En el corazón del parlamentarismo español, la negociación en los pasillos de las asambleas legislativas (o allende las fronteras) no es ningún tipo de anomalía, al contrario: es esencia. El poder no se constituye sin pactos, pues se obtiene mediante ellos, y jurídicamente no supone ningún tipo de rajadura de vestimentas. Quien pretende gobernar necesita mayorías, y las mayorías se construyen, insisto, en pasillos o salas de notables fotografías que se cuelgan sobre paredes de blanco inmaculado. Así, lo que jurídicamente es posible (negociar el apoyo a una investidura a cambio de una ley) se revela no solo como práctica tolerable, sino como norma de facto en el sistema. La amnistía, en este contexto, es evidente que no es instrumento jurídico tanto como moneda de cambio.

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El Estado ya no decide, con las mayorías requeridas constitucionalmente, sobre el estado de excepción, sino que se vive en la excepción permanente sin su proclamación jurídica

El legislador (y ejecutivo) demostró con su Ley Orgánica 1/2024, de 10 de junio, de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña, que la transgresión constitucional podía ser norma si convenía a su permanencia. La amnistía no obedece al espíritu de reconciliación, sino a cálculo de poder; a partir de ahí, es jugar a la lotería de que una lleve a otra. No se aprueba para sanar heridas, sino para premiar la deslealtad de los que fueron (y son) necesarios para consolidar una mayoría frágil, que nace de la capitulación de todo tipo de dignidad constitucional. El Tribunal Constitucional (TC) señala que la Constitución no prohíbe expresamente la amnistía. Esto me parece cierto: calla. Pero ese silencio no es un vacío normativo, pues la Constitución encierra unos valores que, hasta este mal disfrazado consenso, debe cumplir, pues ese silencio es una exclusión consciente. En este sentido, en 1978 se debatió en sede parlamentaria incluirla en la Constitución, y se rechazó la posibilidad de que el legislador pudiese regularla. Un ejemplo del carácter constitucional expreso de la amnistia es Italia, donde se precisa de una mayoría cualificada de dos tercios (si no hace falta proclamar expresamente en la Constitución, pregunto ¿para qué hacerlo?). Lo que no fue querido por el constituyente trata ahora de legitimarse por el legislador, y no precisamente por medio de procedimientos de reforma constitucional (demasiado largos y arduos para los intereses políticos fugaces). La amnistía, al suspender la vigencia de la ley en casos concretos y favorecer a determinados actores políticos (de hecho, el TC ha tenido que recordar que no se aplicaba a aquellos ciudadanos que se manifestaron en contra del procés) subvierte el principio de igualdad ante la ley, erosiona la responsabilidad jurídica y desarma todo lo que en el constitucionalismo se asumía como método. Entiendo que la amnistía, como figura jurídica tan potente en términos de razonabilidad y proporcionalidad, solo cabe dentro del texto si el texto la contiene expresamente, y lo contrario es usurpación.

El TC, que ya hoy se muestra como órgano de validación de la oportunidad política, no juzga desde la norma, sino desde la necesidad, declarando que lo importante no es la voluntad de los legisladores, sino la intención teleológica o finalista de la ley. Pero la ley no tiene voluntad propia: se le impone desde la técnica legislativa. Así, en nombre de la convivencia y el interés general se consiente la ruptura del orden legal si resulta que tiene algún tipo de utilidad política ex nunc. Esta inversión del sentido jurídico es la más peligrosa de las mentiras: el abandono del estado de derecho en nombre de su recuperación.

En los últimos años el TC pondera principios, sí, pero los mismísimos principios del constitucionalismo. Ponderar es evaluar el peso de dos o más principios o derechos en conflicto a la hora de aplicarse a un caso concreto, y según los grados de idoneidad, necesidad, proporcionalidad… se determina qué derecho es derrotado frente a otro. Ponderar principios es reconocer conflictos internos de orden normativo. Pero hay principios que no admiten ponderación sin ser destruidos, y ahí la supremacía constitucional, la separación de poderes, el estado de derecho, la justicia constitucional… no son valores disponibles, sino estructuras límite. Cuando tan Alto Tribunal se permite contrapesarlos con intereses políticos disfrazados de moral pública; cuando tan Alto Tribunal se niega a dar mayor apertura al razonamiento jurídico (digo apertura por esa misma apertura que insinúan del texto constitucional) prestando oportunidad a que se pronuncie Europa; ahí considero que se cruza el umbral, pues ya no estaríamos ante un tribunal de garantías constitucionales, sino ante un órgano auxiliar de un poder constituyente fáctico. La Constitución deja de ser el marco, y pasa a ser una materia maleable.

La Constitución es un texto abierto, lo que es cierto; pero no hasta desnaturalizarlo, pues incluso el consenso debe seguir los pasos establecidos por el texto constitucional, y esto hubiese requerido reforma, donde el debate democrático y de todos los ciudadanos hubieran dado nueva voz a una posibilidad de amnistía por los cauces de reforma, ya que tal propuesta legal nace de una coyuntura post-electoral. Como señaló Hamilton (El Federalista, 78): “Una Constitución es de hecho una ley fundamental y así debe ser considerada por los jueces. A ellos pertenece, por lo tanto, determinar su significado, así como el de cualquier ley que provenga del cuerpo legislativo. Y si ocurriere que entre las dos hay una discrepancia, debe preferirse, como es natural, aquella que posee fuerza obligatoria y validez superiores; en otras palabras, debe preferirse la Constitución a la ley ordinaria, la intención del pueblo a la intención de sus mandatarios”.

En el momento en que el TC abdica de su función como guardián de la norma suprema, y se limita a sancionar como legítimo aquello que simplemente nace de una coyuntura política que busca la autoamnistía, ya no decide conforme al derecho sino conforme al poder. La ponderación, que sirve como técnica de racionalización del conflicto jurídico, se convierte aquí en una coartada metodológica para permitir que el legislador pase por encima de la Constitución. Se ejecuta, entiendo, una sustitución, pues no hay Constitución como límite, sino Política como medida; esto supone que el poder ya no está tan sometido al derecho como pensábamos.

El Estado ya no decide, con las mayorías requeridas constitucionalmente, sobre el estado de excepción, sino que se vive en la excepción permanente sin su proclamación jurídica. Bajo esta máscara de paz, se consumará la ruptura, pues cuando todo puede ser pactado en nombre de la convivencia, interés general e investidura de un presidente, nada queda que no pueda ser traicionado, incluso el juramento a la Constitución.

Con esta decisión, sí, decisión, el constitucionalismo inicia una etapa tan difícil como peligrosa.

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