El asesinato de Charlie Kirk no es sólo la muerte violenta de un polemista conservador: es un golpe a la propia noción de civilidad. Y lo es porque se enmarca en un clima cultural en el que la violencia parece ir ganando carta de legitimidad, siempre y cuando se invoque un bien “superior” que la justifique.
Durante años, la caricatura mediática lo redujo a un agitador juvenil, un “influencer de derechas” al que bastaba ridiculizar para no tener que responderle. Kirk era un provocador cruel con un único fin: hacer mofa del adversario. Pero detrás de ese retrato interesado había un polemista mucho más incómodo y desafiante: un hombre sin estudios universitarios, hecho a sí mismo, dispuesto a debatir en los entornos más hostiles, convencido de que la batalla de las ideas se libra allí donde los argumentos se ponen a prueba.
Lo que nos recuerdan los asesinatos de Charlie Kirk e Iryna Zarutska es que la civilización no se sostiene sola, como si fuera una maquinaria autónoma capaz de repararse a sí misma
Kirk no acudía a auditorios cómodos llenos de fans o individuos previamente convencidos: iba al territorio comanche de los campus universitarios. Se exponía a estudiantes que lo abucheaban y a activistas a los que los insultos no bastaban. Allí escuchaba atentamente a sus discrepantes, para luego responder con educación, claridad y dominio de la palabra. Sabía que la política se trata de sumar, no restar. Esa capacidad de confrontar y convencer a los indecisos era lo que le convertía en un adversario temible para quienes prefieren la imposición al debate. Si Kirk realmente hubiera sido ese payaso ultra que la izquierda retrata, muy posiblemente hoy seguiría vivo, porque ¿qué hay que temer de un bufón exaltado?
El asesinato de Kirk coincide con otro crimen que me ha conmocionado especialmente: el asesinato de Iryna Zarutska, refugiada ucraniana de 23 años, acuchillada en un tren por un delincuente reincidente. No menos perturbador que el crimen fue la reacción de los testigos: nadie intervino, nadie auxilió, ni siquiera nadie acompañó a la joven en su agonía cuando el agresor ya se había marchado. Explicaciones sociológicas como el efecto espectador pueden arrojar alguna luz, pero no alivian el desconcierto: ¿cómo es posible que desaparezca incluso el gesto de humanidad más elemental de acompañar, de coger la mano a una chica moribunda?, ¿cómo explicar que nadie de los presentes se conmoviera ante aquella abrumadora desolación?
Los dos episodios, el de Charlie Kirk y el de Iryna Zarutska, a priori distintos en su naturaleza, parecen conectados por un hilo común: la erosión de las normas cívicas más elementales. En el caso de Kirk, se trata de una violencia revestida de justificación ideológica: el asesinato como un medio válido si el fin se reviste de superioridad moral. En el caso de Iryna, la indiferencia que revela una sociedad donde la vida humana pierde jerarquía si no encaja en los relatos del victimismo identitario.
Lo más inquietante es el doble rasero: unas vidas se valoran más que otras según la narrativa, y unos crímenes son relativizados si el agresor pertenece a una categoría “protegida” por el discurso imperante. La consecuencia es devastadora: la banalización del derecho a la vida en nombre de la ideología. Algo que recuerda no ya a los totalitarismos del siglo XX, sino a las guerras de religión de hace siglos, cuando el infiel, el diferente, el apóstata debía ser pasado por la espada para ganar el Cielo.
Charlie Kirk dijo en una ocasión:
“Cuando la gente deja de hablar empiezan a ocurrir cosas realmente malas. Cuando los matrimonios dejan de hablar, llegan los divorcios. Cuando la civilización deja de hablar, estalla la guerra civil. Cuando rompes toda conexión humana con quienes no estás de acuerdo, se hace mucho más fácil cometer violencia contra ese grupo. Como cultura, debemos recuperar la capacidad de tener desacuerdos razonables donde la violencia no sea una opción”.
Este tipo de declaraciones hacía que Kirk no sólo fuera odiado por sus antagonistas en la izquierda, sino también por el trumpismo más radical.
Aquí es necesario introducir una reflexión filosófica: los principios fundamentales, como el respeto a la vida, la dignidad del otro, el derecho a argumentar, a expresarse libremente, no son adornos retóricos ni bellos accesorios. Son mucho más: son dispositivos fundamentales, mecanismos de civilidad que nos permiten convivir sin violencia. Cuando estos mecanismos desaparecen, nadie, absolutamente nadie, está a salvo.
Hannah Arendt habló de la banalidad del mal para describir cómo las sociedades pueden acostumbrarse a la violencia hasta integrarla en la normalidad. Algo de eso late tanto en la cruel indiferencia hacia Iryna como en la tentación de justificar el asesinato de un influencer incómodo.
Ninguna ideología ni ninguna creencia por muy superior que pretenda presentarse, tiene derecho a cuestionar el valor de la vida. Ningún dogma justifica, en ningún grado, el asesinato; mucho menos el asesinato por disentir. Una sociedad no puede prosperar bajo la amenaza de quienes se creen ungidos, dispuestos a convertir sus preferencias en religión obligatoria. Raymond Aron advirtió contra los peligros de las ideologías absolutas, aquellas que se erigen en sistemas cerrados de salvación y terminan aplastando al individuo en nombre de fines supuestamente supremos.
La nube negra que se cierne sobre nuestro mundo no es solo el extremismo político ni la violencia física, sino algo más profundo: la banalización del derecho a la vida y el abandono de la responsabilidad cívica.
Lo que nos recuerdan los asesinatos de Charlie Kirk e Iryna Zarutska es que la civilización no se sostiene sola, como si fuera una maquinaria autónoma capaz de repararse a sí misma: su prevalencia depende de que cada ciudadano interiorice sus valores, los proclame y ejerza activamente, con coraje y también con compasión. Depende de que tengamos la gallardía de debatir sin destruir y afirmar sin miedo que la vida de todos y cada uno de nosotros —sin excepción ni jerarquías ideológicas— tiene un valor inviolable.
Es necesario decirlo con claridad, gritarlo si es preciso, porque de ello depende que la nube negra que hoy se cierne sobre nuestras cabezas no termine devolviéndonos a la oscuridad.
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