«Solo hay dos cosas infinitas», dicen que dijo Albert Einstein, «el universo y la estupidez humana; y no estoy tan seguro de la primera». Desde hace unos años, hay una tercera cosa sin límites: la infamia con la que políticos y activistas —valga la redundancia— corren a utilizar el último muerto para sus particulares fines. Un día puede ser un niño asesinado por su padre o su madre, al otro un trabajador de la limpieza fulminado por un golpe de calor, al siguiente una mujer o un hombre; no importa ni la edad ni la circunstancia, importa la más remota conexión entre esa muerte y la propia y particular batalla: la inmigración, el cambio climático, «la igualdad» o la que toque. Con el celo de los iluminados y la desfachatez de los intocables, podemos estar seguros de que, como la noche sigue al día, a un muerto le seguirá un carroñero royendo un micrófono o retratándose en las redes sociales.
A esta práctica rastrera se le ha añadido en los últimos años la comisión de delitos: el señalamiento de presuntos autores de crímenes pasadas unas horas de que apareciese el cadáver de una mujer, por ejemplo. ¿Es mucho pedir que líderes políticos y hasta ministras —nada menos que ministras— cierren la boca hasta que una jueza dicte sentencia, en vez de añadir dolor al dolor, ignominia a la ignominia, por querer aprovechar el calorcillo de un cadáver para impulsar su agenda? Pocas veces, si es que alguna, le cuesta un disgusto a los que desenfundan el acusador dedo como quien desenfunda una pistola; pasada la escandalera, «para atrás ni para coger impulso». Pero el problema no es legal, sino ético; más que leyes, falta vergüenza.
El programa para esa apremiante extinción está escrito: dignidad, responsabilidad, deber, honor, principios. La dinámica de los partidos, la deriva mediática y el lucrativo negocio global de las redes sociales se han conjugado para crear esta vileza que nos aprieta el cuello
No se deja que el cuerpo se enfríe, siquiera. Siempre que el muerto convenga (no es lo mismo que se muera en Madrid que en Barcelona, por ejemplo), ya no hay duelo que valga, ni respetuoso silencio, sino un vulgar cacareo seguido de un ridículo romperse la camisa y golpearse el pecho. La circunspección y el sosegado análisis que estos dramas demandan han dado paso al más infame postureo. Naturalmente, estas cosas se perpetran con el corazón contrito y con la mejor de las intenciones; y es de esperar que quienes lo hacen se consideren por ello ciudadanos ejemplares. Cantaba Serrat: «Probablemente en su pueblo se les recordará | como cachorros de buenas personas | que hurtaban flores para regalar a su mamá | y daban de comer a las palomas | … Probablemente que todo eso debe ser verdad | aunque es más turbio cómo y de qué manera | llegaron esos individuos a ser lo que son | ni a quién sirven cuando alzan las banderas». Uno se pregunta lo mismo, cuánto resentimiento e inhumanidad tiene que haber en esta gente que ni ante un muerto se detiene.
Hubo un tiempo en que el dolor de una familia —la gente que muere, debían saberlo estos carroñeros, suele tener familia— se consideraba inviolable, un bien a proteger de un valor muy superior a los objetivos políticos propios. Antes de que todo se virtualizara, con el consiguiente avance de la desfachatez, quienes tenían voz en el espacio público solían contar hasta cien antes de hacer leña del árbol caído para construirse un chalecito en la playa. Ahora se corre a lo loco y si acaso —si acaso— se entona un «¡ups!» y se sigue hasta el siguiente muerto, y tiro porque me toca. Era un tiempo, fíjese, querido lector, en el que no se nos llenaba la boca con la palabra «empatía», y, sin embargo, había una cosa llamada «decencia», que es un término que se ha dejado de usar porque gente que igual es más tonta que mala lo considera viejuno.
Es interesante, la palabra «decencia». Proviene del latín decet, «lo que procede». El término no es solo, como algunos creen, una herencia del recato prescrito a las mujeres; y así, en su tercera acepción, el DRAE la define como «dignidad en los actos y en las palabras, conforme al estado o calidad de las personas». Decet imperatorem stantem mori; con esta frase sintetizaba Suetonio el saber estar del emperador Vespasiano, a quien ni una enfermedad terminal logró apartar del cumplimiento de sus deberes. Ya no pedimos tanto a quienes dirigen e influyen; pero qué menos que pedirles que se comporten como es debido ante un drama ajeno que siempre es personal y siempre afecta a otros seres humanos; qué menos que exigirles que sean honorables. Los romanos tenían un sustantivo, decorum, que se refiere al «hacer lo que hay que hacer» que precisamente el honor sustancia, y ese es el mínimo que habría que exigir a quienes se expresan sobre lo que no les incumbe: decoro.
Hubo un tiempo, incluso, en el que existía lo sagrado, de sacer, que también alude a lo que es execrable y no debe hacerse, un vocablo que a su vez proviene del protoindoeuropeo sak, «santificar» o «hacer un tratado». Había entonces, efectivamente, un cierto pacto en el juego político: hay que respetar a los muertos. Pero ahora tenemos algo llamado «la nueva política» (versión remozada: «política bonita») que por lo visto consiste en saltarse a piola todas las líneas rojas. Todo vale para arrancar adhesiones y hacer pupa al adversario, y si resulta que quedan en medio, despedazadas, otras personas, pues qué se le va a hacer, tenemos otras prioridades. Y esta es la misma gente que dice que la transición del 78 fue un compadreo y que gracias a ellos vamos a vivir, ahora sí, en una verdadera democracia. Ajá.
Esto es lo que de verdad necesitamos: más decencia y decoro, y menos telegenia. Hay que despedir, visto lo visto, a todos los asesores personales y a todos los spin doctors (¿se acuerdan ustedes de Iván Redondo?), y recuperar la razón de ser de los servidores públicos, que el propio nombre te lo está diciendo. Necesitamos responsables que inviertan en su alma lo que se gastan en peluqueros; con eso bastaría para darle un vuelco a esta ponzoña en la que chapoteamos. Nosotros, quienes votamos, tenemos que empezar a exigir que sepan estar a quienes dirigen el cotarro. Tenemos que impedir que nos emboben los señuelos —las resiliencias, las transiciones ecológicas, los brindis al sol, los embelecos—, porque nos merecemos un país en el que no haya políticos ni activistas que utilicen los muertos aún calientes para hacer discursos ideológicos.
Contaba hace un año un baserritarra en un vídeo que la población de los buitres de la zona se había disparado porque, para lograr que se reprodujeran, se los había estado alimentando. Esa superpoblación, decía, había llevado a que atacasen incluso a animales vivos, y «ahora hay demasiados, y no hay comida para todos». Los ciudadanos tenemos que reflexionar y averiguar cómo hemos alimentado nosotros a esos otros buitres que ahora se ceban con nuestros fallecidos y nuestros asesinados. Las redes sociales, en este sentido, nos han empeorado, porque no son neutras, sino que incitan a compartir lo que nos indigna. Y ahora nuestras vidas se han anegado de los ignominiosos mensajes de estos mascadores de carroña, y nuestra vida es menos digna que cuando se contaba hasta cien antes de meterse en berenjenales.
El buitre animal cumple una función en la naturaleza, y merece ser protegido; en cambio, el buitre político tenemos que lograr que se extinga cuanto antes. El programa para esa apremiante extinción está escrito: dignidad, responsabilidad, deber, honor, principios. La dinámica de los partidos, la deriva mediática y el lucrativo negocio global de las redes sociales se han conjugado para crear esta vileza que nos aprieta el cuello. Hay un límite para todo, y nos estamos acercando a uno de ellos, el que sostiene moralmente las democracias. Tenemos que conseguir que quienes usan los muertos para su propios fines pasen a la más absoluta irrelevancia. La divisa del honor es muy sencilla: «No todo vale»; y es opuesta a la de estos indecentes que van de salvapatrias. Mientras estén en el poder o medrando por conseguirlo, tapémonos la nariz y no juguemos su juego, no les demos cancha; asegurémonos después de que funden en negro.
Foto: Nick Kwan.