En las últimas semanas nos han llegado tres noticias económicas que no auguran nada bueno:
- el tipo de cambio del euro se hunde por debajo de la paridad con el dólar por primera vez desde 2002;
- la tasa de inflación en la eurozona se está expandiendo rápidamente y es más alta que nunca (en julio la tasa se estimó en un 8,9%);
- El déficit comercial de la eurozona también está creciendo y ha alcanzado un nivel récord.
La Eurozona, eso está claro, está en grave crisis. Pero, aunque la evocación de otras crisis -por ejemplo, la climática- ocupa un lugar destacado en la agenda, la información sobre este tema parece casi tímida. Esto es comprensible desde el punto de vista de nuestras élites. Por un lado, muchos problemas se deben a las malas decisiones de quienes tenían responsabilidad política o les apoyaron y, por otro, un debate sobre el futuro de la eurozona es lo último que quieren nuestras élites pro-UE.
Las élites europeas -por razones de su propia supervivencia- se han vinculado cada vez más a la UE y a sus estructuras. Pero para los ciudadanos, que sufren la creciente inflación y el aumento de los precios de la energía, la realidad es diferente
La invasión rusa de Ucrania, dicen, es la principal responsable de la miseria. Pero eso es sólo una parte de la verdad, porque ya antes del 24 de febrero, la eurozona no estaba en buena forma. En el fondo, me atrevo a afirmar que la creciente crisis europea es una crisis de la economía alemana. Tan estrechamente entrelazada y dependiente de Alemania está la eurozona que la frase de la excanciller, «si el euro fracasa, entonces Europa fracasa», debería transformarse. Sería más exacto decir: si Alemania fracasa, entonces la Eurozona fracasa.
Cuando en julio se supo que Alemania importaba más de lo que exportaba por primera vez desde 1991 -el difícil año posterior a la reunificación- fue una noticia impactante. Es cierto que el déficit comercial de 1.000 millones todavía no es muy elevado. Sin embargo, es significativo para un país industrializado que durante años brilló principalmente por sus exportaciones. Inevitablemente, el déficit de la eurozona también aumenta rápidamente. Porque Alemania fue el único gran Estado miembro que, como escribe el periodista británico y experto en la UE Matthew Lynn, siempre tuvo un superávit comercial. Si esto llega a su fin, el euro, que está perdiendo valor no sólo frente al dólar estadounidense sino también frente al franco suizo, también sufrirá más presión.
A medida que la economía alemana se tambalee, las debilidades fundamentales del diseño de la Eurozona también se harán más evidentes. Tomemos, por ejemplo, la actual crisis de la deuda soberana, que sólo se remedió superficialmente en 2010, pero no se resolvió. En Grecia, que estuvo a punto de provocar la caída del euro en su momento, la cuota de deuda soberana -en relación al PIB- fue de casi el 200% el año pasado, mucho más alta que en 2009 (cuando era de casi el 128%), Después de los duros cierres durante el ‘periodo covid’, los niveles también subieron al 120% en España y al 155% en Italia. En junio de este año, la deuda pública de Italia alcanzó el asombroso nivel de casi 2,8 billones de euros.
Tras estas cifras encontramos algo más que la debilidad económica de los países en cuestión. También son consecuencia del estrecho corsé monetario que les impone el euro. A diferencia de los países que pueden disponer soberanamente de su propia moneda, éstos dependen completamente del BCE. Tampoco pueden devaluar su moneda para impulsar las exportaciones, ni el Estado puede ser apuntalado por su propio banco central. A la dependencia económica se suma la dependencia política, como demuestra la historia reciente: la UE apoyó en su llegada al poder a gobiernos tecnócratas que se sentían más comprometidos con Bruselas que con su propio pueblo. Ahora, ante la crisis de toda la eurozona, la pregunta es hasta cuándo aceptarán los ciudadanos esa dependencia.
Todavía es demasiado pronto para especular sobre la desaparición de la eurozona. Las élites europeas -por razones de su propia supervivencia- se han vinculado cada vez más a la UE y a sus estructuras. Pero para los ciudadanos, que sufren la creciente inflación y el aumento de los precios de la energía, la realidad es diferente. La Comisión Europea puede creer que parece moderna y convincente con su campaña a medias de un New Deal verde. Pero los ciudadanos de los Estados miembros quieren saber cómo pueden pagar sus facturas. El ejemplo del gobierno alemán, con su precipitada salida de la energía nuclear, difícilmente contribuirá a reforzar la confianza. La dependencia del gas ruso en la que se ha metido Alemania con su giro energético hará que muchos se pregunten si ha apostado por el caballo adecuado. Pero al mismo tiempo, los ciudadanos querrán saber de sus políticos quién pagará los altos costes de la UE en el futuro. Esperemos que lo hagan pronto, porque de lo contrario puede producirse un despertar bastante brusco.
Foto: Felix Mittermeier.