Durante décadas, España ha mantenido una apariencia más o menos razonable de democracia. No perfecta, claro está, pero cuando menos funcional. Con sus vaivenes, sus sobresaltos, sus escándalos… pero dentro de un marco que parecía resistir. Sin embargo, esa estabilidad era, en gran medida, una ilusión: un delicado equilibrio entre familias de poder, sostenido no tanto por la voluntad popular como por un pacto tácito entre élites. Una coalición gobernante, en el sentido que le da el economista Douglass C. North: no una alianza formal, sino un acuerdo práctico entre quienes ostentan el poder para repartirse el control del Estado y repartirse, con él, la riqueza nacional.

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Esta coalición, como en todo régimen de acceso limitado, funcionaba mientras a todos les compensara mantener las formas: elecciones periódicas, alternancia sin sobresaltos, oposición domesticada, reparto de órganos institucionales. Era una democracia, sí, pero con piloto automático. Una coreografía pactada donde cada actor conocía su lugar… y su recompensa.

España necesita, sí, una reforma constitucional. Pero no como un ajuste cosmético. Sino como una cirugía profunda que devuelva la dignidad al principio de representación

El punto clave no es que el poder estuviera monopolizado por una élite (esto es algo casi universal), sino que esa élite mantenía un consenso de mínimos. El PSOE, el PP, los nacionalistas periféricos “fiables”, los sindicatos mayoritarios, ciertos medios de comunicación y el IBEX 35 formaban una red de intereses cruzados que garantizaban que el sistema no se tocaba: se explotaba. A cambio de estabilidad, todos accedían a porciones del pastel estatal: administración territorial, contratos públicos, subvenciones, influencia normativa, presencia mediática o cuotas judiciales.

Esto explica por qué, pese a que la Constitución de 1978 consagra la división de poderes, en la práctica el poder legislativo y el judicial fueron colonizados por el ejecutivo mediante cuotas de partido. El Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal de Cuentas… acabaron funcionando como extensiones del aparato político. Como en la frase atribuida a Alfonso Guerra: “Montesquieu ha muerto”.

Pero lo que ahora vivimos en España no es ya la corrupción de ese pacto. Es su ruptura. Lo que antes eran tensiones internas dentro de una élite fragmentada, ahora es una guerra abierta entre facciones. El PSOE —aliado con los secesionistas catalanes, vascos y otras formaciones radicales— ha concluido que puede gobernar sin el consentimiento del resto de actores tradicionales. ¿Para qué compartir la tarta si puedes quedártela entera?

Este giro ha cambiado la lógica del poder. Ya no se busca el consenso entre élites, sino la exclusión del adversario. Ya no se negocia con el otro bloque, sino que se le combate. Y el precio es que la tramoya del sistema ha quedado al descubierto.

La historia de las últimas décadas está plagada de episodios que confirman esta deriva. La más reciente: el caso de Leire Díez, concejala del PSOE implicada en una red que presuntamente utilizaba dossieres judiciales y contactos en la Fiscalía para chantajear a rivales políticos y premiar a colaboradores. No es solo corrupción: es la instrumentalización de la justicia como herramienta de poder.

Otro hito: la previsible aprobación de la ley de amnistía por el Tribunal Constitucional, pese a que dicho tribunal había considerado ilegal una medida similar apenas unos años antes. La norma no responde a ningún proceso constituyente, ni a una demanda ciudadana masiva. Es simplemente el precio pagado por Pedro Sánchez para mantenerse en el poder con el apoyo de los mismos que dieron un golpe a la legalidad en 2017.

Un detalle revelador: el mismo día que el tribunal bendecía esta amnistía exprés, Junts per Catalunya —beneficiario directo— registraba una iniciativa para un referéndum de autodeterminación. Es decir, mientras se les premia, anuncian que volverán a desafiar al Estado. Porque saben que ya no hay coste: quien controla el aparato, controla las consecuencias.

En su célebre ensayo La sociedad abierta y sus enemigos, Karl Popper advertía que uno de los mayores peligros para la democracia es cuando las instituciones dejan de ser instrumentos de control y se convierten en máscaras del poder. España se está acercando a ese fatídico punto. Las instituciones ya no median entre ciudadanos y gobernantes, sino que sirven para legitimar decisiones tomadas de antemano por una parte del poder.

Es la diferencia entre tener instituciones y vivir institucionalmente. El decorado sigue ahí —urnas, parlamentos, jueces con toga—, pero la obra ha cambiado. Como en la ópera, los decorados siguen siendo espectaculares, pero la música ha sido sustituida por una grabación rancia y predecible.

Lo más preocupante: la reacción de la oposición. El PP protesta, denuncia, recurre, hace decálogo llenos de buenas intenciones… pero no propone un rediseño del sistema. Su objetivo es recuperar su lugar en el reparto, no cambiar las reglas. Tampoco Vox, más disruptivo en el discurso, ha planteado una arquitectura institucional alternativa coherente. Todos parecen más centrados en ganar el próximo combate que en salvar el cuadrilátero.

España necesita, sí, una reforma constitucional. Pero no como un ajuste cosmético. Sino como una cirugía profunda que devuelva la dignidad al principio de representación, la separación de poderes, la neutralidad de las instituciones y la rendición de cuentas.

Y aún más importante: necesita una nueva cultura política. Porque, como señaló North, las instituciones no son sostenibles si los ciudadanos no las interiorizan. Cambiar la ley sin cambiar el ethos solo garantiza que la nueva ley será manipulada y desvirtuada como la anterior. No basta con cambiar las reglas del juego si los jugadores siguen siendo los mismos tahúres.

Volver a una cultura de legalidad, responsabilidad y servicio público es una tarea que exige décadas, no ciclos electorales. Pero como en toda larga travesía, hay un primer paso: el diagnóstico honesto. Y ese diagnóstico, aunque duela, es claro. España ya no vive en una democracia liberal con disfunciones. Vive en un sistema oligárquico que ha perdido hasta la formas.

La pregunta no es si estamos peor que hace diez años. La pregunta es si estamos cruzando un umbral del que no se vuelve. Porque una vez que la coalición gobernante se rompe, una vez que se normaliza la amnistía como herramienta de pacto político, una vez que la justicia deja de ser árbitro y se convierte en actor… entonces ya no se trata de alternancia dentro de una democracia impostada, sino de régimen.

Quizá aún estemos a tiempo. Pero no será con eslóganes, ni con protestas puntuales, ni con manifestaciones de fin de semana y vermú. Será con una ciudadanía adulta, capaz de mirar de frente lo que ha sido este sistema, exigir cuentas y empezar a construir uno mejor. Y eso, como todo lo valioso, requiere esfuerzo, no simples pataletas.

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