Muchas de las cosas que ocurren en la España de comienzos del siglo XXI muestran un inequívoco aire de tribalismo cultural. Como no acertemos a ponerle coto acabaremos en taparrabos, eso sí cada uno el de su aldea. Me fijaré en tres características indiscutibles del proceso: el empeño en poner límites a lo que se considera extraño, el rechazo a cualquier forma de pluralidad y la apuesta por el miedo como mejor recurso político.
España está cada vez más dividida, eso es algo innegable: hay varias regiones en claro proceso de secesión, se rechazan y vituperan los símbolos comunes, se pretenden recuperar e imponer como joyas de las que el mundo debiera sentirse orgulloso lenguas peculiares y cualquier intento de convocar a la solidaridad interterritorial o de empeñarse en proyectos nacionales debe pasar primero por la estrecha aduana del interés del terruño que se escandaliza de manera violenta en cuanto cree advertir que ha sido pospuesto y, en la opinión de los caciques, siempre lo ha sido.
Cualquier poder político tiene que elegir entre inspirar miedo o suscitar esperanza, pero el miedo tiene frente a la esperanza, la misma ventaja que la mentira frente a la verdad: es un catalizador mucho más efectivo del comportamiento colectivo
Si, por ejemplo, hay una unión de dos bancos con diferentes sedes regionales enseguida surge la protesta de los mandamases de una de ellas que entienden que la fusión no se ha hecho de manera equitativa. Si se ha de instalar una sede de cualquier tipo de institución nacional lo primero que se hace es medir los inconvenientes y, si parecen ser mayores que las ventajas, se protesta de forma airada por la interferencia de Madrid en el fuero propio. Por todas partes se cultiva un intenso afán por reverdecer fronteras y cualquier ciudadano podría poner ejemplos del desbarajuste burocrático que se organiza a nada que un españolito de a píe tiene un problema en región distinta de la suya.
Esta fuerte infección de tribalismo, pues no es otra cosa, tiene que ver, sin duda, con el florecimiento de clases políticas muy mediocres que han visto en el particularismo, en la explotación de cualquier nosotros contra todo ellos, la mejor forma de consagrar su dominio sobre el terruño al que quieren unido frente a las agresiones del universo mundo pero, en especial, contra cualquier forma de influencia que recuerde la existencia de una patria común que está por encima de sus mezquinos horizontes. La consecuencia inmediata de este dominio es el intento de combatir cualquier forma de pluralismo como un disfraz del enemigo y justo es reconocer que, en este punto, el tribalismo español está en línea de una tendencia, por desgracia, universal, el intento de presentar la libertad y la razón como formas ocultas de opresión.
Algunos intelectuales se asombran todavía de que las izquierdas puedan dedicarse a encabezar esta clase de tendencias que buscan acabar con la ciudadanía plural para someterla a un tribalismo sin fisuras, pero ya es hora de que algunos despierten y caigan en la cuenta de que hace ya más de un siglo que el proyecto de instaurar una sociedad sin clases en el mundo entero ha perdido cualquier verosimilitud y que, a cambio, se ha abierto paso una clara tendencia a unir los atractivos, por llamarlos de alguna manera, del socialismo con el encanto indudable del tribalismo localista.
El tercer elemento en este coctel aldeano lo proporciona la utilización del miedo como elemento aglutinador. El miedo es un potente modificador de conductas, tal vez el que atesore la mayor capacidad de movilización colectiva. Cualquier poder político tiene que elegir entre inspirar miedo o suscitar esperanza, pero el miedo tiene frente a la esperanza, la misma ventaja que la mentira frente a la verdad: es un catalizador mucho más efectivo del comportamiento colectivo, se transmite de manera chapucera pero muy efectiva, actúa de forma mucho más intensa en los afectados y llega más lejos en mucho menos tiempo. Aquí la colaboración de los medios de comunicación social es decisiva, porque el miedo vende mucho mejor que cualquier buena noticia a la que siempre se acaba mirando de manera sospechosa.
Muchos gobiernos han encontrado en la pandemia, por poner el ejemplo más a la vista, una plataforma en extremo eficaz para ampliar sus poderes y sustraerse a cualquier control porque el miedo a morir hace que mucha gente se olvide de hacer las consideraciones más obvias, además de que la capacidad para hacer cálculos elementales no es virtud muy extendida. Como ha explicado Javier Benegas en The Objective, “Las amenazas perpetuas son rentables para los medios de información, pero aún más para los partidarios de la política expansiva”, en especial si se pueden cultivar con un bombardeo constante de las noticias más truculentas aderezadas con las predicciones de esa clase de expertos que jamás se ven desacreditados porque sus previsiones se vean desmentidas una y otra vez.
El miedo en su forma más elemental conduce al refugio, a no exponerse, a fiarse del cercano y sospechar del extranjero, justo lo que necesitan los gobernantes de aldea para apretar el dogal que colocan en el cuello de sus súbditos, porque en la tribu no hay ciudadanos libres sino jefes y mandados.
McLuhan habló hace tiempo de la aldea global, de cómo la costumbre de recibir las noticias como si fuera algo que han visto nuestros propios ojos hace que se olvide que cualquier información ha sido elaborada de muchas maneras que no siempre son ni inocentes ni suficientes, de manera que las imágenes pueden ser tanto o más mentirosas que las palabras del embustero. Cuando la televisión no dejaba que viésemos los ataúdes en la cúspide mortífera de la pandemia no trataba de evitarnos un mal rato, nos engañaba haciéndonos creer que el poder nos protegía y por eso era bueno no salir de casa sin permiso.
La justificación política de la extraordinaria distribución horizontal del poder que se ha hecho en España nos hablaba de la cercanía del poder a la sociedad, de su empeño en servir mejor. Por desgracia hemos visto muy poco de eso y estamos padeciendo un proceso de disgregación que lleva consigo que no se puedan exigir responsabilidades a nadie porque todo el mundo tiene un chivo expiatorio a mano. El último ejemplo de ese proceso ha sido la insólita conducta del Gobierno al inventarse una cogobernanza que ha permitido a Pedro Sánchez esquivar sus responsabilidades en una situación que nada tiene que ver con las autonomías, pero que ha permitido a los poderes tribales sacar pecho y a unos y otros saltarse la Constitución y las leyes más comunes con la excusa de un miedo razonable pero que los poderes quisieron convertir en pánico, del mismo modo que intentarán que nunca nos abandone porque han visto que en ese clima se gobierna mejor cada una de las tribus en que quieren confinarnos.
Foto: Gioele Fazzeri.