La imagen de las mujeres embarazadas, cotidiana hace muy poco, se ha vuelto escasa. La contemplación de una madre con la mano sobre su tripa, en un primer cariño tras el que vendrán muchos, es una experiencia esperanzadora y reconfortante. Pero la vemos cada vez menos, y no es sólo porque nos estemos mirando a nuestra mano derecha.

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La tasa de fertilidad de los países avanzados es cada vez menor. Avanzado nunca ha sonado tan a participio pasado. Progreso, avance económico y crecimiento demográfico siempre fueron de la mano. Pero eso ha cambiado. Hemos pasado por una segunda transición demográfica. La primera habla del cambio que se produjo de la mano de la industrialización. En la era preindustrial, la tasa de fertilidad y de mortalidad eran altas. Los avances en la riqueza, de la mano del capitalismo, hicieron que la mortalidad cayera de forma importante, pero todavía no la natalidad, o no de forma igualmente acusada. Ello permitió un crecimiento acelerado de la población.

Los sistemas de jubilación podrían tener que canalizar hasta el 50 por ciento de los ingresos laborales para financiar un aumento de 1,5 veces en la brecha entre el consumo agregado y los ingresos de los mayores

En una segunda fase, la natalidad comenzó a caer de forma sostenida. Y ahí seguimos. Sólo que ha caído tanto que está por debajo de la tasa que permite un mantenimiento de la población. Medido en número de hijos por mujer, la tasa que permite mantener la población está en torno a los 2,1 de media. La media mundial, según el Banco Mundial, es de 2,3 en 2022. China tiene una media de 1,2 hijos por mujer. Y allí hay menos mujeres que en otros países. Es la misma tasa que España, por cierto. La media de los países de la OCDE es de 1,6, 1,4 para la zona euro. Y a la cabeza de la natalidad están los países sudafricanos: Níger, Chad, Somalia, República Democrática del Congo, República Centro Africana, Mali…

Medido en número de nacimientos por 1.000 personas, Suecia se mantuvo por encima de los 30 alumbramientos al menos desde 1751 y hasta 1867. En la última década del siglo XIX comienza la caída en la tasa de natalidad, todavía cerca de los 30 nacimientos, hasta los datos del año recién acabado, cuando esa tasa cae a 9,19. España no llega a los 7. China está en 6,22. La tendencia al descenso es constante, y sólo se le atisba un final porque no puede llegar a ser negativa.

Siempre es engañoso ver las cuestiones sociales como “problemas”. Estrictamente hablando, no los hay. Y, desde luego, no hay “soluciones”. A lo que nos enfrentamos es a situaciones que pueden mejorar o empeorar. Nada más. Pero podemos considerar que la caída en la natalidad es algo que podemos, y debemos mejorar.

Una parte de la opinión ha dado con la solución. Con su solución. La de ellos. Miran al mundo tan de lejos, que más allá del mapa físico del globo no son capaces de fijar la vista. No existen las fronteras, claro, pero tampoco existen las personas; sólo grandes masas de gente, que podemos acompañar de un punto del mundo a otro.

La libre migración tiene enormes ventajas desde este punto de vista global. Si queda todo el paisaje humano mezclado, acabará siendo indistinguible de un punto del globo a otro. Habrá zonas más densamente pobladas que otras, pero alcanzaremos por fin ese ideal de contar con una única raza.

Y ya sabemos que el término raza es ambiguo. Estrictamente hablando, se refiere a algunos rasgos visibles, que no están acompañados de ninguna distinción fisiológica; no digamos humana. Pero como todo grupo humano está adherido a una cultura, que en realidad lo define, el término “raza” también puede tener una connotación cultural. Pues bien, también en este sentido hay un ideal de hallar una raza única, ecléctica, desasida de la historia, perdida en el tiempo, en un camino sin dirección ni sentido, del que acabarán rescatándonos nuestros amados líderes con una ideología para gobernarnos a todos.

Bien, mucha suerte con ello. La cultura está mucho más adherida de lo que pueda parecer. Se puede esconder, derrotada por pueblos extraños, durante siglos. Pero vuelve a emerger.

Pero hay otra forma de acercarse a esta situación, que es intentando fomentar la natalidad precisamente de aquéllas sociedades en las que más ha bajado. Parece lógico, cuando además son sociedades prósperas, y lo son precisamente por adoptar ciertos valores morales y ciertas instituciones que les han conducido a ello.

Uno de esos valores, por cierto, es la natalidad. McKinsey ha publicado un informe que advierte de que la caída en la natalidad puede tener efectos económicos muy claros. Primero, toma nota de las tendencias actuales: “Dos tercios de la humanidad viven en países con una fecundidad inferior a la tasa de reemplazo de 2,1 hijos por familia. Para 2100, la población de algunas de las principales economías se reducirá entre un 20% y un 50%, según las proyecciones de la ONU”.

Es más, “las personas mayores representarán una cuarta parte del consumo mundial en 2050, el doble que en 1997. Los países en desarrollo aportarán una parte cada vez mayor de la oferta de mano de obra y del consumo mundiales, por lo que su productividad y prosperidad serán vitales para el crecimiento mundial”.

La novedad, en el informe de McKinsey, es el estudio que han realizado sobre las consecuencias económicas de este declive demográfico: “En los países de la primera ola de las economías avanzadas y China, el crecimiento del PIB per cápita podría ralentizarse un 0,4% anual de media entre 2023 y 2050, y hasta un 0,8% en algunos países, a menos que el crecimiento de la productividad aumente entre dos y cuatro veces o que la gente trabaje entre una y cinco horas más a la semana”.

Es decir, que el descenso en la natalidad resta capacidad de crecimiento de la sociedad. Y podemos vernos abocados a darle la vuelta a otra tendencia secular, y que por el momento no remite: el descenso en el número de horas trabajadas por año. Podemos evitar trabajar más y aún así mantener el crecimiento, incluso con una población en descenso. Para ello, nos dice el informe, tendríamos que hacer que la productividad creciese más deprisa. Olvídense de la Unión Europea.

Otra consecuencia de este menor crecimiento es que “los sistemas de jubilación podrían tener que canalizar hasta el 50 por ciento de los ingresos laborales para financiar un aumento de 1,5 veces en la brecha entre el consumo agregado y los ingresos de los mayores”. Y advierte: “Países de la última ola, tomen nota”.

Esta tendencia tiene algo de tragedia griega, en la que los protagonistas, que somos nosotros nos enfrentamos a un destino amargo que no podemos evitar. O quizás sí. Pero soy incapaz de imaginar qué nos puede sacar de esta melancolía demográfica que nos aqueja.

Foto: Brandon Day.

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