En España, cotizar en el régimen general es cada vez más una rareza. La inestabilidad laboral a menudo sólo ofrece una salida: darse de alta como autónomo para no depender de los vaivenes de las empresas y dejar de vivir en la angustia de no saber si será posible encadenar contratos temporales con la suficiente regularidad como para subsistir.

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Ser autónomo se ha convertido así, no en algo vocacional, sino en una solución desesperada. Sin embargo, los políticos no es que sean ajenos esta realidad, es que actúan sobre ella con sadismo. Sólo así se explica el último golpe de Hacienda, que ha decidido que Excel, la herramienta más utilizada para emitir facturas, quede prohibida. El argumento no es que hayan demostrado fallos técnicos. Según los burócratas, el “problema” es que Excel no garantiza la trazabilidad de las facturas. Y como todos sabemos, los autónomos, con sus enormes ingresos, suponen una amenaza de fraude a la altura de la industria del narcotráfico, la delincuencia organizada… o la corrupción y financiación ilegal de los partidos políticos.

Todo siempre en nombre de grandes causas, el planeta, la salud, la transparencia, pero con el mismo resultado sospechoso: ciudadanos más pobres, más vigilados, más sometidos a un poder que no rinde cuentas y que, incluso, desacata a los tribunales

Por supuesto, estoy ironizando. En España, el trabajador por cuenta propia declara una renta media anual de apenas 17.700 euros brutos (unos míseros 1.475 al mes). Sin embargo, se verá obligado a contratar software especializado y a gastar aún más en asesorías. El Estado, incapaz de establecer la trazabilidad de su propio despilfarro, busca así esquilmar hasta el último céntimo de quienes a duras penas pueden llegar a fin de mes. No es una anécdota aislada, sino una estrategia generalizada: complicar la vida del ciudadano común e imponer costes incrementales a quienes más apurados están.

Lo que ocurre con los autónomos es sólo un ejemplo menor de un fenómeno mucho más extendido y agresivo que afecta a millones de europeos: la proliferación de restricciones arbitrarias en nombre del medio ambiente, de la salud pública o de cualquier causa noble que sirva como coartada.

El caso más aberrante es el de las Zonas de Bajas Emisiones (ZBE). Lo que empezó como una iniciativa aparentemente razonable, clasificar vehículos según sus emisiones para garantizar en cada caso reglas previsibles, ha degenerado en un ejercicio de autoritarismo progresivo. Primero se introdujeron etiquetas que parecían orientadas a proporcionar alguna certidumbre: si tu coche cumplía determinados estándares, recibía la suya y podías circular. Pero pronto esa certidumbre se evaporó. La normativa cambia cada año, y lo que ayer era un vehículo respetuoso con el medio ambiente hoy se convierte en una máquina infernal.

Los vehículos que con la etiqueta B habían sido reconocidos como permitidos, tendrán que dejar de circular el año próximo. Y muchos que hoy disponen de la etiqueta Cero perderán ese estatus en 2026. El ciudadano que creyó cumplir con la ley invirtiendo decenas de miles de euros en un coche “verde” descubrirá en 2026 que de pronto el Estado ha cambiado las reglas a mitad de la partida, y que su inversión ha perdido su valor de la noche a la mañana. Esto no es política ambiental: es inseguridad jurídica. El peor de todos lo abusos en que puede incurrir un Estado democrático.

A esta arbitrariedad se añade de propina la incoherencia fiscal. Un coche que no puede circular libremente paga exactamente el mismo impuesto de circulación que otro que no tiene restricciones. La proporcionalidad, que tanto se invoca en otras áreas del derecho, desaparece aquí por arte de magia. En cualquier servicio, un menor uso conlleva un menor coste: si consumes menos agua o la electricidad, se reduce la factura. Con el automóvil no: se restringe su uso, pero el impuesto se mantiene sin ninguna reducción. Un fraude encubierto: el ciudadano paga a la Administración por un derecho de uso que la propia Administración le prohíbe de un día para otro.

Lo más grave es que no estamos hablando de medidas incuestionables desde el punto de vista jurídico. Cada vez más tribunales de justicia, tanto en España como en otros países europeos, están declarando desproporcionadas las restricciones impuestas por las ZBE. No se acredita con datos sólidos que la prohibición de circular para un número creciente de automóviles compense el perjuicio que se impone a sus usuarios. Al contrario: los tribunales, con la ley en la mano, han sentenciado que los daños materiales y sociales son mayores que los supuestos beneficios ambientales.

Sin embargo, las Administraciones hacen oídos sordos, incluso cuando los tribunales tumban sus recursos. Siguen imponiendo sanciones ilegales, obligando a los ciudadanos a recurrir una y otra vez, convirtiendo el recurso a la justicia en un trámite más del infierno burocrático que padecen. Asistimos así a un desacato institucionalizado, una legitimación unilateral por parte del legislador del abuso de poder como medio para un fin, pasando por encima de la separación de poderes, de la propia democracia y del Estado de derecho. ¡Y no pasa nada!

Las ZBE no sólo son ilegales: también son profundamente antisociales. Millones de familias no se pueden permitir comprar un coche nuevo cada cinco o diez años. Obligar a achatarrar vehículos perfectamente útiles, con ITV en vigor, para comprar otros eléctricos es una condena económica imposible de cumplir. Esto no es transición ecológica, es selección social: los pudientes tienen derecho a conducir un vehículo privado, los pobres no. La ecología es un nuevo clasismo, un mecanismo de exclusión que margina a más de la mitad de la población.

Durante décadas, las normas urbanísticas prohibieron construir en altura, lo que encareció la vivienda y empujó a millones de familias a mudarse a la periferia. Nacieron las ciudades dormitorio, alejadas de los centros de trabajo. Si no podías tener una vivienda en la gran ciudad, al menos podías tenerla en el extrarradio gracias a la movilidad que proporcionaba el vehículo privado. El coche no era un capricho, sino una necesidad que permitió a millones de españoles acceder a la vivienda. Ahora se pretende prohibir su uso como si existiera un metro en cada municipio del extrarradio, cuando el transporte público fuera de los grandes núcleos urbanos es insuficiente o directamente inexistente. Basta con hacer una comparación sencilla: Google Maps en mano, los 25 minutos de viaje en coche se convierten en hora y media en transporte colectivo. Pretender que esa alternativa es viable es una pura y simple mentira.

Para justificar estas restricciones se recurre una y otra vez al mismo dato: 800.000 muertes al año por contaminación en Europa. Pero esos estudios no son más que trampas estadísticas. Se imputan a la contaminación enfermedades relacionadas principalmente con el envejecimiento o con dolencias previas en las que la contaminación es, a lo sumo, un factor secundario, no determinante. Se traviste así de ciencia lo que no es más que un subterfugio emocional, un arma de propaganda que busca clausurar el debate mediante el pánico moral. Quien se opone a las ZBE no está preocupado por la proporcionalidad y la salvaguarda de derechos, es un psicópata dispuesto a “matar” para seguir usando su coche.

El balance es devastador desde cualquier punto de vista. Los beneficios ambientales de las ZBE son marginales (siendo muy generosos), mientras que los daños económicos, sociales y psicológicos son enormes. Convertir la movilidad en un tormento roba tiempo, salud y calidad de vida. Si tanto nos preocupa la salud pública, en lugar de dar publicidad a falaces estudios estadísticos, deberíamos estudiar el estrés y el agotamiento que genera esta imposición burocrática, porque ahí la ciencia sí es clara: estos factores están directamente relacionados con enfermedades graves, físicas y mentales. Si el objetivo fuera realmente proteger la salud, esto sería un gran tema debate. Pero no interesa, porque si se permitiera el debate, se vendría abajo la mentira fundacional de las ZBE.

Llegados a este punto, cabe preguntarse qué hay detrás de este colosal disparate. ¿Se trata de intereses económicos ligados a la industria del automóvil eléctrico? ¿Ha estado China sobornando a altos cargos de la UE y de los estados europeos? ¿Las ZBE son fruto de la corrupción política disfrazada de política verde? O, peor aún, ¿se trata de un intento deliberado de controlar la movilidad de la gente, de limitar su libertad más básica: la libertad de movimiento? Sea cual sea la respuesta, es evidente que estamos ante una iniciativa insensata y terriblemente injusta. Las ZBE no son una solución: son un disparate autoritario que debe ser desmontado antes de seguir multiplicando sus daños.

El caso del Excel prohibido para autónomos y el de los coches prohibidos para millones de personas son dos caras de la misma moneda: el avance de una burocracia que convierte la vida ordinaria en un infierno. Todo siempre en nombre de grandes causas, el planeta, la salud, la transparencia, pero con el mismo resultado sospechoso: ciudadanos más pobres, más vigilados, más sometidos a un poder que no rinde cuentas y que, incluso, desacata a los tribunales. Una asfixia programada que amenaza con ahogar no sólo la movilidad, sino la libertad misma.

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