Hay una diferencia entre la sospecha de que hay una conspiración en marcha y tener una mentalidad conspiranoica. Lo explicaba, con mejor o peor fortuna, en mi anterior artículo en estas páginas. La diferencia es la que separa la descripción de una acción específica, pensada por unos actores específicos con objetivos concretos y medios adecuados para llevarla a cabo, y la fe en que detrás de un conjunto indeterminado pero amplio de eventos hay una fuerza tan maligna como invisible, cuyos actos no podemos ver ni conocemos, pero nuestra imaginación puede describir sin mayor problema.
La primera puede conducir a un hallazgo genuino, o a la constatación de que estábamos en un error, de que nunca hubo tal conspiración. La segunda no puede probarse, ni por otro lado exigen prueba alguna, más allá de la propia intención del conspiranoico de encajar todas las piezas. Tampoco pueden desmentirse, dado que no están construidas sobre una sólida estructura de agentes, medios y fines. Lo que hila toda teoría conspiranoica es una teoría de control y dominio del mundo por parte de algún agente colectivo: el capitalismo, los judíos, el Club Bildelberg…
Este pensamiento de que detrás de tal o cual fenómeno sólo puede haber una mente creadora, o un conjunto de intereses, de que nada ocurre si alguien no adopta un conjunto de acciones encaminadas a que se produzcan esos efectos deseados no sólo se ve en las teorías conspiranoicas
La conspiranoia es un fracaso del pensamiento racional. Rechaza cualquier prueba o razonamiento en sentido contrario, y sólo acepta las muestras que encajan en su propia concepción de qué, o quién, mueve el mundo. Y, sin embargo, hay un motivo muy claro detrás de esta forma de pensamiento: la conspiranoia se debe a dos factores: uno de ellos es la necesidad de que todo lo que vemos esté conectado de algún modo inteligible; es como un horror vacui en el que el vacío es nuestra incapacidad para entender todo lo que acaece.
El segundo factor es el animismo: la convicción de que todo fenómeno social ha de estar pensado y planeado con anterioridad. Cuando Friedrich Hayek analiza los obstáculos al desarrollo de la ciencia moderna en su ensayo El cientismo y el estudio de la sociedad (1952), menciona tres: el argumento de autoridad, a falta de un mejor método de acercarse a la realidad, “la creencia de que las ‘ideas’ de las cosas encierran alguna realidad trascendental”, y en tercer lugar “y quizás el más importante”, el animismo: “El hecho de que, en todas partes, el hombre había comenzado a interpretar los fenómenos del mundo exterior proyectándoles su propia imagen; es decir, como si estuvieran animados por una mente semejante a la suya”. Son teorías “orientadas a la existencia de una mente ordenadora, que quedaban validadas si de ellas se podía deducir la acción de esa mente”.
En el mundo conspiranoico sólo hay tecnología: un modo de organizar los medios para alcanzar fines específicos. No hay consecuencias no planeadas de las acciones humanas. Lo que explica que las ciencias sociales tengan un objeto de estudio propio es precisamente ese hecho, el que haya fenómenos que no sean el resultado previsto de la acción del hombre.
Este pensamiento de que detrás de tal o cual fenómeno sólo puede haber una mente creadora, o un conjunto de intereses, de que nada ocurre si alguien no adopta un conjunto de acciones encaminadas a que se produzcan esos efectos deseados no sólo se ve en las teorías conspiranoicas. Es un error intelectual típico de quienes piden constantemente la intervención del Gobierno en la economía. Ante cualquier problema, o lo que se observa como tal, es común decir: “habrá que hacer algo”.
El razonamiento es el mismo: no hay fuerzas y fenómenos sociales que no sean el fruto de una acción planificada. Si hay desempleo, el Gobierno tiene que “hacer algo”, aumentar el gasto público, contratar desempleados para abrir zanjas y otros para cerrarlas, crear empresas públicas… lo que sea. Sin pensar que permitir la acción del libre mercado pueda aminorar la incidencia de este problema, o sin tener en cuenta que este se produjo precisamente porque en el pasado se introdujo una intervención precisamente porque le exigimos al Gobierno que “hiciese algo”.
En ambos casos, esa mentalidad no tiene en cuenta que los fenómenos sociales son más complejos que lo que pueda albergar una mente, o que no necesitan formar parte de un plan para tener su propio impulso.
Foto: Malicki M Beser