Cada vez son más los analistas que no pierden el tiempo en discutir si habrá o no habrá una gran guerra, sino en calcular el cuándo, el dónde y el cómo. En las sociedades europeas, sin embargo, el debate sigue anclado en cuestiones domésticas, desde el precio de la vivienda hasta la última ocurrencia en política social, como si el tablero geopolítico fuese un rumor sordo y lejano. Cuando se habla de tensiones internacionales, la mirada tiende a reducirlo todo a disputas comerciales (la ya célebre “guerra de aranceles”), mientras los focos de conflicto real se multiplican sin recibir la atención que merecen. Ucrania, en su momento, logró despertar pasiones y discusiones encendidas, pero el tiempo y el estancamiento del frente han convertido aquella guerra en un elemento más del paisaje, algo que se sobrelleva como el calor en verano o el frío en invierno: molesto, sí, pero asumido como inevitable. Lo más significativo de todo esto es la constatación de que la mayoría de las sociedades europeas no sólo consideran la guerra indeseable, sino directamente inasumible.
Sin embargo, los puntos candentes se multiplican. En los Balcanes vuelve a resonar el eco de los conflictos pasados con la creciente tensión en Kosovo. En la frontera chino-india se acumulan tropas y recelos. En Venezuela, no es descabellado pensar en una intervención estadounidense si el narco-Estado de Maduro sigue extendiendo sus tentáculos. Oriente Medio hierve de nuevo con Gaza como epicentro, mientras Rusia mantiene su amenaza sobre los países bálticos y empuja a Europa a un rearme que muchos de sus ciudadanos preferirían evitar.
El punto más caliente
Pero es en el Mar de la China Meridional donde se libra hoy la partida más peligrosa, más explosiva. No es sólo Taiwán: China multiplica las provocaciones navales en torno a las islas Spratly, el atolón de Scarborough y otros arrecifes estratégicos, en una demostración de fuerza destinada tanto al exterior como a su propia opinión pública.
Pekín realizó ejercicios de tiro real en aguas internacionales del Tasman, tan cerca de Australia y Nueva Zelanda que desvió al menos 40 vuelos comerciales
Ahí, uno tras otro, se han sucedido episodios que desnudan la audacia china: hace apenas días, un destructor del Ejército Popular de Liberación chocó con un barco del servicio de guardacostas chino mientras acosaban a un patrullero filipino cerca del arrecife de Scarborough. El impacto fue tan brutal que dejó al barco guardacostas inservible. En otra muestra, Pekín realizó ejercicios de tiro real en aguas internacionales del Tasman, tan cerca de Australia y Nueva Zelanda que desvió al menos 40 vuelos comerciales. Sin olvidar las maniobras de acoso a la aviación australiana: cañoneo de flares e interceptaciones peligrosas, incluso apuntando con láser contra aviones de reconocimiento en plena patrulla.
Al mismo tiempo, el gigante asiático afila su red diplomática en el Pacífico: sus lazos con países como Nauru, tan cercanos al continente australiano, alimentan sospechas de que buscan no sólo influencia, sino una plataforma avanzada para proyectar poder naval.
Por otro lado, el discurso chino contra Japón ha alcanzado tonos de hostilidad alarmantes con reminiscencias de los años treinta. El Partido Comunista fomenta un resentimiento nacional orquestado, que ha animado agresiones locales a japoneses, algunas letales, y cuyo máximo exponente es la superproducción cinematográfica sobre la masacre de Nankín, financiada y promocionada desde Pekín, que se ha convertido en material de propaganda obligatoria en colegios y centros educativos. Todo ello se acompaña de una narrativa imperialista y revanchista impulsada desde que Xi Jinping consolidó su poder, una narrativa que resulta tanto más peligrosa cuanto más frágil se vuelve la economía china.
Un gigante a punto de estallar
Detrás del músculo militar que exhibe China se esconden profundas grietas internas. El endeudamiento “oficial” del gobierno de China con respecto a su PIB en 2024 fue del 88,33%, lo que representa un aumento respecto al 82,01% de 2023. Sin embargo, esta cifra sólo incluye la deuda pública (y no toda), y algunos analistas estiman que la deuda total de China, incluyendo la corporativa y la de gobiernos locales, podría ascender al 300% o más de su PIB.
Se estima que 450 millones de chinos que eran clase media ha dejado de serlo en los últimos dos años
Además, la crisis inmobiliaria, la sobreproducción industrial, el desplome de la demanda interna y el muro levantado por la guerra comercial han llevado a la economía a una situación crítica. Pekín proclamó un crecimiento del 5,2% en 2024, pero los analistas coinciden en que la cifra real fue mucho menor, quizá inexistente. La estanflación no engaña. 34 meses seguidos de caída de precios son un síntoma que ni la mejor propaganda puede disimular.
La clase media, antaño motor del milagro chino, se ha endeudado hasta niveles insoportables, y sus expectativas se derrumban a la par que el empleo juvenil. Se estima que 450 millones de chinos que eran clase media ha dejado de serlo en los últimos dos años. De ahí a la inestabilidad social hay un sólo paso, y el Partido lo sabe: de ahí también el endurecimiento del control ciudadano. Un círculo vicioso cuya única salida es la huida hacia delante: buscar en la confrontación exterior un remedio a la fractura interna. Un gesto aparentemente limitado, como la ocupación de un islote en disputa, podría desatar una escalada fuera de control.
La bomba de la deuda
La deuda también puede convertirse en dinamita política con proyección bélica. Hoy el endeudamiento global ha alcanzado cifras récord, por encima del 330% del PIB mundial, y muchos Estados, incluidos los más desarrollados, parecen atrapados en una espiral imposible de revertir sin provocar fracturas sociales profundas. En este contexto, no sería la primera vez que los dirigentes buscan en la guerra una salida que oculte el colapso económico y, de paso, reordene el tablero internacional a su favor. La historia lo demuestra: la Francia revolucionaria, arruinada tras la bancarrota de 1797, confió en la expansión napoleónica para financiarse mediante el saqueo de territorios conquistados. A comienzos del siglo XX, las tensiones financieras de los imperios europeos y la presión de los acreedores se tradujeron en una Primera Guerra Mundial que, en muchos aspectos, fue también un intento desesperado de escapar del agotamiento económico. El crack del 29 y la Gran Depresión fueron el preludio de la Segunda Guerra Mundial. La Alemania nazi, por su parte, utilizó la inflación devastadora de la República de Weimar y el endeudamiento masivo como combustible para justificar un rearme acelerado que acabó en catástrofe mundial.
Una crisis de deuda soberana de gran escala podría provocar una reacción en cadena: primero conflictos comerciales y energéticos, después la tentación de buscar fuera un enemigo que absorba la tensión social interna
Hoy el escenario no es idéntico, pero sí comparable en cuanto a las inercias. Estados Unidos convive con déficits fiscales crónicos que harían sonrojar a cualquier manual de ortodoxia económica; China, con un sistema financiero al borde del colapso por la burbuja inmobiliaria, puede verse tentada de encontrar en Taiwán o cualquier otro lugar el factor aglutinante que su población frustrada ya no halla en la desaparecida prosperidad; Rusia, a su manera, ya ha utilizado la guerra en Ucrania como válvula de escape de un modelo económico agotado y socavado por la corrupción. Europa, mientras tanto, sostiene su Estado del bienestar con deuda creciente y crecimiento raquítico, aunque es difícil imaginarla iniciando una aventura bélica: lo más probable es que se viera arrastrada por la acción exterior. Una crisis de deuda soberana de gran escala podría provocar una reacción en cadena: primero conflictos comerciales y energéticos, después la tentación de buscar fuera un enemigo que absorba la tensión social interna. En ese escenario, la guerra no es tanto la consumación de un plan meticuloso como una huida hacia adelante: una forma brutal de poner las cuentas a cero, borrar pasivos y, sobre todo, desviar el descontento hacia un frente exterior.
Un peligroso estado de ánimo
A esto se añade que, en buena parte del mundo, parece manifestarse una sensación difusa de fin de ciclo. Se percibe una falta de propósito, de sentido, en los países desarrollados, pero también en algunos emergentes que durante décadas fueron ejemplo de pujanza. Es como si existiera un deseo inconsciente y colectivo de que algo sobrevenga y lo remueva todo, un gran cambio que purifique violentamente lo que el reformismo paciente no es capaz de corregir. Este clima recuerda al que empujó a Europa, entre el tedio y el vértigo, a encadenar dos guerras mundiales: la sensación de que lo existente es insoportable, de que nada merece conservarse y de que, si hay que prender fuego al viejo mundo, se prenderá. Lo paradójico es que nadie sabe muy bien qué debería levantarse en su lugar: entonces fueron las esperanzas democráticas y capitalistas o las utopías totalitarias, hoy es un magma de melancolías y promesas rotas.
Ese tedio creciente hacia el statu quo, no sólo local, sino global, crea un terreno peligroso y combustible
China es, en este aspecto, un laboratorio psicosociológico. Tras décadas de fe en el desarrollismo, su juventud atraviesa un tránsito errático: de la apatía a la irascibilidad, del silencio resignado a la protesta velada. Es la generación del lying flat (tumbarse y renunciar) y del involution (competir sin sentido), síntomas de un desengaño profundo con un sistema que les ofreció prosperidad, pero no sentido, y que al final les ha negado ambos. El milagro económico ha dejado paso a un malestar existencial. Y en esto, la juventud china no es tan distinta de la europea o de la americana, aunque las causas sean diferentes: en casi todas partes se palpa un abatimiento similar.
Ese tedio creciente hacia el statu quo, no sólo local, sino global, crea un terreno peligroso y combustible. Basta una chispa, un episodio imprevisto, para que el cansancio acumulado se convierta en reacción en cadena, arrastrando fronteras y regímenes. Si hoy la población mundial tuviera la media de edad que tuvo en 1914, probablemente la deflagración ya estaría en marcha. Lo que la frena, por ahora, es la ralentización del crecimiento demográfico y el envejecimiento en gran parte del planeta: sociedades con menos jóvenes son, por pura aritmética, menos proclives a lanzarse de cabeza a la guerra. Pero este freno es provisional. Frente a las inercias históricas y a la energía acumulada de una humanidad que percibe que algo se ha roto, no hay dique que dure eternamente.
La negación de Europa
Aquí llegamos al verdadero punto ciego de Europa. Para el ciudadano europeo medio, las grandes guerras, capaces de arrastrarnos a una conflagración global catastrófica, son algo que pertenece al pasado, una reliquia de la barbarie. No se trata sólo de que se perciba como indeseable: se percibe como un anacronismo imposible. Europa vive en la estúpida convicción de que el mundo funciona con las mismas reglas civilizadas y aseadas que regulan sus democracias; lo demás, piensa, son singularidades lejanas.
Mientras Europa se refugia en la idea de que la guerra a gran escala es impensable, otros actores la consideran una opción muy real, incluso necesaria
Pero el mundo es mucho más grande que Europa, y en las últimas décadas se ha vuelto más imprevisible y más poderoso, mientras el Viejo Continente se ha encogido en una comodidad que deviene en insignificancia. Tan grave es la postración que, en demasiados países europeos, las encuestas revelan que buena parte de la población no ya se niega a asumir alguna responsabilidad en los conflictos exteriores, es que ni siquiera estaría dispuesta a luchar por su propia nación en caso de agresión.
Esta mentalidad, disfrazada de pacifismo pero en realidad nacida del miedo y la desidia, es el caldo de cultivo perfecto para la sorpresa estratégica, para el susto y el despertar conmocionado de las explosiones cercanas. Porque mientras Europa se refugia en la idea de que la guerra a gran escala es impensable, otros actores la consideran una opción muy real, incluso necesaria.
Hay algo que las democracias occidentales, con sus políticas de luces cortas de tan sólo cuatro años de alcance, siguen sin comprender y es la diferencia con que otros, como Putin y Xi Jinping comprenden la naturaleza de la guerra. Mientras que para nosotros sólo comienza cuando por fin hablan los cañones, para ellos tal circunstancia no es más que uno de sus hitos. En su mentalidad, la guerra comienza mucho antes, mediante políticas de largo plazo, poder blando, poder agudo, posicionamiento de piezas en el tablero y movimientos calculados. Desde este punto de vista, la guerra comenzó hace ya tiempo. La cuestión que queda por dilucidar es hasta qué punto acabará manifestándose en toda su crudeza y cuál será el resultado. Así volvemos al principio: la pregunta ya no es si habrá guerra, sino dónde, cómo y, sobre todo, cuándo nos despertaremos de este sueño confortable para descubrir que el mundo real, el tremendo, el que hemos querido ignorar durante décadas ha llamado a la puerta.
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