El pensador italiano Robert Esposito es uno de los estudiosos contemporáneos más famosos del llamado fenómeno de la biopolítica. Un conjunto de técnicas que se caracteriza por una administración por parte del poder político de todos los aspectos de la existencia humana, incluidos los puramente biológicos. En la lengua griega, como bien pone de manifiesto un autor como Giorgio Agamben, se establece una distinción entre la nuda vida, en su sentido puramente biológico (bíos) y el aspecto social y comunitario de la misma (zoé). La distinción no es nueva, ya la puso de manifiesto Hannah Arendt basándose en una lectura de los textos políticos de Aristóteles. La biopolitica supondría por lo tanto una intromisión del poder político en un ámbito, el del bíos, que va más allá de la pura zoé o vida entendida como hecho social.

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La reciente pandemia, que se está caracterizando por una creciente biologización de la política, vendría a poner de manifiesto esa conversión de la política en un nueva biopolítica. No deja de ser paradójico que la nueva izquierda, que ha venido caracterizado al mal llamado neoliberalismo como una forma de biopolítica, apoye mayoritariamente ahora la conversión de la política en una biopolítica en tiempos del coronavirus.  Ese otrora poder sobre la nuda vida de carácter despótico con el caracterizaban los teóricos de la nueva izquierda a las democracias occidentales de corte liberal se ha convertido ahora en una suerte de aliado no sólo en la lucha contra un virus globalizado sino contra el cambio climático, el patriarcado o el racismo, todas ellas formas de expresión secularizadas del mal, según la visión gnóstica de la realidad que defiende la nueva izquierda.

Frente a esta amenaza silenciosa no cabe pedir ningún tipo de responsabilidad a nuestros gobernantes, sólo cabe configurar una nueva “comunitas” que acríticamente apoye al gobierno en todo tipo de medidas para frenar la expansión del virus, aunque se lleve por delante con ello el Estado de derecho, la democracia y la libertad de las personas

Roberto Esposito ha destacado un elemento fundamental de la biopolitica neoliberal. Según su visión el objetivo último de la biopolítica no sería otro que el de generar una “communitas”, un grado máximo de cohesión social, el cual surgiría a partir de la concienciación por parte del grupo de una amenaza externa. La idea no es nueva, ya se encuentra en autores antiguos, sin embargo resulta especialmente vigente en los tiempos que corren ahora mismo. Ya no es una noción liberal de democracia, una defensa del libre mercado o de la dignidad de la persona humana lo que vertebra la cohesión de una sociedad sino la amenaza de un virus, cuyos mecanismos de acción distan mucho de ser conocidos según el relato cambiante de unas autoridades sanitarias más preocupadas de complacer al poder que del hecho de combatir al virus. El coranavirus ha pasado de ser un inofensivo y escasamente relevante agente patógeno, que no inquietaba lo más mínimo a nuestras autoridades, a tonarse en un asesinado silencioso que cohabita con nosotros en multitud de asintomáticos que actúan a la manera de perfectos reservorios del inminente Armagedón final, un poco en la línea de la invasión alienígena de la famosa película La invasión de los ladrones de cuerpos.

Frente a esta amenaza silenciosa no cabe pedir ningún tipo de responsabilidad a nuestros gobernantes, que no pudieron prever en ningún caso la magnitud de la tragedia que se cernía sobre nosotros, sólo cabe configurar una nueva “comunitas” que acríticamente apoye al gobierno en todo tipo de medidas que vaya a adoptar para frenar la expansión del virus, aunque se lleve por delante con ello el Estado de derecho, la democracia y la libertad de las personas. La verdadera “inmunitas” no vendrá de la mano de una futura vacuna sino de la aceptación acrítica por parte de todos y cada uno de los ciudadanos de que nuestros gobiernos, siempre que estos sean de corte progresista y estén del lado correcto de la historia, velan por nosotros y de que nuestros verdaderos enemigos son aquellos ciudadanos que discrepan de la única verdad aceptable y que  cuestionan algunos aspectos del relato relativo al virus de Wuhan, o algunas de las medidas restrictivas de derechos que nuestros gobernantes vienen adoptando.

No se trata de dar pábulo a ninguna teoría conspirativa sino simplemente de constatar que con la excusa de un virus una buena parte de las élites políticas globales, apoyadas entusiastamente por buena parte de esa nueva izquierda,  están aprovechando la coyuntura para hacer eso que hasta hace cuatro días era una abominación ante los ojos de buena parte de la intelectualidad de izquierdas: pura biopolítica, esta de verdad, no como la supuesta biopolitica capitalista más propia de relato maniqueo de la realidad que de una verdadera descripción de la misma.

Esta idea de que a través de la una nueva biopolítica, auspiciada por ciertas élites económicas mundiales, por una superpotencia en ciernes como China  o por una nueva izquierda que ve en la pandemia la ocasión de oro para imponer sus proyectos de ingeniera social, se está incubando una nueva noción de comunidad. Esta se fundamenta en una noción de sociedad basada en la uniformidad en lo ideológico, con la marginación del discrepante al que se cataloga de loco o lo que es peor de “insolidario”,  por defender relatos que ponen en peligro la salud pública, y por la generación de una falsa inmunidad, que no consiste tanto en la defensa inmunitaria contra el virus sino en propagar una desconfianza generalizada hacia el otro, al que se ve como potencial contagiador o posible mal ciudadano sino acepta todosy cada uno de los mandatos del poder  por injustos y arbitrarios que estos resulten.

Así por poner el ejemplo español. Aquel que ose cuestionar la obligatoriedad de llevar la mascarilla en los espacios públicos en todo momento y lugar, pese al cambiante criterio de la comunidad científica o la variabilidad de la aplicación de la medida a escala planetaria es un mal ciudadano. Otro tanto cabe decir del cuestionamiento de las medidas económicas del gobierno basadas en incrementar el esfuerzo fiscal de los españoles. Cuestionarlas equivale a ser catalogado como insolidario con aquellos que peor lo están pasando por causa de la pandemia, obviando que nuestros político malversan mayoritariamente nuestros impuestos con un gasto político clientelar e ineficiente. Más sangrante resulta todavía que a uno lo llamen lunático o conspiranoico por atreverse a denunciar la deriva hacia un Estado pseudo-policial en España basado en la delación anónima, los arrestos domiciliarios gubernamentales sin las debidas garantías judiciales o la criminalización injustificada de sectores económicos enteros

Una de las corrientes dentro del derecho penal contemporáneo es el llamado funcionalismo-normativo también conocido como el derecho penal del enemigo popularizado por el penalista alemán Günther Jakobs. Frente a la llamada dogmática penal clásica, neoclásica y finalista que elaboró un impresionante aparato conceptual con el que pretendía describir el delito en términos analíticos para de esta forma limitar con carácter garantista la amenaza de poder punitivo del estado, el funcionalismo de Jakobs considera que la obediencia al derecho y la estabilidad social son los valores fundamentales que debe preservar el derecho penal. La sociedad posmoderna  se caracteriza por una ontología móvil donde el discurso crea la realidad y no a la inversa y en la que la eliminación del riesgo y no la defensa de la libertad es el objetivo más importante que deben perseguir los gobernantes. En este modelo de sociedad un derecho penal garantista no tiene ya sentido, de ahí que la dogmática penal de Jakobs, aunque contestada en el seno de la academia, esté encontrando nuevo acomodo en las sucesivas reformas de los códigos penales de multitud de países en los que el valor seguridad se impone mayoritariamente sobre el valor libertad.

La construcción teórica de Jakobs es especialmente peligrosa porque antepone la valoración social a la realidad ontológica. Así antes que individuo, ser biológico, se es persona es decir sujeto portador de una serie de roles socialmente exigidos: los del buen ciudadano. El problema radica en que el funcionalismo de Jakobs es agnóstico valorativamente, es persona o buen ciudadano el que manifiesta fidelidad al derecho con independencia del grado de justicia que este refleje. Así el que no es un buen ciudadano, porque no cumple el conjunto de roles asociados al mismo se convierte en un enemigo. Frente a este no cabe un derecho penal de ciudadanos sino uno menos garantista, que Jakobs caracteriza como un derecho penal del enemigo. Frente a quienes le acusan de defender una vuelta a un derecho penal de autor que criminaliza personalidades y no hechos, Jakobs se defiende aludiendo a que el enemigo no lo es por su persona sino por lo que hace, por ser infiel al derecho al incumplir el conjunto de roles que se asocian a su posición. Con esta sagaz distinción conceptual Jakobs cree poder eludir la acusación de defender un derecho penal de autor, que la mayoría de las legislaciones penales del mundo proscriben

Mucho me temo que buena parte de la reformas legales que venimos observando, por ejemplo, en materia de los delitos sexuales, como consecuencia de la presión de los lobbies feministas, y que se van a acrecentar en los próximos meses por una demanda de mayor seguridad, van a ir en la línea de la defensa de un derecho penal del enemigo que privilegie la seguridad frente a las potenciales amenazas contrarias a los intereses de estos lobbies, lo que irá en menoscabo de la libertad de las personas.

Foto: Engin Akyurt


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