Reproducimos íntegra la conferencia inaugural de nuestro editor, Javier Benegas, en el IV CONGRESO JÓVENES Y COMPROMISO CÍVICO, VIENTOS DE CAMBIO, organizado por CEU-CEFAS.

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En primer lugar, quiero agradecer sinceramente a Don Elio Gallego, director de CEU-CEFAS su invitación y a Don Eduardo Arriero su generosa presentación. Es para mí un honor ser presentado por alguien que, además de haber sido alumno del CEU, representa ese espíritu que une formación y compromiso.

Quiero también expresar mi gratitud al CEU-CEFAS por acogerme hoy aquí y por la oportunidad de compartir con vosotros algunas reflexiones que espero sean, al menos, sugerentes. Es un privilegio dirigirme a esta casa, que ha hecho tanto por la formación intelectual y moral de generaciones de españoles.

Prometo no haceros perder el tiempo —ni la fe en el futuro—, que ya es bastante decir en los tiempos que corren.

Probablemente muchos de vosotros crecisteis con una idea que parecía incuestionable: que el mundo mejora solo, que el futuro está garantizado, que todo irá a mejor porque, bueno… porque sí. Como si fuese una ley natural.

Pero hoy, al mirar alrededor, os encontráis con algo muy distinto: incertidumbre, precariedad, cinismo, corrupción, desconfianza, fatiga. Un ambiente extraño en el que muchos adultos —los mismos que os prometieron que el mundo sería vuestro— ahora os advierten que no seáis demasiado ambiciosos, que empobrecerse es algo virtuoso porque así se protege al medio ambiente, que mejor no tengáis hijos, que quizá lo mejor que podéis hacer por el planeta… es desaparecer.

Esta idea, muy de moda, se presenta como lúcida y compasiva. Pero es profundamente falsa y cruel. Por eso hoy quiero hablaros de una palabra que parece fuera de moda y sin embargo está en el centro de todo lo que nos pasa. Una palabra que bien entendida forma parte del conservadurismo…

Aunque os parezca paradójico, esta palabra es progreso.

Sí, me refiero a esa idea que durante siglos significó crecimiento económico, avances científicos, mejora del bienestar y aumento de la población. Esa idea que nos llevó —a los occidentales, pero también al resto del mundo— del barro a la Luna, del hambre a la abundancia, de la superstición a la medicina.

Pero ahora resulta que la idea de progreso occidental molesta. Que es cosa de capitalistas sin alma, de boomers inconscientes, de gente con aire acondicionado y calefacción que destruye el planeta. Que lo moderno es decrecer, vivir cada vez con menos, comer insectos, el coliving, el coworking y hablarle con consentimiento a tu perro para no oprimirlo.

¿Qué narices ha pasado?

Para intentar desentrañarlo, quizá esta cita de Chesterton no dé alguna pista:

“El mundo moderno está lleno de viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas”.

El progreso —el de verdad— no era una huida hacia adelante. Era una dirección sostenida por ciertos valores: libertad, responsabilidad, familia, comunidad, trascendencia, esfuerzo, verdad. Hoy muchos activistas siguen usando algunas de estas palabras, pero han vaciado su contenido y las agitan como si fueran meras consignas.

El progreso occidental no fue fruto de la casualidad, ni de una alineación afortunada de planetas. Fue el resultado de siglos de pensamiento, de tradición, de esfuerzo y, sí, también de fe. No os asustéis. No vengo a convertir a nadie. Pero conviene reconocer lo evidente: el cristianismo contribuyó decisivamente al progreso de Occidente.

No sólo por su defensa del libre albedrío, base moral de la libertad individual, sino por su visión del ser humano como portador de dignidad inherente. Esa idea de que todos somos iguales ante Dios fue el germen de la igualdad ante la ley. Su humanismo frenó muchas de nuestras peores pulsiones: la esclavitud, la violencia desatada, el desprecio a los débiles. Incluso la ciencia moderna creció en suelo cristiano, porque si el mundo tiene un Creador racional, entonces puede —y debe— ser comprendido.

De modo que, aunque se pueda vivir sin fe, no se puede entender el progreso occidental sin reconocer su raíz cristiana. No en vano, cuando esa raíz se ha cortado, han florecido los peores frutos: totalitarismos, nihilismo, y esa melancolía postmoderna, que nace de la falta de sentido, que ni con todos los antidepresivos del mundo se cura.

“Los jóvenes de hoy aman el lujo, tienen malos modales, desprecian la autoridad, no tienen respeto por los mayores y charlan en vez de trabajar”.

Esto podría haberlo dicho cualquier adulto cascarrabias de hoy, pero no. Es una cita atribuida a Sócrates en el siglo V a.C… o a casi todos los griegos gruñones de hace 2.400 años.

¡Vaya sorpresa! Resulta que el apocalipsis juvenil es tan viejo como el propio teatro griego. Cada generación piensa que la siguiente lo va a estropear todo. Pero aquí estamos, más sanos, más longevos y —aunque no siempre lo parezca— más civilizados que nunca.

La historia del progreso occidental no es una línea recta, a veces tiene retrocesos y se retuerce como una serpiente… pero tiene dirección. Durante más de dos mil años ha consistido en algo bastante razonable: producir más, vivir mejor, saber más, y multiplicarnos sin pedir perdón por existir. La idea de progreso occidental lo impregna todo, desde la agricultura hasta internet, pasando por la penicilina, la rueda y —para los más aseados— el bidé, porque, reconozcámoslo: usar sólo papel es una cochinada.

Robert Nisbet lo advierte magistralmente en su libro Historia de la idea de progreso. Hasta hace poco, esta idea era tan poderosa y estaba tan ampliamente compartida que apenas necesitaba defensa o explicación. El progreso se daba por hecho. Pero algo cambió.

A partir de la segunda mitad del siglo XX, empezaron a ganar influencia unos nuevos profetas. No predicaban el futuro, sino su final. Decían: “Cuidado, que si seguimos creciendo, el mundo se acaba”. Lo curioso es que ninguno de sus pronósticos se cumplió. El informe del MIT The Limits to Growth (1972) (Los límites del crecimiento) predijo catástrofes que nunca llegaron. Fue como si el horóscopo lo escribiera un contable deprimido, en plena crisis de los cuarenta.

La población creció, sí, pero también el conocimiento, la eficiencia, y la prosperidad. ¿El resultado? Menos hambre, menos pobreza, más derechos, menos mortalidad y más salud. Un drama espantoso, vamos.

En los años 70, algunos ecologistas aseguraban que, para el año 2000, numerosos países desarrollados sufrirían racionamientos de comida como en la guerra. Hoy el mayor problema de salud pública es… la obesidad. La escasez, al parecer, es de autocontrol, no de recursos.

En 1894, se celebró en Londres una gran conferencia internacional para resolver la mayor crisis urbana de la época: el estiércol de caballo. Se temía que Londres quedara enterrada bajo heces en menos de 50 años. ¿La solución? Nadie en esa sala imaginó el automóvil. El progreso vino de donde no lo esperaban.

Pero volviendo a lo que importa, cuando los enemigos del progreso vieron que los recursos no se acababan, cambiaron de argumento: “No es que se acaben los recursos —dijeron—, es que estamos destruyendo el planeta al emplearlos”. Pero aquí también hay algo que no encaja. ¿Quién contamina más, un agricultor pobre que quema leña y usa pesticidas de segunda o uno de un país rico que puede acceder a energías más limpias, recicla y produce más y mejor con mucho menos?

La paradoja es esta: cuanto más desarrollada es una sociedad, más limpia tiende a ser. El verdadero enemigo del planeta no es el desarrollo; es decir, el progreso, es su ausencia.

Queridos jóvenes, es cierto, los recursos naturales son finitos… pero el ingenio humano, por el contrario, tiende a infinito. Esta asimetría clave es lo que los agoreros os ocultan.

Lo que hemos hecho hasta ahora es impresionante, pero lo que podéis hacer vosotros es aún más importante. No os dejéis paralizar por los cenizos que desconfían del ser humano y del futuro. Lo hacen porque han perdido la fe, empezando por dejar de creer en sí mismos.

La historia del progreso no es la historia de una élite iluminada, omnisciente y reducida, sino de infinidad de personas corrientes que hicieron cosas extraordinarias. Ahora, vosotros sois parte de esa historia —en breve, la parte más importante—. Y os aseguro que aún queda mucho por escribir.

Sólo un consejo, tened presente siempre que no heredamos la Tierra de nuestros padres, la tomamos prestada de nuestros hijos.

Y aquí llegamos a otro punto clave. Uno de los argumentos más comunes para denostar la libertad, que es intrínseca a nuestra idea de progreso, consiste en afirmar que nos ha vuelto egoístas y hedonistas. Que la libertad individual es la culpable de la decadencia de la familia, la desaparición de la autoridad, la explotación del hombre por el hombre y hasta de que se desplome la natalidad. Vamos, que la libertad nos ha dejado tan exhaustos e intoxicados que ya ni ganas de reproducirnos tenemos.

Pero esta idea confunde la libertad con el capricho. Con hacer lo que me da la gana, sin deber nada a nadie. Eso no es libertad, es infantilismo.

De hecho, la verdadera libertad no destruye la sociedad, la salvaguarda. Porque reconoce que la sociedad no es lo mismo que el Estado. La sociedad está formada por personas que se asocian libremente, que cooperan, que cuidan a los suyos, que deciden. Y esa libertad no autoriza a vivir sin responsabilidad, sino al contrario: exige colaboración, madurez, esfuerzo, sentido común y comportamiento ético.

Paradójicamente, los que critican esta libertad no es que quieran más sociedad, sino una idea deshumanizada de sociedad que el Estado debe promover, asegurar… e imponer si hace falta. Y ahí es cuando todo se tuerce.

Permitidme plantear una duda razonable: ¿y si ese individualismo negativo del que tanto se habla no fuera culpa de la libertad, sino de algo que parece su defensor y, sin embargo, la corroe por dentro?

Hablo del auge imparable del poder del Estado de la mano de esa nueva vía evolucionada del viejo marxismo, la socialdemocracia, que no expropia medios de producción, sino que domestica la forma de pensar. No controla la oferta, sino la demanda. No nos dice qué producir, sino qué y cómo consumir: cómo vivir. Y para ello, necesita individuos que no dependan unos de otros —ni de la familia, ni de la Iglesia, ni del emprendedor, ni del vecino—, sino del Estado… y sus políticas.

Precisamente de ahí nace la teoría de la independencia individual: eliminar todas las “opresiones estructurales” (familia, religión, género, clase…) para que cada uno elija su camino. Pero como en realidad somos humanos —y por tanto, interdependientes—, esta idea de independencia no nos libera, sino que traslada esa dependencia natural de la comunidad a la esfera estatal, deshumanizándola y aislándonos a unos de otros.

Así se explica, por ejemplo, que hoy demasiados den por sentado que sus padres, cuando se hacen viejos, no son su responsabilidad, sino del Estado. O que educar a los hijos tampoco depende de ellos, porque también de eso se ocupa el Estado.

Pero el auge del Estado no se ha detenido ahí, ha evolucionado hacia lo terapéutico: ya no basta con redistribuir la riqueza, lo material, ahora hay que gestionar también tus emociones. Si estás triste, frustrado, perdido… no es porque la vida sea dura —que lo es—, sino porque la sociedad te ha hecho daño. Y el Estado tiene que protegerte de ella también emocionalmente.

¿Queréis un ejemplo disparatado? La experta australiana Deanne Carson recomendaba pedir permiso al bebé antes de cambiarle los pañales para evitar futuros traumas, que se sienta agredido y fomentar la “comunicación compasiva”.

Imaginad el diálogo entre la experta y un bebé de cuatro meses…

Más allá del chiste, el mensaje es claro: no confíes en ti mismo, no confíes en tu familia, no confíes en tu comunidad. Confía en el Estado y sus expertos. Él y ellos saben cómo educar a tus hijos, cómo cuidar a los ancianos, cómo debes sentirte, qué puedes pensar o, más aún, qué sentimientos son correctos y cuáles incorrectos.

Tú sólo cumple y consume.

El efecto de todo esto no es un individuo libre, sino un adulto infantilizado y extremadamente dependiente, que teme decidir, que exige derechos infinitos y que cree que el mundo debe adaptarse a sus necesidades, materiales y emocionales, y no al revés. Es un individualismo sin riesgo, sin responsabilidad, sin comunidad. Un individualismo triste y desamparado. A menudo desquiciado, que exige que su autopercepción se reconozca como realidad. Ya no es que seas varón y te percibas como mujer, o al revés, es que —y esto es verídico— te auto percibas como un helicóptero de combate Apache, sin que los demás te puedan recomendar acudir al psiquiatra, so pena de sanción.

Decía Scruton que “el verdadero conservador no es alguien que teme al cambio, sino alguien que ama lo que merece ser preservado”.

Y eso es lo que os propongo: conservar lo valioso. No por nostalgia, sino por visión. No para volver atrás, sino para seguir avanzando con sentido. La libertad, la responsabilidad, el lazo familiar, la fe (para quien la tenga), la comunidad, la búsqueda de la verdad: eso es progreso.

Lo demás son artificios; a menudo, trampas.

Una última reflexión

La vida es dura. Nadie sale ileso. Pero es también hermosa, desafiante, digna de ser vivida con entrega. El verdadero progreso no consiste en eliminar el sufrimiento, sino en darle sentido. Y eso sólo se logra cuando uno asume su papel en el mundo: no como víctima, sino como persona libre y responsable.

Así que no tengáis miedo de ser conservadores en el sentido más noble de la palabra. No tengáis miedo de defender el progreso verdadero. El que nace de la libertad y se sostiene en principios. El que nos hace más humanos y más dignos, no más tiranos, infantiles y frágiles.

Muchas gracias.

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