El 9 de noviembre de 1989 cayó el Muro de Berlín. El mundo contuvo el aliento, sorprendido, emocionado. Las imágenes de los berlineses del Este abrazando a sus vecinos del Oeste parecían anunciar no sólo el fin de un régimen, sino el entierro definitivo de una idea. La URSS se desmoronó poco después, y con ella —se afirmó entonces— el comunismo. El problema es que los funerales ideológicos suelen ser prematuros. Tanto que hoy aquel muerto está muy vivo.

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Treinta y cinco años después, cabe afirmar que el comunismo no murió: simplemente se mudó. Abandonó el bloque soviético y se atrincheró, con admirable instinto de supervivencia, en los ecosistemas más fértiles de Occidente: las universidades, los medios de comunicación y la cultura. Allí permaneció, paciente, reformulando su ADN para adaptarse al nuevo entorno. Cambió la hoz y el martillo por la bandera del arcoíris, el lenguaje de clase por el de identidad, el materialismo histórico por el sentimentalismo moral. Y aguardó su momento.

El Muro de Berlín cayó. Pero los muros que vinieron después no estaban hechos de hormigón, sino de reglas y normas supuestamente bienintencionadas, de exclusiones y sentencias morales cuidadosamente apiladas

Las universidades: el hogar de los nuevos comisarios

En Estados Unidos, los datos llevan años señalándolo: en humanidades y ciencias sociales, entre el 70% y el 85% del profesorado se identifica con la izquierda progresista o la izquierda radical. No es un problema de diversidad de opiniones; es un problema de monocultivo epistemológico. En España, aunque sin estadísticas tan precisas, el panorama es similar o aún más acusado, especialmente en Sociología, Políticas, Periodismo, Filosofía, Antropología o Pedagogía. No hubo que expulsar a nadie, como en la época soviética. Bastó con urdir pacientemente una endogamia que no admitiera disidentes.

El control no se ejerció mediante purgas, sino con incentivos profesionales. Lo cual es siempre más elegante y, hay que reconocerlo, eficaz.

Hoy, cuando un “cuerpo extraño”, pongamos un conferenciante conservador o un académico liberal, intenta acceder a un campus, la reacción es inmediata y descaradamente violenta, ya sin disimulo alguno. No es sólo intolerancia: es la prueba de que el control se da por descontado, como si la universidad perteneciera por derecho divino a una ortodoxia moral. El sutil control incremental de décadas ha eclosionado en el viejo totalitarismo de siempre, con sus mismas pulsiones e intransigencias. Una vez logras el poder absoluto ya no hace falta disimular. La máscara ha caído.

El Muro de Berlín cayó, sí. Pero para entonces ya se habían levantado otros muros, invisibles, emboscados y mucho más insidiosos dentro de las democracias liberales. Muros y búnkeres culturales, lingüísticos y psicológicos desde los que resistir hasta que llegaran tiempos mejores. Y esos tiempos llegaron.

Resulta, cuando menos, llamativo que el auge de la llamada Corrección Política como mecanismo de control social empezara a despuntar precisamente en los años 90, inmediatamente después del colapso soviético. Simple coincidencia o calculada sincronía, la “revolución cultural” occidental cogió velocidad justo cuando la revolución económica del Este, basada en la ortodoxia comunista, se desmoronó sin solución. El comunismo formal parecía herido de muerte, pero su espíritu —como esos virus que mutan para sobrevivir a las vacunas— ya había infectado los tejidos más sensibles de nuestras sociedades: la educación, los medios, la cultura y, en última instancia, el lenguaje.

El mito de Gramsci y el aliado discreto

Se suele atribuir todo este proceso al llamado “marxismo cultural” y, en concreto, a la influencia de Antonio Gramsci. Ciertamente, su teoría de la hegemonía cultural tuvo una influencia innegable: la idea de que para conquistar el poder político era antes necesario conquistar el alma cultural. Sin embargo, la simplificación ha hecho de Gramsci una especie de santo patrono de la izquierda contemporánea y el anticristo mitológico del conservadurismo que la combate. Pero la historia rara vez tiene un solo protagonista. Gramsci no operó en solitario. Tuvo un aliado discreto —e ignorado— en el corazón de la socialdemocracia escandinava, cuya mecánica política acabó esparciéndose por Europa.

Suecia, ese país que durante décadas se presentó como el paraíso nórdico de la igualdad y el consenso, fue también el primer laboratorio moderno de ingeniería social. En los años veinte, el Partido Socialdemócrata sueco abandonó los postulados marxistas ortodoxos y diseñó una vía alternativa: no tomar los medios de producción, sino moldear los medios de conducta. No expropiar fábricas, sino reeducar consumidores. En lugar de imponer por decreto la igualdad material, crear por diseño la igualdad moral. Una idea poderosa que no sólo se reflejó en las socialdemocracias europeas, sino en casi todos los gobiernos. Visto con la perspectiva del tiempo, el ideal del Estado de bienestar acabó convirtiéndose en todas partes en una máquina de políticas sociales que perseguían algo más que igualdad material: la igualdad moral. Y, en consecuencia, la uniformidad del pensamiento.

Fue el nacimiento de un nuevo tipo de control incremental: más suave, más técnico, más eficaz. Como diría Alva Myrdal, una de sus artífices, para liberar al individuo había que rediseñar la sociedad. Lo que no advirtió fue que, al hacerlo, el individuo se degradaría a simple materia prima de esa sociedad rediseñada. Décadas después, Olof Palme consolidó el modelo: un Estado que, bajo la apariencia de proteger, regula hasta los hábitos, las palabras y las emociones de sus ciudadanos. Un poder que no necesita censurar porque ha logrado que los comportamientos de la gente sean conformes a él mediante la educación en el amor del Estado.

La caída del libre pensamiento

A principios del siglo XXI, numerosos episodios académicos empezaron a poner de relieve que la influencia de Gramsci palidecía frente a la eficacia de la maquinaría de ingeniería social socialdemócrata. La Corrección Política fluía con absoluta naturalidad, como una sangre nueva, por su sistema bascular burocrático. El episodio del profesor Erik Ringmar, uno de tantos, obligado a incluir a Judith Butler en su programa en la Universidad de Lund para cumplir la cuota de género, resume a la perfección esta deriva. Lo significativo no es Butler, sino la idea de que una burocracia educativa pueda dictar qué autores debe enseñarse en la universidad para ser “moralmente correctos”. Que eso ocurra en Suecia, no en la antigua Checoslovaquia soviética, debería despertarnos.

Paradójicamente, el modelo sueco de “modernización social” —tan pulcro, tan bienintencionado— acabó siendo la forma más avanzada y eficaz, con bastante diferencia, de ingeniería ideológica del siglo XX. Mientras los marxistas de la Escuela de Fráncfort elaboraban teorías sobre la alienación cultural, los socialdemócratas nórdicos ya la estaban aplicando con precisión quirúrgica. No hace falta imaginar gulags ni comisarios de la censura uniformados: basta con comités universitarios, observatorios de género y subvenciones condicionadas. La servidumbre voluntaria ahora viene reforzada mediante cobertura sanitaria y fondos de pensiones.

Podría objetarse, con razón, que no todo esto responde a un plan deliberado. Que parte de lo que vivimos es fruto de una evolución social inevitable: décadas de paz y prosperidad que han generado una sensación de agotamiento, una especie de flacidez psicológica colectiva. Es posible. Pero precisamente por eso la ingeniería social incremental ha prosperado: porque encontró un terreno blando. La gran pregunta es si lo que vivimos es el resultado de la evolución o de la manipulación. O, más inquietante aún: si la evolución misma ha sido manipulada.

La profecía de Bloom

Allan Bloom lo advirtió en The Closing of the American Mind: “Una vez que la universidad cayera, la democracia misma caería después«. Hoy, con la universidad tomada, el vaticinio de Bloom suena menos a advertencia que a diagnóstico. Occidente vive una crisis existencial, rodeado de enemigos externos… y de aliados internos que parecen empeñados en dinamitar sus cimientos.

Lo más paradójico —y trágico— es que una parte de la derecha se ha unido al asalto. En su crítica a la tecnología, al mercado y a la modernidad, ha terminado abrazando el mismo esencialismo anti libertad que comparte con la izquierda. Ambos parecen estar de acuerdo en lo fundamental: que la libertad del individuo es el problema. En definitiva, que la libertad es peligrosa.

Así que sí, el Muro de Berlín cayó. Pero los muros que vinieron después no estaban hechos de hormigón, sino de reglas y normas supuestamente bienintencionadas, de exclusiones y sentencias morales cuidadosamente apiladas. Durante décadas, ese consenso —erigido desde una hegemonía cultural de signo izquierdista, posmarxista o socialdemócrata— ha delimitado los márgenes de lo pensable. No prohibía hablar, formalmente la democracia seguía respetando derechos fundamentales. Informalmente, mediante trampas morales, prohibía disentir.

Hoy, ese consenso parece resquebrajarse. Y, sin embargo, en lugar de recuperar el espacio de libertad que fue gradualmente expropiado, asoman nuevas visiones que replican la misma pulsión totalizadora. No pretenden derribar el muro, sino construir el suyo propio.

Foto: Egor Myznik.

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