Quien no se emociona no existe, tampoco es bien visto, pero además de emocionarse tiene que evidenciarlo, solo así parece una persona sensible, cercana y solidaria con el dolor y la desgracia propia o ajena. Hace apenas unas décadas era todo lo contrario, manifestar las emociones significaba debilidad y flaqueza, de modo particular si lo hacía un hombre.

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Muchas generaciones han sido instruidas y educadas en los fundamentos racionales, la enciclopedia fue el referente y Gutenberg el canon. La era de la imprenta creció y maduró con la palabra que «toca» y desarrolla de modo particular el hemisferio derecho, racional y abstracto.

Con el siglo XXI llegó la neurociencia. El cerebro, eso que cabe en la palma de nuestra mano, que apenas pesa kilo y medio, que tiene un billón de neuronas y más de un trillón de conexiones es todavía un enigma para la ciencia. Un estudio liderado por la Universidad de California, San Diego, señala con precisión la parte exacta donde se produce el procesamiento de las emociones, un pequeño pero complejo laboratorio de combinaciones químicas.

Hoy los relatos publicitarios, series, informativos, plataformas como Netflix, Sky, Amazon, HBO, los vídeos de YouTube, están fragmentados en el reino de la brevedad y del impacto. Instagram estrenó hace dos años “Shield Five”, una serie de 28 episodios con solo quince segundos por capítulo. La narración ha saltado en cientos de pedazos que pueden volar por las redes, su dimensión viral lo es en función de su componente emocional.

La atención es más difícil de atrapar que nunca, bombardeada a diario por miles de estímulos

La atención es más difícil de atrapar que nunca, bombardeada a diario por miles de estímulos que apelan al otro lado del cerebro, el “emocional y límbico”. El más primitivo, el que empuja los impulsos y las pasiones. Ahí estamos, en la era de la emoción. En nuestra retina permanecen deportistas que  lagrimean, políticos que lloran, lo hemos visto con Trudeau, Obama, Berlusconi o, en España, con Esperanza Aguirre, además de artistas, actores  que se emocionan y lo evidencian de modo muy visible en público.

Los sucesos, atrapados y amplificados por los medios de comunicación y las redes sociales se convierten en productos emocionales donde todo vale.  Según la consultora Graphext, el relato de Diana Quer ha generado solo en sus dos primeras semanas, más de 33.000 mensajes en Twitter. Las noticias han sido compartidas 400.000 veces en Facebook. Las palabras más repetidas han sido asesino, cadáver, guardia civil, desaparición. La semana del 7-11 de Enero de este año, cuando la noticia estaba en el pico de audiencia, hubo 6.800 noticias en la prensa española, y su nombre solo fue superado en los buscadores por Trump y Messi.

El éxito de «Operación Triunfo»

Es evidente que fascinan estas noticias, que estos sucesos atraen, aunque en las encuestas no reconozcamos los que vemos y  mintamos crónicamente, pero los datos de audiencia  son tozudos, y sus números no engañan. Operación Triunfo fue el programa más visto en la televisión generalista española el año pasado. Según los datos de Kantar Media, la final del concurso en 2017, retuvo en la pantalla a 3.925.000 espectadores, con un 30,4% de audiencia, una barbaridad para el mercado audiovisual tan competitivo y segmentado que tenemos. El audio de Aitana confesando su amor por Cepeda ha ocupado numerosas portadas. Amaya conmueve porque  conquista España con su naturalidad y cercanía, “vemos sus logros y los sentimos como propios.”

Estamos ante una televisión globalizada, uniformada y clonada culturalmente en sus formatos y contenidos

Desde que en España comenzaran los reality show a inicios de los noventa, proliferan los formatos y subgéneros, que no han cesado de crecer y multiplicarse como amebas. Ciertamente, este tipo de televisión refleja unos gustos de la audiencia, e incentiva una disposición emocional fácilmente manejable. Estamos ante una mirilla con poder y sin pudor. Una televisión globalizada, uniformada y clonada culturalmente en sus formatos y contenidos. Una televisión encajada en una cadena que se retroalimenta con sus galas, crónicas rosas donde los participantes cuentan su experiencia vital y emocional, una fiesta íntima a voces en formato celebrity. Puesta en escena de la “era de la simulación” que dijera Baudrillard y que Eco describiera en su “Número Cero”, como el “síndrome del complot  que nos invade”.

La seducción de los estímulos negativos

En este circo de emociones, parece que los estímulos negativos seducen particularmente. La empatía por las víctimas y el deseo de justicia o venganza “colorean” este tono negativo muy humano. Los estudios confirman que las personas reaccionan antes y de modo más intenso frente a  estímulos negativos. Incluso se observa que el parpadeo es más rápido  y más voraz con la estimulación.

Las narrativas necesitan rostros y conflictos para que sus lectores y espectadores sonrían y lloren, sientan y se emocionen

Las narrativas necesitan rostros y conflictos para que sus lectores y espectadores sonrían y lloren, sientan y se emocionen, y esto sucede cuando hay imágenes visuales o sonoras que provocan las emociones. Pero cuando hablamos de relatos informativos preguntémonos si son necesarias esas imágenes, si añaden algo al contenido, si contextualizan o completan,  o si solo simplifican y banalizan la información.

Es muy fácil conducir a la masa, y crear una tendencia y una opinión, bien en el fragor violento del suceso que se convierte en relato, o en el efecto balsámico de la noticia amable, condescendiente, que nos hace sentir a todos un poco más buenos y un poco menos culpables. Es difícil imaginarse un telediario sin los deportes y el tiempo en su cierre, o la noticia y crónica de una catástrofe sin el socorro a las víctimas con la intervención final de una ONG.

El uso de una imagen para emocionar puede facilitar el compromiso ético frente a la barbarie, pero acompañar los datos y la información con imágenes que buscan emocionar  implican un compromiso con la ética y la inteligencia del público. Otra cosa es crear una opinión solo desde lo obvio y el estereotipo.

El sentimentalismo tóxico

Anthony Daniels, psiquiatra británico, describe con precisión lo que denomina “sentimentalismo tóxico”, donde el culto a la emoción pública está infectando nuestra sociedad. “Buscamos la simplicidad en aras de una vida mental más tranquila, el bien absolutamente bueno; el mal, totalmente malo; lo bello, enteramente bello»

Desde las emociones al sentimentalismo tóxico hay un corto, cómodo y tentador paso, el tránsito de lo privado a lo público

Desde las emociones al sentimentalismo tóxico hay un corto, cómodo y tentador paso, el tránsito de lo privado a lo público. Pero es un paso que tiene sus consecuencias, porque la expresión pública de los sentimientos pide una respuesta a los demás, las lágrimas provocan una reacción y tienen unas consecuencias. Señala el psiquiatra británico que «existe algo coercitivo o intimidatorio en la expresión pública del sentimiento».

Cuidado, no discuto la existencia de las emociones y sentimientos, la pregunta es cómo, cuándo y hasta dónde se deben expresar estas emociones y sentimientos. Convendrán conmigo que la expresión debe ser acorde y proporcional al contexto y las circunstancias en que se produce. Lo que está permitido y es digno en la intimidad, también es rechazable ante extraños. Pero claro, no estamos en la frutería, las emociones y sentimientos no se miden o pesan por kilos, aunque sabemos cuando una demostración de las emociones es excesiva, como también sabemos cuando una circunstancia concreta precisa sus emociones y su expresión.

Es muy fácil creer que sufre más quien así lo expresa y lo manifiesta con más insistencia y vehemencia. Curiosa paradoja, no valoramos el sufrimiento y a su vez, nos sentimos obligados a ejercer la compasión y la autocompasión, señala Daniels. No cabe duda que “estar junto” a los pobres, marginados y enfermos ennoblece nuestra moral, “la autoridad no procede solo del sufrimiento (que también), es la respuesta a ese sufrimiento”.

La no distinción entre lo público y lo privado empobrece la vida, banaliza los sentimientos y mercantiliza las emociones

La no distinción entre lo público y lo privado empobrece la vida, banaliza los sentimientos y mercantiliza las emociones. El espacio íntimo y privado es parte de la persona, de su identidad, la colectivización de ese territorio mediante la banalización de las emociones es un ataque frontal a la dignidad del individuo. El aplauso social para quien manifiesta sus emociones, y la estigmatización de quien no lo hace, sí es una discriminación.