Recientemente, durante una conversación con un politólogo, éste mencionó a Jacob Talmon y su libro sobre la democracia totalitaria. Me pareció que estaba de plena actualidad en España. Tenemos, en nuestro país, una democracia sui generis. Los votantes podemos alargar o acortar los tentáculos de los partidos, cuya medida es el número de escaños en el Congreso de los Diputados. Eso, y esperar a que en cuatro años vuelva a haber elecciones y volvamos a hacer el reparto del poder. Pero una vez medidos sus tentáculos, el poder de los políticos conoce pocos obstáculos. ¿Hablaba Talmon de la España de setenta años después de la publicación de su libro (1952)? Sí, y no. Veremos cuál de las dos opciones es más cierta.

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¿A qué se refería Talmon con democracia totalitaria? A la unión entre la mecánica demográfica, aquél curioso abuso de la estadística de que hablaba Borges, y el mesianismo político. Este elemento es la versión secular de la vieja idea de que la intervención de Dios en la historia (hablamos, por tanto, de la tradición judeocristiana) acabará en una utopía inmanente. Esta idea está unida a la del determinismo histórico. El motor aquí no es la voluntad de Dios, con la que, de todos modos, tiene la razón humana tan mala relación, sino algún motor interno. Hablamos, en definitiva, de una de las cabezas de la hidra agustinista.

El Tribunal Constitucional, ese órgano parasitado, ha resuelto dar por buenos los indultos de Pedro Sánchez a sus socios golpistas. Pedro lo necesita. Sin socios golpistas no puede gobernar. El razonamiento del TC es impecablemente democrático-totalitario. Todo lo que no prohíbe la Constitución, está permitido

Talmon señala sin ambages a Rousseau y su idea de la voluntad general. Ante sus ojos, y los de una desconcertada Europa, el Antiguo Régimen se cae a pedazos. Y Rousseau llena ese vacío, que también parece un despiste o un abandono de Dios, con ese principio, el de la voluntad del pueblo. General, dice, y es difícil calibrar esa generalidad. El ginebrino encaja este concepto en su obra El contrato social. Contrato es acuerdo entre dos partes. Un contrato social es el acuerdo entre muchos. Quizás, para triunfar, ese contrato tiene que ser general, y presupone también una general voluntad.

La libertad consiste en formar parte de esa voluntad general. De modo que se da la paradoja de que el Estado te puede obligar a ser libre, si es que tú no te sumas a ese espíritu común. Aquí, la violencia, y en última instancia el terror, tienen una función educativa, pedagógica, aleccionadora. Este es el camino, y no otro. Y se castiga al cuerpo social como quien doma a un caballo, ahormando su comportamiento con el castigo.

Falta aún un elemento en la historia de la democracia totalitaria por parte de Talmon, y es la razón. O la Razón, con mayúsculas. El hombre, que comienza a dominar las ciencias, no necesita ya a Dios, y puede regir su destino porque ha alcanzado la razón. Ya es mayor de edad; nos lo ha dicho nada menos que Immanuel Kant, en su ensayo sobre la Ilustración. Si podemos ser nosotros quienes tomemos el testigo de Dios y podamos dirigir la Historia. Ahora nos asiste la Razón.

En la misma época, la Ilustración, toma forma la otra concepción de la democracia; la democracia liberal. Reconoce que la sociedad es plural, y que la sociedad sólo puede avanzar con acuerdos internos. Y el abuso del poder sólo se puede evitar limitando su incidencia. La enseñanza de una ciencia nueva, pero que va afianzándose poco a poco, la economía, es que la sociedad encuentra en las acciones individuales el motor del progreso, y en la división del trabajo el mecanismo de vehicularlas hacia un bien común, o por lo menos hacia una cierta armonía.

Volviendo a la democracia totalitaria de que habla Talmon, es un instrumento demasiado poderoso como para pensar que lo manejaron los redactores de la Constitución. Y no digamos para pensar en que Pedro Sánchez tenga algunas de las obras seminales de esta tradición en su mesilla. Él, que no debe de tener ni mesilla. No. Lo que vivimos en España es otra cosa. Pedro Sánchez es un psicópata, que adora el poder porque se adora a sí mismo, y que carece de escrúpulos morales. No conoce la moral, aunque lea cien veces su definición en el diccionario. Y el mundo, todo lo que no es él, es puramente instrumental.

Con todo… lo cierto es que sin llegar a los extremos de Robespierre, el gran demócrata, todas las democracias europeas están animadas por un alma totalitaria, en el sentido que le da el maestro Tamon. Todos (o casi todos) asumimos que hay fuerzas en la historia que no podemos controlar, y que nuestra libertad consiste en sumarnos a esa fase de la historia. ¿Estado del Bienestar? Es lo que toca. ¿Integración Europea? A ver, ¿es que no somos europeos? Y así todo. No tenemos que ver con qué espíritu democrático (totalitario) tratamos a las fuerzas que se oponen. Las queremos expulsar de, maldita metáfora, el cuerpo social. Les permitimos el voto porque las reglas de lo que queda de democracia liberal nos lo imponen. Pero sabemos que están de más. Al fin y al cabo, si nos aferramos a una voluntad general, y es la nuestra, ¿qué pintan ellos en el sistema político?

Esta es la salsa en la que se cuece, hasta perder sus pocas cualidades liberales, la democracia de 1978. Recientemente, el Tribunal Constitucional, ese órgano parasitado, ha resuelto dar por buenos los indultos de Pedro Sánchez a sus socios golpistas. Pedro lo necesita. Sin socios golpistas no puede gobernar. El razonamiento del TC es impecablemente democrático-totalitario. Todo lo que no prohíbe la Constitución, está permitido. La Constitución no prohíbe fumar en los bares, dirá alguno. Pero esto no va con él. Se trata del Gobierno, verdadera encarnación de la voluntad general. Pacto social no sé, pero pacto de progreso, firmado en el Congreso de los Diputados, sí que ha habido. Al final, en nuestro dilema, tenemos que decantarnos más por el sí. No se hable más. Que es, justo, en lo que está pensando ahora el Gobierno, en que no se hable más.

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