Todo comenzó cuando el Poder Judicial fue capturado por cuotas. Se presentó como una medida de equidad democrática y antifranquista. Pero el resultado fue otro muy distinto: un sistema donde los jueces supeditan la progresión de su carrera al plácet de los partidos, no a sus méritos. A partir de ahí, el deterioro fue imparable, hasta llegar a la despenalización de delitos como la malversación o la sedición, imponiéndose un relato donde cualquier oposición o siquiera mera crítica es tachada de reaccionaria o desinformada.
Muchos medios hace tiempo que dejaron de fiscalizar al poder y pasaron, en el mejor de los casos, a acompañarlo. Y en el peor, a ejercer como correa de transmisión. Alguno se resistió, pero fue acallado con leyes y sanciones administrativas ad hoc, campañas de desprestigio y asfixia económica. Se multiplicaron los organismos dedicados a velar por la existencia de una “prensa de calidad”, atentos a los bulos, la desinformación y lo incorrecto.
La vida cotidiana, mientras tanto, se ha deteriorado una barbaridad. No de forma repentina, sino por desgaste. Conseguir cita médica con un especialista puede requerir meses, superar el año con holgura o directamente resultar imposible. En muchas regiones, los centros de salud abren solo dos días por semana. Los hospitales colapsan cada invierno. Hay regiones donde conseguir insulina depende del reparto semanal de un precario servicio de emergencias.
La red eléctrica sufre apagones recurrentes. Los parques eólicos y los huertos solares construidos a toda prisa provocan picos de sobreoferta que la red a duras penas puede controlar. Las industrias más grandes han tenido que desembolsar millones de euros para dotarse de generadores de respaldo, lo que tampoco garantiza mantener las líneas de producción a pleno rendimiento, sólo evitar súbitos colapsos. Las familias, con velas y acumuladores portátiles. Se prometió una transición ecológica ejemplar, pero se hizo sin planificación ni inversión real en redes. Primó el beneficio inmediato, económico y propagandístico. El resultado: un sistema extremadamente caro en subvenciones, inestable y literalmente letal para el ciudadano de a pie.
La movilidad tampoco se ha salvado. Las carreteras se deterioran sin remedio. Los tiempos de la famosa “operación asfalto” son cosa del pasado, un recuerdo sólo al alcance de la memoria de los mayores. Ahora, si acaso, se parchean las vías principales, mientras la red secundaria se abandona a su suerte. La red ferroviaria sufre incidencias constantes y cada vez más graves. Algunas líneas tardan días en restablecer el servicio. Miles de ciudadanos en zonas rurales han quedado prácticamente aislados El transporte público funciona relativamente bien en algunas grandes capitales, pero en el resto, sólo en días laborables y en franjas cada vez más restringidas. En pueblos y aldeas, moverse requiere favores o esperar a que pase algún autobús.
La presión fiscal, en cambio, no se ha detenido. Las administraciones han perfeccionado la ingeniería del expolio. No se trata ya de impuestos elevados, sino de la forma en que se recaudan: con recargos automáticos, plazos imposibles y procedimientos que instauran la indefensión ciudadana como principio. Tanto la hacienda central como la autonómica o municipal se han dotado de mecanismos que les permiten actuar como juez, parte y ejecutor. Se ha establecido la presunción de culpabilidad administrativa en casos tributarios. Basta un error formal —una fecha mal escrita, un código erróneo— para recibir sanciones abusivas, sin posibilidad efectiva de recurso.
La justicia penal también ha cambiado de prioridades. Las agresiones, robos o amenazas reciben un trato desigual. Las fuerzas del orden se emplean a fondo a la hora de perseguir discursos incorrectos, memes ofensivos o críticas a políticos en posiciones de poder. En redes sociales, cada publicación representa un riesgo. Un chiste malinterpretado puede acarrear una multa, la pérdida del empleo e incluso la privación de libertad. Las leyes contra la Desinformación permiten sancionar eludiendo la tutela judicial efectiva cualquier contenido que sea considerado “socialmente peligroso”. La autocensura se impone como medida preventiva entre los ciudadanos.
El sistema educativo ya no forma ciudadanos críticos, sino dependientes del sistema. Los currículos priorizan la sensibilización afectiva sobre el conocimiento. El examen nacional de acceso a la universidad se ha suprimido para evitar desigualdades. Ningún alumno suspende, pero tampoco aprende; mucho menos comprende. Las carreras STEM están en declive. Los mejores talentos se marchan. El resto sobrevive entre becas otorgadas con cuentagotas, trabajos precarios y subsidios ridículos.
En el ciudadano medio no hay ya siquiera fanatismo, sólo resignación. La mayoría vota sin ninguna convicción. Acude a las urnas como quien va al banco de alimentos. La vida política se ha convertido en espectáculo. La administración, en un laberinto kafkiano. La prosperidad, en ficción…
Quien haya llegado hasta aquí quizá sienta una mezcla de tristeza, rabia o incredulidad. Es natural. Pero no basta con sentir: hay que comprender. Y luego, decidir. Porque el futuro no es un lugar al que se llega, sino un lugar al que se va por propia voluntad.
Esto significa que España no llegará a este escenario distópico por una catástrofe súbita, sino por la acumulación de cesiones, miedos y renuncias. Cada vez que se aplaude una censura «por el bien común», cada vez que se acepta una mentira oficial sobre algún desastre para no ser tachado de radical, cada vez que se mira hacia otro lado ante un atropello menor, se pone un ladrillo en el muro.
El germen del cambio, de la reforma, de la propia supervivencia no está en los eslóganes vacíos ni en los nuevos salvadores que prometen arreglarlo todo sin que muevas un dedo. Está en la recuperación del criterio individual, en la valentía de decir lo que se piensa, en el compromiso de actuar sin esperar permiso allí donde se esté. Está en protestar en los sitios oportunos, por ejemplo, en una administración que nos obliga a pedir cita previa, en la concejalía que sabotea nuestra movilidad, en la consejería de sanidad que nos impone el trágala con citas médicas para cuando ya estemos muertos.
No se trata de derrocar un régimen soñando con revoluciones imposibles, sino dejar de asentir mecánicamente. Recuperar la conversación honesta, incluso incómoda. Exigir responsabilidad y rendición de cuentas, no ideología. Entender, en definitiva, que, si el sistema político se ha vuelto antagónico a la justica, la libertad y la prosperidad, no ha sido por la gracia de ninguna conspiración, sino por transigir y obedecer sin pensar.
Esto no va de partidismo, que no te engañen. Va de dignidad. Y, si me apuran, de simple instinto de supervivencia. No hacen falta héroes. Sólo dejar de asentir mecánicamente, recuperar la conversación honesta y exigir responsabilidad. La buena noticia es que, en 2025, aún es posible hablar, asociarse, escribir, votar, protestar. Aún podemos construir un futuro distinto. Pero sólo si dejamos de delegarlo todo y asumimos, por fin, nuestra responsabilidad.
No tendrás nada y (no) serás feliz: Claves del emponrecimiento promovido por las élites. Accede al nuevo libro de Javier Benegas haciendo clic en la imagen.
¿Por qué ser mecenas de Disidentia?
En Disidentia, el mecenazgo tiene como finalidad hacer crecer este medio. El pequeño mecenas permite generar los contenidos en abierto de Disidentia.com (más de 3.000 hasta la fecha), que no encontrarás en ningún otro medio, y podcast exclusivos (más de 250) En Disidentia queremos recuperar esa sociedad civil que los grupos de interés y los partidos han silenciado.
Ahora el mecenazgo de Disidentia es un 10% más económico al hacerlo anual.
Debe estar conectado para enviar un comentario.