Temo el invierno, temo al momento en que seremos bombardeados con libros al estilo de “Mi vida con Corona”. Decenas, cientos de autores descubriéndonos las alegrías de la vida sencilla: ¡Qué bonito no tener que salir por la noche! ¡Qué bien sienta tener tiempo para leer un buen libro! ¡Y aprende a cocinar de nuevo! ¡Ser autosuficiente, volver a reflexionar sobre ti y las pequeñas cosas! ¡El nuevo normal! ¿De verdad quieren leer miles de páginas así? Yo no.

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En estos tiempos de parón ordenado puede estar enseñándonos algo completamente diferente: que la vieja normalidad estaba escondida todo el tiempo bajo la superficie multicolor y diversa del entretenimiento político-televisivo. Lo que se llamaba “naturaleza del hombre” en aquella época en la que aún no se podía elegir género. Y eso muestra rasgos de la crisis que puede que encuentren comprensivos o no, pero que parecen estar profundamente arraigados en nuestro “natural”.

¿No íbamos a salvar el clima?, ¿a proteger a la naturaleza del virus Homo sapiens? ¡Qué arrogancia! Precisamente en forma de virus, la naturaleza se nos muestra como lo que siempre ha sido: un entorno hostil contra el que las personas, desnudas de tecnología efectiva, intentan combatir sin éxito

Ante el peligro, las personas cercanas se reencuentran de nuevo. Familias, barrios funcionales. Levantan puentes y cierran puertas. Se encierran frente al peligro que amenaza desde fuera y, sí, como un virus, de otras personas. Hacen lo que era completamente habitual hace décadas, cuando no había supermercados cercanos que estuvieran abiertos de la mañana a la noche: se abastecen (acaparan incluso) y tratan de ser autosuficientes. Por cierto, el comercio mundial no se paralizará si las empresas vuelven a aprender a mantener existencias en lugar de depender únicamente de la inmediatez de las cadenas de suministro.

No digo que me parezca bien o lógico acumular papel higiénico, pero uno no debería verlo como algo despreciable: abastecerse responde a un instinto básico y perfectamente humano. Es como si el mundo se estuviese reduciendo de nuevo a un tamaño manejable, y fíjense: no solo parece que vuelva a ser meritorio y útil “defender” las fronteras nacionales, también los márgenes regionales recobran contundencia en los mapas. Confinados por cachitos, por distritos, por CCAA, por países. No salga, que el peligro está ahí afuera.

Intentemos hacer una lectura positiva: es posible que en estos meses muchos de nosotros alcancemos el punto adecuado de humildad que nos permita ver con claridad cómo un enemigo inesperado y ante el que no tenemos armas de defensa (ni medicamentos, ni vacunas, ni milagros) destruye en un abrir y cerrar de ojos todas aquellas grandes (grandísimas) cosas que teníamos planeadas.

¿No íbamos a salvar el clima?, ¿a proteger a la naturaleza del virus Homo sapiens? ¡Qué arrogancia! Precisamente en forma de virus, la naturaleza se nos muestra como lo que siempre ha sido: un entorno hostil contra el que las personas, desnudas de tecnología efectiva, intentan combatir sin éxito. Igual ahora tenemos el tiempo necesario para reflexionar y darnos cuenta de que solo aquellos que, como nosotros en occidente, se han atrincherado con éxito contra ella durante siglos, han desarrollado tecnologías de defensa, que han aprendido a prevenir y combatir incendios e inundaciones, y que viven lejos de los volcanes activos, pueden creer, olvidadizos, en la bondad de la naturaleza. Pero la naturaleza no tiene moral, no piensa en términos de bueno o malo y, si pudiera, sonreiría a todos aquellos megalómanos que creen tener el poder de protegerla o incluso salvarla.

Entonces, ¿una lección de esta crisis de la que podemos aprender algo? No teman, no tengo intenciones educativas, solo creo que tiene sentido darse cuenta de vez en cuando que, en una emergencia real, no podemos ni salvar el clima, ni el mundo y posiblemente ni siquiera a nosotros mismos. Y que hay muchas personas que no necesitan una nueva normalidad porque siguen viviendo en su vieja normalidad. En la crisis, queda claro quién y qué necesitamos realmente: nada de asteriscos de género o debates candentes sobre inodoros para elles, nada de discursos políticamente correctos o campañas de “normalización lingüística. No, lo que necesitamos son artesanos y agricultores, carteros y camioneros, vendedores, Farmacéuticos, médicos y enfermeras. Gente normal. Haciendo cosas normales: contribuyendo mediante la satisfacción de sus necesidades y sus vocaciones las necesidades de todos, mientras estemos aquí.

No quiero terminar sin recordar que la resiliencia social, esto es, la habilidad de los grupos o comunidades para luchar con estreses y perturbaciones externas como resultado de cambios sociales, políticos y ambientales, depende, entre otros factores, de la diversidad. Es decir, cuanto más diferentes sean las partes del sistema y más abundantes, mayor será el número de interacciones posibles y por consiguiente mayor su capacidad de autoorganización resiliente. Sólo desde el mantenimiento de la diversidad individual es posible el desarrollo de nuevas interacciones que lleven a nuevas “emergencias”, a cambios de paradigma. ¿A un nuevo normal, tal vez?

Foto: Kazuky Akayashi


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