En España, los terremotos políticos tienden a tener algo de teatral y mucho de cíclico. Por muy colosales que sean los escándalos, el epicentro de la sacudida siempre tiene nombre propio. Puede haber un solo culpable o una banda entera, pero el efecto dominante es siempre el fulanismo: identificar al sujeto, descontar su caída hasta que la profecía se cumpla a sí misma y después, sin que se note, pasar página, confiando en que la proverbial memoria de pez haga el resto. Si no lo recuerda el votante, ya lo recordará por él algún telediario “de confianza” con imágenes de Franco, de Trump o del Nodo. Así el mal estructural permanece. Es como si la fachada del maltrecho edificio se encalara ocultando a la vista las profundas grietas que amenazan su ruina. La obsesión con sus vecinos más vandálicos impide caer en la cuenta del lamentable estado de la finca. Y lo que no se toca, por supuesto, tenderá a repetirse.

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El caso más emblemático de esta lógica fulanista fue el de Juan Carlos I. El monarca fue protegido durante décadas por un blindaje mediático, político y financiero que sólo comenzó a resquebrajarse cuando el sistema en su conjunto amenazó con colapsar. Mientras la economía crecía y la política repartía a su costa, nadie quería saber nada de lo que sucedía en las covachuelas de palacio. Advertir que la restauración democrática de 1978 estaba derivando en un “todo vale” implícito, donde incluso el jefe del Estado se permitía excesos con total impunidad, equivalía a lanzar una piedra contra el espejo donde todos se acicalaban.

Desde la restauración democrática, la lista de políticos con nombre propio que nos han robado, timado, mentido y avergonzado no ha dejado de crecer hasta alcanzar una longitud pavorosa. Puede que España no sea un país especialmente virtuoso, pero esta inagotable provisión de sinvergüenzas no se explica por la simple falta de virtud

Con la Gran Recesión de 2008 ese pacto tácito se rompió súbitamente. De pronto, el Rey pasó de intocable a chivo expiatorio. Como si hubieran descubierto que el Borbón no era un rey nórdico, lo entregaron con la misma naturalidad con que antes lo habían tapado.

Los mismos que callaron, ignoraron o encubrieron cayeron en la cuenta de que el Rey era una pieza que urgía amortizar. Y eso fue exactamente lo que hicieron: lo sacrificaron en el altar del sistema. No para reformarlo, sino para salvarlo. La maquinaria tenía que seguir girando. Y si para ello había que desmontar el engranaje dorado, se hacía. Después de todo, por importante que fuera, Juan Carlos I no dejaba de ser una pieza con recambio.

Algo parecido está ocurriendo ahora. Sánchez empieza a parecer ese electrodoméstico averiado que nadie quiere arreglar pero que sigue enchufado “por si acaso”. Y ahora que amenaza con hacer saltar los plomos, hay prisa por mandarlo al punto limpio. Durante años, el presidente ha gobernado con una acumulación de escándalos, abusos y prácticas antidemocráticas sin precedentes desde la Transición. Y sin embargo, hasta hace muy poco, ningún gran medio señalaba que lo que se estaba pudriendo no era sólo un liderazgo, sino una concepción entera del poder. Las polémicas se desviaban a lo cultural, a lo simbólico o a lo más chusco y grotesco. Pero lo esencial, la corrupción estructural, el secuestro institucional, la cultura política clientelar, quedaba prácticamente fuera de foco.

Es ahora, cuando el PSOE empieza a mostrar signos de implosión, que la crítica se ha desatado. Y no por convicción regeneradora, sino por necesidad de supervivencia. Como ocurrió con el Rey, Sánchez se ha vuelto una pieza demasiado cara para una máquina que ya no empuja como antes. La caza mayor ha sido, por fin, autorizada, pero no por un arrebato de ética, sino para preservar la maquinaria. No se trata de salvar al PSOE como partido, sino como engranaje. Y si para eso hay que arrojar a Sánchez a la hoguera, que arda.

El escritor Juan Soto Ivars lo resumía recientemente en televisión: muchos periodistas y medios que hasta hace poco defendían a Sánchez con vehemencia ahora lo atacan con una vehemencia igual o superior porque “el PSOE es una máquina de hacer dinero”. Y el negocio es el negocio. Hay que salvar al PSOE porque si no, ¿de qué vamos a vivir? Estoy de acuerdo con Ivars. Pero su conclusión se queda corta. No es sólo el PSOE. Es toda la política. España se ha convertido —con Sánchez como síntoma sublime, sí, pero no como causa— en un régimen donde todo es un negocio: por arriba, por abajo y por los márgenes. Donde no sólo los partidos, sino los medios, las grandes empresas y hasta los influencers sacan provecho de la descomposición. La putrefacción resulta rentable para demasiados.

En la mafia, el problema no era solo la avaricia de los capos, sino la cultura que los rodeaba. Una forma de vida, de dependencias vitales que lo impregnaba todo, desde el pequeño favor hasta el gran golpe. Algo similar ocurre aquí: lo verdaderamente grave no es sólo la voracidad de Sánchez y su banda, sino la naturalidad con la que se ha aceptado esa lógica. La dependencia capilar del sistema. Su extensión a todos los ámbitos. Su conversión en la rutina de la supervivencia.

La caída de Sánchez —si llega— no será necesariamente una victoria de la democracia. Puede ser, simplemente, un relevo algo más presentable para que todo siga igual en lo fundamental. Un engranaje de repuesto para la misma maquinaria. Probablemente, otra víctima propiciatoria para cuando sea necesario sacrificarla en el altar de los sagrados engranajes. Así se cerrará el círculo, como tantas otras veces, sin que se ponga el foco en lo evidente: que el peligro no es sólo el fulano de turno, sino el sistema que lo alumbra, lo engorda, protege y, finalmente, recicla.

En este sentido, recientemente Juanma Moreno, el presidente de la Junta de Andalucía, sacaba pecho. Ponía como ejemplo de éxito la alternancia que él había protagonizado en esa región. Una alternancia basada, según decía, en la moderación. Pero Bonilla confunde los términos, probablemente con toda intención. Lo que él llama moderación en realidad es inmovilismo. Le ocurre como a los que pregonan que la moderación al volante se reduce a conducir despacio. Pero no, consiste en saber conducir. Del mismo modo, la buena política no consiste en no meterse en líos, sino en saber hacer política… y, claro está, hacerla.

También Feijóo parece confundir moderación con inmovilismo. El presidente popular ha pedido a sus dirigentes territoriales unidad ante la celebración del congreso del PP: «Con Ferraz bocabajo, no interrumpas al enemigo». Esta es la consigna. Nada de desviar la atención con debates internos. Para Feijóo, como para Bonilla, la moderación consiste en no pisar charcos, quedarse quieto y dejar caer al adversario como fruta madura para cobrarse la alternancia.

Se supone que algo deberían haber aprendido del malogrado Mariano Rajoy que, en momentos sumamente dramáticos, usó como consigna inmovilista la cita mal atribuida a San Ignacio de Loyola: “En tiempos de tribulación, no hacer mudanza”. Y así hemos llegado donde estamos. Pero claro, citar bien exige leer más de dos líneas. Y eso ya no da “engagement”. La cita correcta es “En tiempo de desolación nunca hacer mudanza, mas estar firme y constante en los propósitos y determinación […]”. Loyola no decía que había que quedarse quieto, sino comprender el mal (desolación) para reaccionar y tomar la dirección correcta.

La corrupción sistémica no se depura con purgas individuales ni con golpes de timón mediáticos. Exige una regeneración institucional profunda: independencia real de jueces y fiscales, despolitización efectiva de los órganos de control, fin de las puertas giratorias, transparencia contractual y rendición de cuentas. Reglas iguales para todos. Nadie por encima de la ley. Estas deberían ser las ponencias del Congreso del PP… y también las de Vox.

Lo segundo, asumir que si la política ha degenerado en un negocio es porque muchos han aprendido a vivir del cuento. Al fin y al cabo, esto es lo que se ha incentivado. Y mientras eso no cambie, el sistema premiará al más sinvergüenza, no al más capaz. Una “cultura” que desgraciadamente trasciende la política.

Y lo tercero: empezar a llamar a las cosas por su nombre. No hay democracia posible si se tolera el engaño como norma. Ni libertad si se acepta que el Estado lo controle todo y lo robe todo. Ni dignidad si se permite que el país se gobierne como una sociedad limitada o, peor, como una familia mafiosa.

Desde la restauración democrática, la lista de políticos con nombre propio que nos han robado, timado, mentido y avergonzado no ha dejado de crecer hasta alcanzar una longitud pavorosa. Puede que España no sea un país especialmente virtuoso, pero esta inagotable provisión de sinvergüenzas no se explica por la simple falta de virtud. Esta anomalía tiene razones sistémicas. Así que ya está bien de fulanos. Es hora de tocar la máquina.

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