Los CRS antidisturbios, bajo una lluvia de proyectiles, se disponen a asaltar una de las decenas de barricadas que han levantado los estudiantes –arrancando más de cien árboles y desadoquinando calles enteras- en el Barrio Latino. De pronto, un comandante de mediana edad se hace a un lado y rompe en lágrimas. Acaba de reconocer a su hijo entre los indignados (enragés, “airados”, era el término con que se autodesignaban los revoltosos de Mayo del 68, y no es el único paralelismo con nuestro 15-M). Como los demás, le está llamando “¡cabrón!” (salaud).
Es un suceso real, y lo relata Jean-Pierre Le Goff en su espléndido Mai 68. Salauds! era, en efecto, el epíteto más suave que dedicaban los muchachos del 68 a la generación de sus padres. El periódico Hara-Kiri, precursor de Charlie Hebdo (con los mismos dibujantes, algunos muertos en el atentado de 2015: Cabu, Wolinski, Gébé, etc.) y órgano humorístico oficioso de la doctrina sesentayochista, se especializó en la caricatura del francés medio, representado como un ser iletrado e imbécil, ovinamente sometido al “sistema”, satisfecho con su pisito, su autocaravana y su mujercita que ya tiene lavadora y va a la peluquería: “les ploucs illettrés”, “la chienlit vacancière”, o simplemente “les cons”.
Mayo del 68 fue una kermesse violenta de hijos de papá que despreciaban los valores y el modo de vida de la generación anterior
Les cons significa “los gilipollas» o «los huevones”. Mayo del 68 fue una kermesse violenta de hijos de papá que despreciaban los valores y el modo de vida de la generación anterior. Una generación que había conocido los dramas de la primera mitad del siglo XX: la derrota frente a los nazis, la ocupación, la esforzada reconstrucción, las guerras de Indochina y Argelia… Cerrado el asunto argelino en 1962, estabilizado el régimen democrático bajo la égida de De Gaulle, rejuvenecida la población con una fecundidad de tres hijos por mujer desde 1945, encarrilada la economía en una senda de crecimiento espectacular (5% anual en los 60), la historia francesa parecía haber llegado a un final feliz de progreso constante, paz social y universalización del bienestar. Uno de sus frutos fue la extensión de la educación superior: el número de universitarios pasó de 200.000 en 1958 a 500.000 en 1968.
Pero esa generación elevada a la cultura y el confort por los sacrificios de sus padres decidió que éstos eran cons (“papá apesta” y “muerte a los gilipollas” eran algunos de los eslóganes difundidos por L’Enragé, el órgano ciclostatilado de los okupantes de la Sorbona y del teatro Odéon). Los disturbios de mayo habían empezado en realidad en marzo, y precisamente en Nanterre-París X, la nueva universidad modelo, recién creada por la exitosa Quinta República: una verdadera “ciudad universitaria” donde los jóvenes eran cómodamente alojados y tenían a su disposición campos de deportes, aulas modernas y grandes bibliotecas. Pero, ay, se sentían muy desgraciados.
El best seller del pre-68 fue De la miseria en el entorno estudiantil, considerada bajo todos sus aspectos económicos, políticos, psicológicos, sexuales y especialmente intelectuales (1966), de Mustapha Khayati, miembro de la “Internacional situacionista” de Guy Débord. Aunque quien mejor captó el aire de los tiempos fue Raoul Vaneigem en su Tratado del saber vivir para uso de la joven generación: “Trabajar para sobrevivir, sobrevivir consumiendo y para consumir: el ciclo infernal nos ha atrapado”. En la sociedad del bienestar “la garantía de no morir de hambre se compra al precio de morir de aburrimiento”. Sí, hemos triunfado sobre la guerra, la peste y la escasez… pero el resultado es el tedio: “Ya no hay Guernica, ya no hay Auschwitz, ya no hay Hiroshima. ¡Bravo! Pero, ¿y la imposibilidad de vivir, y la mediocridad asfixiante, y la ausencia de pasión? […] ¿Y esta manera de no sentirnos verdaderamente nosotros mismos [tout à fait dans sa peau]?”.
Mayo del 68 pasa por una revolución neomarxista o una mutación del marxismo (que encuentra en los jóvenes existencialmente insatisfechos el sujeto revolucionario que ya no puede encontrar en la clase obrera). Y sí, el movimiento usó un lenguaje vagamente marxista –denunciando sin cesar al “sistema” y “el capitalismo consumista”-, colgó pósters de Mao y el Che en las estatuas de la Sorbona, y los grupúsculos neoleninistas intentaron secuestrarlo (de hecho, la ultraizquierda iba a vivir una edad de oro en el post-68, durante toda la década de los 70).
Pero la verdadera entraña del 68 no fue precisamente socialista, y estaba en realidad más cerca de cierto ultraliberalismo anarcoide-hedonista. Los sesentayochistas más lúcidos se daban cuenta: para ellos, los comunistas eran también vieux cons. Khayati, en su tratado de la “miseria estudiantil”, se refiere a “los bolcheviques resucitados” como “vestigios del pasado que de ningún modo anuncian el porvenir”. Los viejos comunistas son demasiado ceñudos, no saben gozar, sacrifican el placer personal al ideal colectivo: “[Es preciso] erradicar de la acción revolucionaria la tentación judeo-cristiana de la abnegación y el sacrificio. Comprender que la revolución no puede ser sino un juego que todos sientan la necesidad de jugar” (Cohn-Bendit en El izquierdismo [sesentayochista], remedio a la enfermedad senil del comunismo, título ya de por sí revelador, 1969).
He ahí la gran contradicción del 68: bajo un lenguaje socialista, se introdujo en realidad el culto intransigente al yo y sus deseos, el individualismo más desaforado
He ahí la gran contradicción del 68: bajo un lenguaje socialista, se introdujo en realidad el culto intransigente al yo y sus deseos, el individualismo más desaforado: “El objetivo de esta revolución es poner la sociedad al servicio del individuo, y no el individuo al servicio de la sociedad. Todos los marcos de la futura civilización […] serán edificados con un único criterio: la realización [épanouissement] del individuo” (L’Enragé). Los sesentayochistas reivindican la emancipación del sujeto frente a cualesquiera normas morales e instituciones tradicionales, abriendo así el camino a una sociedad basada en la autonomía personal absoluta y el principio del placer: “Vivir sin tiempos muertos y gozar sin trabas”, “Vivir el presente”.
Bajo una retórica socializante, a los sesentayochistas les interesa en realidad el ámbito privado: la moral sexual, la deconstrucción de la familia, la exploración de nuevos estilos de vida superadores de la “mediocridad” burguesa. Las instrucciones revolucionarias de Cohn-Bendit incluyen muy significativamente las de: “Encuentra nuevas relaciones con tu amiguita, ama de otra forma, rechaza la familia”. El semanario Tout, otro de los portavoces del sesentayochismo, denuncia constantemente “el chantaje moral de la familia”: “la familia es la tapadera opresiva que condena nuestros deseos a la ebullición”. ¿Acaso no habían empezado los disturbios de Nanterre por reivindicaciones libidinales (los estudiantes varones se sentían “oprimidos” porque no se les permitía el acceso a las residencias universitarias femeninas)? Cuando, en enero del 68, el ministro de la Juventud François Missoffe había visitado Nanterre para conocer las quejas de aquella juventud inquieta, Cohn-Bendit le espetó: “He leído su libro blanco sobre la juventud, y no trata el tema de la sexualidad”. El ministro estuvo rápido y le recomendó que se chapuzara en la piscina fría para atenuar sus ardores. Los enragés, naturalmente, calificaron su respuesta de “fascista”.
La costumbre de llamar “fascista” al discrepante ha sido uno de los legados más persistentes del 68
La costumbre de llamar “fascista” al discrepante ha sido, por cierto, uno de los legados más persistentes del 68. Los secuaces de Cohn-Bendit fascistizarán incluso al decano Grappin, un hombre de la izquierda ilustrada que había conocido los calabozos de la Gestapo. Uno de los ingeniosos lemas de Mayo será “CRS = SS”, lo cual exasperará a algunos policías que, por edad, habían sufrido el verdadero nazismo. Al grito de “¡fascistas!”, los soixanthuitards interrumpirán clases y ocuparán dependencias universitarias:
– “Viejo carcamal, ¿condenas el imperialismo?
– Pero, señores, les prohíbo tutearme; y además, ¿qué relación tiene el imperialismo con la lección de hoy?
– Ninguna, precisamente. Es asqueroso que nos des el coñazo con las lenguas muertas, mientras que el imperialismo…”.
Los niñatos de Nanterre y el Barrio Latino triunfaron. No política ni económicamente: De Gaulle arrasó en las legislativas de junio de 1968, y las fábricas no pasaron a manos de sóviets. Pero ni la política ni la economía les interesaban realmente a los soixanthuitards; lo que querían era “cambiar la vida”. Y la vida cambió. Sus valores liberacionistas y hedonistas se extendieron capilarmente en la sociedad, convirtiéndose en el nuevo código moral por defecto. Sucesivas reformas legislativas introdujeron en la primera mitad de los 70 el divorcio por mero acuerdo de las partes, el aborto legal, la libre disponibilidad de anticonceptivos…
De “El último tango en París” a “Emmanuelle”, el cine de los primeros 70 nos devuelve la imagen de una sociedad obsesionada por la liberación sexual. El sexo prematrimonial, la pareja de hecho y el frecuente cambio de partenaire se convirtieron en norma, desplazando a la familia clásica execrada por los enragés. La nupcialidad y la natalidad se hundieron: los huecos demográficos serían llenados por inmigrantes musulmanes (que los sesentayochistas de Charlie Hebdo terminaran asesinados por yihadistas tiene algo de terrible justicia poética). Surgió una generación que, para romper el “ciclo infernal casa-metro-trabajo [dodó-métro-boulot]”, se gastaba los ahorros en viajes a Bali o el Caribe, en lugar de guardarlos para la jubilación o para dejar algo a los hijos (not least, porque ya apenas se tenían hijos).
La nueva pedagogía asumió la idea sesentayochista de que la escuela deben ser “crítica” y no existe para transmitir saber (un saber siempre represivo, según Michel Foucault), sino para permitir al niño expresar su personalidad. Los antisistema de 1968 se convirtieron en los dueños de la cultura y el corazón del establishment: Daniel Cohn-Bendit no ha dejado de pisar moqueta de despacho oficial en los últimos treinta años (desde 1994, la del Parlamento Europeo).
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