La derecha sociológica no es una familia doctrinal; es una costumbre o un conjunto de costumbres que deviene en un hábito electoral, una disciplina de supervivencia: vota, se sienta en la grada y da poca importancia al comportamiento en el campo porque lo que le preocupa es ganar al equipo rival. No se trata de preferencias ideológicas profundas —liberalismo, conservadurismo intelectual o clásica defensa de la propiedad— sino de una lógica elemental y pragmática: preservar la propia posición material y social evitando riesgos.

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Esta actitud puede adoptar los ropajes del liberalismo o de la socialdemocracia según convenga. Lo relevante no es la coherencia de ideas, sino la promesa del partido afín de asegurar el statu quo personal: trabajos, enchufes, privilegios, estabilidad y —sobre todo— una capacidad económica que permita enviar a los hijos a los colegios adecuados para garantizar la reproducción de su peculiar aristocracia. Y puesto que el PP asume ese contrato, es “su equipo”; mientras que el PSOE, que lo amenaza, es el rival al que hay que neutralizar, no por programa sino por antagonismo existencial.

Si te reconoces en la derecha sociológica, párate delante del espejo: ¿tu prioridad es la posición o la comunidad? ¿Prefieres estabilidad a cualquier precio o instituciones que funcionen para todos? ¿Aceptarías que tus hijos compitan en un sistema donde el talento y el esfuerzo real primen sobre el enchufe?

El perfil

Los rasgos políticos y psicológicos de la “derecha sociológica” pueden resumirse en cuatro puntos. El primero es el pragmatismo de corto plazo. Esto es, la oposición a propuestas arriesgadas que, aunque abran el terreno de juego, mejoren la movilidad social o refuercen el mérito, comprometen la tabla de posiciones.

El segundo es fútbol antes que política. La acción política se reduce al resultado. Lo importante es ganar (o que no gane el otro). No importa la jugada, la estética ni la ética del gol.

El tercero, una peculiar conciencia de clase. No es exactamente conciencia de clase histórica; es una forma de autoidentificación social que funciona por distinción: “no somos como ellos”. Esa percepción cohesiona el voto más que las ideas. Puesto que para los individuos que sienten pertenecer a la derecha sociológica, su posición, su calidad de vida y su futuro a corto plazo es lo único importante, tienden a reconocerse más entre sí en base a estos parámetros que en base a las ideas, adoptando una actitud corporativa. Por así decir, la derecha sociológica se comporta como un gremio cuyos intereses pugnan con los de la sociedad.

El cuarto y último punto es hostilidad hacia el conflicto intelectual. Intelectualidad y debate suponen un riesgo: mejor, pues, gestión técnica que discusión ideológica. Como consecuencia de esta cortedad de miras, la cultura del mérito real se desprecia en favor de garantías administrativas, o del mero inmovilismo, que aseguren la posición.

Un síntoma grave del fenómeno de la degradación de la derecha es su participación en la trivialización del sistema de acreditaciones. Cuando un sistema educativo y profesional entrega títulos como si fueran boletos de lotería —o cuando los currículos cotizan en el mercado negro de los atajos— la sociedad pierde el sentido sobre el verdadero valor de la autoridad profesional.

La narrativa no es “corrijamos el sistema” sino “ellos han falseado más currículos que nosotros”. Así la política degenera en un intercambio de acusaciones partidistas sobre quién ha acumulado más mentiras académicas, y desaparece la pregunta fundamental: ¿cómo restauramos la cultura del conocimiento?

El tanteo futbolero de la corrupción

Si aceptamos la metáfora futbolera, la corrupción dejó de ser una pena máxima que castigue duramente a los infractores para transformarse en estadística: “tuvimos 10 casos, ellos 24”. En lugar de exigir reformas que prevengan el clientelismo o mecanismos de control más eficaces, además de estándares morales más elevados, se entra en una contienda que relativiza la culpa.

Tanto la izquierda como la derecha sociológica han protagonizado episodios que no son sólo manchas individuales, sino pruebas de una cultura compartida que permite y normaliza la captura del privilegio: adjudicaciones opacas, contratos a amigos, redes clientelares que sostienen economías locales enteras, puertas giratorias. La expresión “nadie es inocente, pero unos menos” puede resultar práctica para escurrir el bulto electoralmente, pero moralmente es inaceptable y socialmente costosísima: neutraliza la rendición de cuentas y legitima el conformismo y el voto por inercia.

La colonización institucional no es una materia reservada a la izquierda. La derecha sociológica también participa, aunque evite pregonarlo, de la judicialización y reparto del tablero. La captura, o al menos la influenciabilidad, del sistema de nombramientos judiciales reduce la independencia del poder que debería ser el árbitro más imparcial. Cuando los cargos se perciben como fichajes para el bloque partidista, la justicia deja de ser símbolo de resolución para convertirse en un actor más del partido.

Las puertas giratorias y economía del favor también son parte de la idiosincrasia tácitamente asumida por la derecha sociológica. De forma similar a la izquierda, entiende la política como trampolín hacia consejos de administración o consultorías. No es una anécdota: es un incentivo estructural que degrada la motivación pública y la gobernanza por el interés general.

Otro frente compartido es el huerto mediático y gestión de parrillas de los medios. Controlar la aparición o el silenciamiento de voces críticas en prensa, radio y televisión, vetar tertulianos indómitos, premiar obedientes: son maniobras que no solo manipulan la agenda sino que desacreditan el periodismo independiente. El debate público deja de ser auténtico para convertirse en coreografía de partido.

¿Por qué la derecha sociológica lo tolera (o lo premia)? Porque el coste percibido es bajo y el beneficio —protección de la posición propia— es alto. Cambiar el sistema exige riesgos y un horizonte temporal que no casa con la lógica de “no juguemos con las cosas de comer”. Además, la narrativa de clase operativa (nosotros contra ellos) hace que muchas propuestas de reforma que beneficiarían a la sociedad se perciban como un riesgo personal. ¿Desregular? ¿Y si una mayor competencia me perjudica? El voto de la derecha sociológica no quiere asumir esa incertidumbre.

Todo esto genera un daño acumulativo y estratégico porque erosiona la legitimidad. El desprestigio del funcionariado, de la universidad y de los tribunales no es un accidente; es también consecuencia del modo en que se reparte el botín, se politizan las instituciones y se desincentiva la excelencia. Si la ventaja se gana por contactos, no por mérito, la sociedad empobrece su capital humano. También se Incentiva la miopía pública. La política se simplifica en “gana mi equipo” y se apartan las grandes cuestiones de fondo: más oportunidades para todos, calidad educativa, innovación y competitividad.

Miradas cruzadas: no es sólo culpa de ellos

Hacer esto no es criminalizar a todos los votantes. Muchos actúan por temor, por rutina o por desinterés. La clave política para quienes desean regenerar la vida pública no es despreciar a ese electorado sino ofrecer una alternativa creíble que reduzca los riesgos individuales del cambio: políticas de transición, protección social y mecanismos de transparencia que no dependan de la buena voluntad de los poderosos.

Si te reconoces en la derecha sociológica, párate delante del espejo: ¿tu prioridad es la posición o la comunidad? ¿Prefieres estabilidad a cualquier precio o instituciones que funcionen para todos? ¿Aceptarías que tus hijos compitan en un sistema donde el talento y el esfuerzo real primen sobre el enchufe?

Cambiar la respuesta exige valentía. No se trata de pedir fanatismo ideológico: se trata de reclamar coherencia entre medios y fines. Si el objetivo es una sociedad próspera, libre y justa, eso exige instituciones que premien el mérito, contengan la corrupción, garanticen la independencia judicial y un espacio público donde los periodistas y tertulianos no sean cromos intercambiables entre partidos.

La derecha sociológica sostiene el sistema que la beneficia, pero lo erosiona silenciosamente. No es un enemigo exterior: es un defecto de fábrica de nuestra convivencia cívica. Reconstruir las instituciones requiere que su base cambie el gesto: de la grada al terreno de juego. Porque sin normas claras, sin consecuencias reales y sin una prensa independiente —y sin exigencia ciudadana— no hay equipo ganador: hay un único club repartiendo el botín entre sus socios.

Foto: Alexander Bickov.

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