«Si ustedes no son conscientes de que las mujeres mueren y son asesinadas precisamente por ser mujeres, es que no han entendido nada». Antonio Hernando, PSOE (2016).

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«Claro que hay violencia de género, hay violencia contra la mujer por el hecho de serlo […] Esta lacra tiene un componente específico, que hay que abordar. El negacionismo es letal». Pablo Casado, PP (2020).

Cuatro años separan estas dos afirmaciones. La primera fue pronunciada durante la campaña electoral de 2016, a propósito de la denuncia de la asimetría penal por razón de género que el partido Ciudadanos incluía en su programa. Por entonces, el Partido Popular no había asumido explícitamente la tesis del representante del Partido Socialista y de la extrema izquierda, pero tampoco la refutó. Se colocó de perfil para que la tormenta política y mediática se precipitara sobre el partido naranja, que en aquellas elecciones era su adversario electoral más directo.

Lo que está haciendo el PP —y lleva haciendo bastante tiempo— no es diferenciarse de Vox, sino diferenciarse de los votantes… y, lo que es aún más alarmante, está socavando la democracia liberal por un interés meramente electoral

El PP consideró que electoralmente resultaba más conveniente para sus intereses que prevaleciera una falsedad que exponerse a recibir cualquier crítica. Esta renuncia con el tiempo llevó a que se estableciera como cierta una afirmación falsa y, finalmente, a tener que asumirla de forma explícita, contribuyendo así a liquidar principios fundamentales de la democracia liberal.

El PP, al asumir el concepto de «violencia de género» y hacer suyo el argumento de que las mujeres son asesinadas por el simple hecho de ser mujeres, comparte el argumento de la violencia estructural patriarcal de Carole Pateman, que es una feminista radical y postestructuralista.

Esto significa no ya que el PP se desplace a la izquierda, sino que se coloca en la extrema izquierda. Y no sólo en materia de género sino en términos absolutos, porque este asunto no va sólo de identidades sexuales o de hombres y mujeres, va mucho más allá. Va de salvaguardar los principios fundamentales o liquidarlos. Las tesis de Carole Pateman asumidas por el Partido Popular tienen un propósito: establecer un nuevo orden social donde la libertad individual desaparece.

El PP, ¿un partido postestructuralista?

Carole Pateman sostiene que la democracia liberal es la reorganización del patriarcado en la modernidad. Esto significa que, si bien en la esfera púbica la igualdad de derechos entre hombres y mujeres estaría reconocida, en la esfera privada tales derechos serían inexistentes. Esta tesis es la traslación a la esfera sexual de la idea de Herbert Marcuse: la democracia liberal como sistema de «tolerancia represiva», según la cual, pese a los derechos que la democracia liberal reconoce y salvaguarda, los individuos estarían sometidos a estructuras sociales de poder que los someten, y muy especialmente las mujeres, que es lo que Pateman sostiene y lo que el PP ha hecho suyo.

Asumir este razonamiento conlleva, se quiera o no, la liquidación del principio de igualdad ante la ley y el de presunción de inocencia. El primero, por cuanto idénticos delitos se hacen acreedores a distintos castigos en función de la identidad sexual de quien los comete, y no en función de las circunstancias que concurran en cada caso, donde entrarían en juego agravantes o atenuantes. Y el segundo, por cuanto la condición sexual de los implicados sirve ni más ni menos que para prejuzgar los hechos.

Con todo, lo peor es que, desde el partido Popular, se estaría recurriendo a la política basada en evidencia (Evidence-based policy), intentando disfrazar esta cuestión crucial de argumentos técnicos, según los cuales existiría un término medio entre la falsedad o la verdad de la afirmación de que a las mujeres se las mata por el simple hecho de que son mujeres.

Así, mediante el análisis de los distintos factores que pueden concurrir en este tipo de delitos, se establecerían prevalencias cuantitativas. Por ejemplo, puesto que los datos parecen confirmar que los varones tienen una mayor propensión a la violencia y al sentido de pertenencia, se podría concluir que, en efecto, un elevado número de homicidios estarían determinados por la identidad sexual.

Lógicamente, se puede replicar que establecer relación no implica causalidad o que la recopilación de datos y su tratamiento están sesgados, que se establecen coeficientes erróneos que conducen a conclusiones falsas. Pero aquí entraríamos en un debate sin solución al albur de la interpretación interesada de los datos.

Sin embargo, la cuestión fundamental es que tal debate es en sí el error o, mejor dicho, una trampa, porque antepone la política ordinaria (valoraciones técnicas) a la política constitucional. Y es la segunda, y nunca la primera, la que ha de que establece los límites de la acción legislativa para salvaguardar principios fundamentales sin los cuales no es posible la justicia.

No se puede trasladar a los técnicos la potestad de decidir cuestiones que deben estar delimitadas por principios fundamentales. Si diéramos por buena esta inversión de la jerarquía, y la última palabra fuera potestad de los técnicos, se podrían aprobar leyes que atentaran contra derechos fundamentales, incluso contra el derecho a la vida, porque hacerlo acarrearía externalidades positivas.

Se podría, por ejemplo, establecer leyes con las que, según la edad, las personas tuvieran derecho o no a recibir tratamientos médicos, puesto que excluir a personas octogenarias, cuya esperanza de vida se ve muy limitada por la edad, se traduciría en un importante ahorro de recursos que podrían ser destinados a mejorar la tasa de supervivencia de individuos con una esperanza de vida mucho mayor.

Desde el punto de vista de la eficiencia, el empirismo podría demostrar que es mucho más beneficioso para el conjunto de la sociedad establecer este tipo de discriminaciones. Y puesto que estas discriminaciones favorecerían el llamado “bien común”, podrían terminar siendo moralmente aceptables.

Ocurre, sin embargo, que la democracia liberal no existe para velar por un supuesto bien común, sino para velar por cada uno de nosotros. Necesita, por tanto, principios fundamentales, líneas rojas infranqueables, y además que estos principios sean claros, evidentes, fácilmente inteligibles para todos. De lo contrario, la política se convierte en una materia oscura reservada a un puñado de expertos. Y cuando eso sucede, nadie está salvaguardado frente a los intereses grupales.

Los políticos deben moverse dentro de los márgenes que establecen esos principios y no usar a los técnicos y un supuesto empirismo para sortearlos a voluntad cuando les resulta conveniente. El principio de igualdad ante la ley es un pilar básico porque evita que un sujeto, por una condición que escapa a su voluntad, ya sea el sexo, la edad o el color de la piel, pueda verse sometido a leyes distintas y arbitrarias. En consecuencia, los delitos deben quedar definidos por la propia naturaleza del acto y no por el grupo social al que pertenece quien lo comete. El legislador debe siempre mantenerse dentro de ese principio, nunca fuera de él.

Si en el Partido Popular deciden situarse fuera porque consideran que electoralmente les beneficia, habrá que preguntarse entonces para qué quieren realmente el gobierno más allá de favorecer sus propios intereses.

Con estos desvaríos, lo que está haciendo el PP —y lleva haciendo bastante tiempo— no es diferenciarse de Vox, sino diferenciarse de los votantes… y, lo que es aún más alarmante, está socavando la democracia liberal por un interés meramente electoral.

Foto: Roya Ann Miller