Para el cristianismo todo lo propiamente humano que no está dado por la mera naturaleza, revela la presencia de Dios en el mundo; desde la construcción de una catedral hasta la composición de un modesto poema. De este modo, la gracia, principio de elevación espiritual y fuente de salvación, sitúa al hombre en una dimensión trascendental. En su obra “El mito de la cultura” el filósofo Gustavo Bueno establece un paralelismo entre el mundo de la gracia divina y la idea moderna de cultura; sugiriendo que la cultura ha asumido hoy las funciones y características que antaño correspondían a la gracia. Este proceso tuvo su origen y desarrollo en Occidente y marca una diferencia esencial con otras comunidades humanas donde la religión tradicional sigue siendo una clave fundamental para entender las relaciones sociales.

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Cultura versus religión

En la Edad Media nadie hablaba, pues, de cultura. El cristianismo impregnaba toda la sociedad europea por medio del arte, las costumbres y las tradiciones. Además, el poder político tenía en la institución religiosa un contrapoder dotado de auctoritas que actuaba como un limite o condicionante a la potestad de los reyes. Con la Reforma el clero se hace particular y los primigenios estados absorben en su seno las nuevas religiones nacionales. El caso más evidente es Inglaterra: Enrique VIII se proclama cabeza visible de la Iglesia anglicana asumiendo en su persona auctoritas y potestas. La Contrarreforma intentó contrarrestar esta tendencia a nacionalizar la religión, pero paradójicamente la generalizó: el terreno para las monarquías absolutas estaba abonado.

La cultura no ha dejado de ser desde Fichte, y más explícitamente desde Bismarck, un sucedáneo de la religión y un instrumento político de primer orden que ningún gobierno se ha planteado abandonar

Con la Revolución francesa se da un paso más. El Estado elimina todo vestigio religioso y asume el poder total. Y es precisamente en este contexto posrevolucionario donde aparece por primera vez la idea de cultura. Una gran religión política que habrá de cumplir una doble función: ser la manifestación espiritual de una humanidad sin Dios y constituir la auctoritas que antaño ejercía la Iglesia católica, pero oscureciendo ahora su origen metafísico y subordinándola explícitamente al Estado.

El nacimiento y desarrollo de la idea de cultura

Fue Herder, teólogo y pensador alemán, quien a finales del siglo XVIII habló por primera vez de cultura. La cultura era ese modo singular en que cada pueblo se expresaba: Dios, espíritu supremo, insuflaba un espíritu particular a cada pueblo, y es la manifestación de ese Volkgeist; lengua, folclore, costumbres y representaciones artísticas, lo que constituía su cultura. Las culturas son pues diversas, pero complementarias y armónicas en cuanto que son distintas caras del mismo Dios. La angelical visión de la cultura de Herder se impregnó del siempre oscuro mundo de la política con el pensador alemán Fichte. Estando de acuerdo con el planteamiento general de Herder, Fichte consideró que la cultura era el fundamento legitimador para conformar un Estado. La Alemania de Fichte, principios del siglo XIX, era un conglomerado de principados sin unidad política y la genial idea del filósofo actuaría en las décadas siguientes como argamasa que posibilitaría su definitiva unión. El gran arquitecto de esta unificación, que se culminó en 1871, fue el canciller Bismarck. Tras la unificación Bismarck intensificó en la cuestión con su famosa Kulturkampf o «Lucha por la cultura». Esta lucha se manifestó en medidas como la secularización de las escuelas y la regulación del clero católico, y reflejó las tensiones entre el norte de Alemania, predominantemente protestante, y las regiones católicas del sur. En cierto modo la lucha por la cultura significaba la expulsión del catolicismo de la identidad germana, lo que significaba también la eliminación de cualquier autoridad que estuviera fuera del Estado. Pero fue a principios del siglo XX cuando la cultura adquiere un carácter más determinante. En el contexto nazi el término Kultur estaba estrechamente vinculado a la identidad nacional supuestamente superior y orgánica. Se asociaba con valores tradicionales, folclore, arte y literatura, pero también con la idea de una comunidad racialmente homogénea y pura.

Tras la segunda guerra mundial la idea de cultura, de origen genuinamente alemán, es adoptada por la mayoría de los países occidentales. Desde entonces la lucha por la cultura es asumida por los gobiernos con naturalidad. No obstante, la cultura no ha dejado de ser desde Fichte, y más explícitamente desde Bismarck, un sucedáneo de la religión y un instrumento político de primer orden que ningún gobierno se ha planteado abandonar.

La cultura como la gran religión política de la modernidad

Hoy, por encima del mundo ordinario de todos los días, tenemos “el mundo de la cultura”, aureola celestial que todo lo embadurna. En él hay místicos ateos ―creadores plásticos de la última vanguardia― que nos explican sus crípticas obras con un lenguaje sorprendentemente metafísico; pero también intelectuales comprometidos con el poder y la subvención que ejercen de teólogos razonadores. No faltan tampoco los predicadores mediáticos: actores, actrices y artistas varios, que, con prurito moralizante, nos dictan a todas horas lo que debemos hacer y pensar. Pero ninguno de ellos escapa al poder ni a su jerárquico inmediato, el ministro de cultura: sumo sacerdote que define la verdadera cultura y señala quienes pertenecen a ese selecto club dotado de tan peculiar sacralidad laica. Pero no nos engañemos; el ministro es tan solo un mediador. La cabeza de la nueva Iglesia tiene un rostro global. Muchas obras de teatro y películas de interés han dejado ya de ser cultura en virtud de los edictos de la curia universal: «La fierecilla domada» de William Shakespeare por su tratamiento de la sumisión femenina o “Lo que el viento se llevó”, por ser tan rabiosamente racista. Pero el apoteosis se alcanza con las clásicas producciones de animación para niños: “Pocahontas”, “Dumbo” y “Peter Pan” resultan ahora perjudiciales para la infancia por indebida apropiación cultural e intolerable sesgo xenófobo. Son solo algunos ejemplos, pero hay muchos más: libros que se retiran de la biblioteca y se prohíben en las escuelas y tantas obras de arte que esperan a ser eliminadas por obscenas de esos nuevos templos a los que llamamos museos. Hoy la tauromaquia ha sido excomulgada y los toreros se han convertido en herejes. Dejaron de ser cultura por el bien de la cultura. Mañana, Dios, o el ministro, dirá.

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