Desde un punto de vista convencional, para la mayoría de nosotros existiría una especie de abismo moral entre dos personajes imaginarios, el primero alguien que se empeñase, por pura vanidad, en que le den un Premio Nobel, el segundo alguien capaz de parar la guerra en Gaza, romper los moldes diplomáticos y conseguir un alto el fuego con visos promisorios obligando, de alguna manera, a Netanyahu y a Hamas a negociar el comienzo de una nueva etapa.
Como habrán adivinado, la gracia de este asunto está en que esos dos personajes un tanto antitéticos conviven con cierta normalidad bajo la pelambre de un sujeto que es, además, el presidente de los EEUU de América. Para mí este contraste humano es comparable, en su esfera, al que existe entre las dos Chinas, la urbe turbocapitalista que parece querer llegar a la cumbre de todo y un Estado totalitario dirigido con mano férrea por un partido comunista, pero estas cosas pasan y eso nos obliga a caer en la cuenta de que, por muchos que sean los méritos de la lógica, la experiencia de lo singular los supera de manera continua.
Frente a la política entendida como el arte de hacer que se hace algo que no se hace o como la forma de llegar al poder y sentarse a disfrutarlo, el viejo Trump no ha perdido ni cinco minutos en poner manos a la obra
El caso de Trump está lleno de interés para nosotros porque, aunque no hayamos participado en su elección, somos, nos guste o no, muy dependientes de sus decisiones. Lo más seguro es que no podamos apostar a ninguna carta cierta sobre lo que Trump vaya a hacer, bien sea porque, como dirían muchos, es bastante probable que no lo sepa él mismo, bien sea porque no acertamos a calibrar con cierta precisión lo que significa la irrupción política de un tipo tan poco convencional.
Yo mismo, que según mis amigos soy más de derechas que el palo de la bandera, he escrito en varias ocasiones para rasgarme las vestiduras ante la montonera de torpezas que, a mi gusto, ha cometido, y seguramente cometerá, este buen señor y participo plenamente de la muy extendida opinión de que con la elección de Trump nos ha caído una buena. Su sañuda manera de perseguir a quienes tiene por adversarios, véase lo que pretende hacerle a Bolton, su frivolidad frente al zarismo agresivo de Putin, su desprecio a normas elementales de cortesía, por ejemplo, no llamar idiota a tu antecesor en el cargo, me han llevado a tener la peor opinión posible sobre Trump.
Si a ello se añade que, según bastantes observadores, hay rasgos comunes en la actitud política y personal del señor Trump y la de nuestro apuesto presidente del Gobierno, se comprenderá que la mayoría de mis pensamientos dirigidos a Trump son de los que se pintan en los tebeos mediante globos de conversación repletos de rayos y culebras.
Siento, sin embargo, la obligación de encontrar en Trump algunas virtudes porque me cuesta entender que un personaje tan burdo y elemental como tendía a suponer haya ganado, en primer lugar, las elecciones en los EEUU y esté llevando a cabo, como lo hace, acciones que resultan beneficiosas para los estadounidenses y para muchos ciudadanos de este mundo tan loco y desvencijado. El silencio a las armas en Gaza no es un asunto menor, desde luego, pero no es esto únicamente lo que mueve a creer que nos convendría repensar su figura.
Lo primero que rehabilita, relativamente al menos, a Trump ante mi opinión es que se trata de un gobernante que está dispuesto a hacer lo que cree que hay que hacer sin detenerse ante obstáculos que le parecen muros de papel. Se equivocará muchas veces, no me cabe duda, se saltará normas casi sagradas en cuanto se descuide y todo esto está muy mal, pero lo que no ha hecho es sentarse en la Casa Blanca para mirarse al espejo y darse besos en la cara, sin duda lo hará también, pero se dedica, sobre todo, a poner en práctica sus ideas que son las que le granjearon los votos de una cierta mayoría de ciudadanos de los EEUU.
Trump está en la Casa Blanca para tratar de cambiar muchas cosas en los EEUU y en el mundo y esos cambios no salen de ninguna estrategia fingida o de unos propósitos ocultos o difíciles de imaginar, sino que son, desde la a hasta la z, los que dijo que acometería si le hacían presidente y por eso le dieron el voto de una manera bastante amplia.
Frente a la política entendida como el arte de hacer que se hace algo que no se hace o como la forma de llegar al poder y sentarse a disfrutarlo, el viejo Trump no ha perdido ni cinco minutos en poner manos a la obra. Resultará desconcertante o meterá la pata, pero lo que es seguro es que hará algo notable y que dé para hablar largo y tendido.
No sé si les he dicho que Trump miente con bastante soltura y que ha encargado a quienes lo apoyan que elaboren las justificaciones pertinentes, pero la mentira no es ninguna novedad en política y, en realidad, sólo perjudica gravemente a quienes abrazan las mentiras de su adorado líder con un entusiasmo inextinguible. Los demás, los que somos capaces de distinguir una mentira incluso bastante de lejos no nos dejamos engañar con facilidad, o eso creemos, y en balance final, asumimos que la mentira puede conllevarse como un costo inevitable de la política mientras no se convierta en el ápice de un sistema de control y policía del pensamiento.
Trump es de derechas, de esto no cabe duda, pero de una derecha que actúa como lo hacen en Europa las izquierdas, que va a procurar que las transformaciones que cree necesarias se pongan en práctica cuanto antes. A mí esto me parece admirable, siempre que se haga con respeto a las reglas constitucionales básicas, pero como español no dejo de pensar lo bien que estaría que nuestras derechas se hiciesen un poco trumpianas, en el fondo, mejor que en las formas, porque me temo que estén aquejadas de una enfermedad moral que consiste en que, a base de ser tolerantes y modernos, se convierten en nada aunque conserven, eso sí, la convicción de que quienes profesamos ideas políticas que a ellos les suenan tengamos la obligación de votarles… aunque sea para no hacer nada.
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