Mi mujer y yo nos casamos hace poco más de tres décadas y nunca nos planteamos si queríamos tener o no tener hijos. Puesto que jamás entendimos la paternidad (o maternidad) como algo que debíamos discutir previamente, tampoco nos preguntamos qué número de hijos tendríamos. No éramos bichos raros, al contrario, esta despreocupación acerca de la paternidad era lo normal cuando nos casamos. El único temor de nuestra generación respecto de los hijos era que por alguna circunstancia biológica no pudiéramos tenerlos.
Entonces aún asumíamos la paternidad con la misma naturalidad que prosperar en la vida. Mi mujer y yo no planificamos sus embarazos para que coincidieran con los momentos económicamente óptimos. Tuvimos a nuestros hijos en momentos de incertidumbre, no porque lo escogiéramos sino porque tenerlos no era una ecuación que exigía despejar previamente todas sus incógnitas, de tal suerte que, si quedaba alguna equis sin despejar, la paternidad quedaría automáticamente aplazada. El planteamiento era justo el contrario. No navegaríamos durante años por las azarosas aguas de la vida hasta llegar a la isla de la paternidad, sino que los hijos realizarían este viaje de la vida con nosotros tan pronto como fue posible.
Mucho hemos cambiado
Sin embargo, el tiempo no pasa en balde. En los países desarrollados para un número cada vez mayor de personas las cosas ya no son tan sencillas. La decisión de tener hijos se considera una elección que condiciona el estilo de vida. Muchas personas optan por no tenerlos y les molesta ser calificadas como “sin hijos” en sentido negativo. Para ellas “sin hijos” es simplemente una elección con la que evitan asumir pesadas cargas. Esta elección sería equivalente a “sin preocupaciones”, en vez de una privación equivalente a “sin hogar”. Hoy, desde el punto de vista del marketing las parejas de dos profesionales bien remunerados y sin hijos constituyen un grupo demográfico objetivo atractivo, pues los elevados ingresos conjuntos y la ausencia de hijos permiten un mayor consumo orientado al lujo y al ocio.
Cada vez es más habitual que la trascendente función de la procreación sea percibida como una libre elección individual, al mismo nivel que otras decisiones mucho más prosaicas sobre cómo vivir la vida
Si embargo, no todo el mundo simpatiza con la decisión de no tener hijos porque en la sociedad aún pervive una percepción de la paternidad trascendente que va más allá del enfoque consumista o de estilo de vida. Desde esa perspectiva, la opción “sin hijos” denota egoísmo o una forma de egocentrismo, mientras que la paternidad y la innegable función social que lleva implícita evidenciaría altruismo.
Frente a este planteamiento, los defensores de la vida sin hijos devuelven la acusación señalando a su vez el egoísmo implícito en la paternidad, puesto que las exigencias de la vida moderna y el deseo de poder compatibilizar estas exigencias con tener hijos convierte a muchos padres en padres «helicóptero», lo que devaluaría su condición de padres a meros “criadores” y su paternidad sería más un ejercicio de narcisismo que de altruismo.
Desde el punto de vista de tiempo histórico, estas acusaciones y contraacusaciones habrían sido inimaginables hasta hace muy poco. Desde que la humanidad existe tener hijos ha sido una necesidad económica y de subsistencia, el lógico resultado de satisfacer los potentes impulsos biológicos y la procreación estaban justificados y priorizados por las concepciones religiosas y seculares dominantes.
Las cosas han cambiado por una serie de factores, como la aparición de métodos anticonceptivos eficaces y fácilmente accesibles; el aumento de la riqueza, que ha acabado con el imperativo económico de tener hijos; o el cambio en el papel social y político de las mujeres y su incorporación al mercado laboral. Estos cambios han hecho que sea cada vez más habitual que la trascendente función de la procreación sea percibida como una libre elección individual, al mismo nivel que otras decisiones mucho más prosaicas sobre cómo vivir la vida.
Desde el punto de vista de la libertad y la igualdad, estos cambios son percibidos como positivos por la gran mayoría. Pero, quizá, esta libertad que hoy veneramos no sea tanto libertad como burocratización de la existencia. Diríase que las personas nos hemos convertido en un reflejo del Estado y, como este, necesitamos planificarlo todo, sin dejar margen a lo inesperado. Todo cuanto hacemos ha de tener un rendimiento personal casi inmediato, una satisfacción fungible, la consecución de algún objeto brillante. En cierto modo eso que hoy entendemos como libertad y donde los hijos no son más que una carga, es una forma de esclavitud, de dependencia.
Moral o no, un problema real
De forma agregada, la elección de tener o no tener hijos tiene consecuencias muy importantes sobre la sociedad y, por lo tanto, sobre cada uno de sus integrantes. En todo el mundo desarrollado, las tasas de natalidad y fertilidad están cayendo. 57 de los 63 países más prósperos estaban ya por debajo de la tasa de reposición (2,1 hijos por mujer) en 2016. Si la población total ha seguido creciendo desde entonces en algunos de esos países ha sido porque la inmigración ha compensado la diferencia.
Antes de que termine el siglo XXI, la población mundial se habrá reducido por primera vez desde la Peste Negra
En 2000, la tasa mundial de fertilidad era de 2,7 nacimientos por mujer, muy por encima de la tasa de reemplazo de 2,1. Hoy es de 2,3 y está cayendo. Los 15 países más grandes en términos de PIB tienen una tasa de fertilidad por debajo de la tasa de reemplazo. Eso incluye a Estados Unidos y gran parte del mundo rico, pero también a China y la India. Estos países juntos representan más de un tercio de la población mundial.
Los principales ejemplos de países envejecidos ya no son sólo Japón, Italia o España, sino también Brasil, México y Tailandia. En 2030, más de la mitad de los habitantes del este y el sudeste asiático tendrán más de 40 años. A medida que los ancianos mueran y no sean reemplazados por completo, la poblaciones disminuirán.
Antes de que termine el siglo XXI, la población mundial se habrá reducido por primera vez desde la Peste Negra. Y digan lo que digan algunos ecologistas, la disminución de la población crea problemas extraordinariamente graves. Al contrario de lo que afirman los defensores del planeta, la humanidad está muy lejos de saturar el mundo y destruirlo. Por el contrario, las dificultades económicas y de subsistencia que se derivarán de la disminución de la población joven serán enormes. La más evidente, y que ya estamos experimentando, es la dificultad para mantener a los jubilados. Las pensiones dependen directamente de la producción de los que están en edad de trabajar. En la actualidad el mundo desarrollado tiene alrededor de tres personas de entre 20 y 64 años por cada persona mayor de 65, en 2050 tendrá menos de dos. Las consecuencias inmediatas y más evidentes del desplome de la natalidad son impuestos más altos y más numerosos, retrasos en la edad de jubilación, rentabilidad decreciente de los ahorros y crisis presupuestarias crónicas en los estados. Pero no son las únicas… ni las más graves.
Lo peor
La proporción decreciente de trabajadores respecto de los jubilados es sólo uno de los aspectos inquietantes relacionados con el desplome de la natalidad. Hay otro factor que a medio plazo marcará una diferencia crítica: el desplome de la creatividad. La juventud proporciona a la humanidad una herramienta fundamental para asegurar su prosperidad: la “inteligencia fluida”; esto es la capacidad de pensar de forma creativa para resolver problemas de maneras totalmente innovadoras.
Parece evidente que la tendencia al estancamiento económico de los países desarrollados está relacionada con el envejecimiento. Las razones son variadas, pero todas se incardinan en la tendencia al “conservadurismo” propio del envejecimiento social
La combinación entre el dinamismo creativo propio de la juventud y el conocimiento y experiencia acumulados por los mayores constituye el motor del progreso del mundo desarrollado. Si uno de estos dos componentes falla, el motor se detendrá. Que los inventores más jóvenes desarrollen innovaciones revolucionarias es un dato prevalente en los registros de patentes, como también lo es que los países más envejecidos tienden a ser mucho menos emprendedores y desarrollan una aversión al riesgo que impacta negativamente en la productividad. Además, en lo político, los electorados envejecidos son mucho más resistentes a las reformas, incluso a las más necesarias.
Parece evidente que la tendencia al estancamiento económico de los países desarrollados está relacionada con el envejecimiento. Las razones son variadas, pero todas se incardinan en la tendencia al “conservadurismo” propio del envejecimiento social. Los mayores suelen tener la vida más o menos resuelta y un patrimonio acumulado tras años de trabajo. Así, cuando la economía crece, se benefician menos que los jóvenes, y por tanto son menos partidarios de las políticas pro crecimiento. Las personas mayores no necesitan una economía pujante, les basta con conservar lo que tienen. En cambio, los jóvenes sí necesitan una economía vibrante porque están empezando, su vida no está resuelta y no tienen patrimonio. Estas diferencias en las actitudes explicarían por qué el paulatino envejecimiento de las sociedades se traduce primero en estancamiento económico y después en decrecimiento.
El falso milagro
El desplome de la natalidad y el consiguiente envejecimiento de las sociedades nos aboca a una crisis desconocida hasta la fecha. Sin embargo, algunos expertos intentan restarle dramatismo apoyándose en la emergencia de la Inteligencia Artificial (IA). Aseguran que los recientes avances en inteligencia artificial no podrían haber llegado en mejor momento. Y argumentan que una economía hiper productiva dotada de inteligencia artificial podría sustentar a un mayor número de jubilados sin dificultad.
La verdadera inteligencia no consiste en responder sino en plantear preguntas inteligentes, preguntas tan geniales e innovadoras que sus respuestas provocan saltos espectaculares
Siento no ser tan optimista. Es cierto que la IA supondrá — ya está sucediendo— un incremento de la productividad, como sucedió con la informática y la entrada en hogares y empresas de los ordenadores. Las personas desde entonces pueden hacer muchas más cosas en mucho menos tiempo, o acometer tareas más sofisticadas y complejas sin necesitar recursos ingentes.
La IA va a aliviar la carga de trabajo de las personas en procesos intelectuales que hasta ayer eran impensables, incluso permitirá a los investigadores, genios e innovadores avanzar más rápido en sus descubrimientos, al permitirles desentenderse de las partes del proceso que la IA atenderá accediendo al conocimiento previo acumulado en gigantescas bases de datos gestionadas por algoritmos “inteligentes”.
Sin embargo, la génesis de todo hallazgo disruptivo no es disponer del conocimiento previo necesario, sino la idea que surge de pensar “fuera de la caja”. Hacer tareas o cosas sobre lo ya conocido, y hacerlas mejor y de forma mucho más eficiente, incluso de forma espectacular, sin duda impactará en la productividad (ya lo está haciendo). Pero eso es, a lo sumo, como añadir una locomotora auxiliar a un tren en marcha. El genio, el hallazgo, el salto cualitativo que la inteligencia genuina, la humana, proporciona poco tiene que ver con un tren que viaja más veloz o que puede subir repechos que antes no podía. Consiste en salirse de la vía y encontrar otros caminos, incluso abandonar el tren y dejar de estar constreñidos a sus vías.
Quizá con el tiempo la inteligencia artificial pueda generar ideas por sí sola, reduciendo la necesidad de inteligencia humana. Pero lo cierto es que estamos muy lejos de que tal cosa suceda. Extraordinariamente lejos como para que la IA llegue a tiempo de resolvernos los acuciantes problemas derivados del desplome de la natalidad. Además, la verdadera inteligencia no consiste en responder sino en plantear preguntas inteligentes, preguntas tan geniales e innovadoras que del lugar a respuestas que provoquen saltos espectaculares. La IA por ahora y hasta cierto punto es buena respondiendo a nuestras preguntas, pero aún no sabe preguntar; mucho menos es capaz de plantear esas preguntas geniales que abren nuevas puertas al futuro.
Los expertos replican que se ajustaría al patrón histórico que la tecnología permitiera a la humanidad superar la crisis de natalidad. Pues, al fin y al cabo, los avances inesperados en la productividad hicieron que las bombas de tiempo demográficas, como la que predijo Thomas Malthus, jamás explotarán. Que menos bebés significa menos genio humano, pero que ese podría ser un problema que el genio humano podrá solucionar.
Pero hay otro patrón histórico y es que, hasta la fecha, el progreso humano ha ido de la mano del crecimiento poblacional. Cabe preguntarse qué fue antes, ¿el ingenio o el crecimiento demográfico? Al fin y al cabo, detrás del crecimiento de la humanidad siempre ha estado el ingenio… pero no menos cierto es que el crecimiento demográfico ha catapultado el ingenio.
Por primera vez desde que el ser humano apareciera sobre la tierra, nos adentrarnos en un territorio completamente desconocido: el decrecimiento de la humanidad. Me temo que la IA, aunque puede prestarnos un gran servicio, por sí sola no bastará para recatar a los seres humanos de las tendencias de un mundo cada vez más envejecido y refractario al riesgo. Un mundo dirigido y gobernado no por la inteligencia, sea humana o artificial, sino por líderes y poblaciones cada vez más viejas.
Foto: Julien Riedel.
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