El otro día, mientras hacía turno para mi semanal compra en la carnicería, escuché la conversación que mantenía el carnicero con un cliente sobre vacas y corderos, a la vez que deshuesaba hábilmente un pollo de corral,. “Porque, claro, la vaca tiene sus piezas y el cordero las suyas,” precisó en un momento determinado con cierta energía. Con una sonrisa le dije, ya, ¿pero alguien lo duda? “Pero es que me están pidiendo piezas que la ternera no tiene”. Otro cliente exclamó, “será que lo han visto en internet”. Total, que salí de la carnicería teniendo claro cuál sería el tema de mi próxima columna, y aquí está.

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Si hace frío nos abrigamos, damos el pésame a quien conocemos y ha perdido un familiar, subimos con cuidado una escalera o evitamos pasear de noche por zonas peligrosas. Así podríamos ir enumerando cientos de hechos que obedecen al sentido común. Esto que parece tan elemental no lo es, sin embargo ha empezado a ser muy usual vivir desconectados de la realidad.

Sentido común eran dos palabras que funcionaban a la vez, la una junto a la otra. Estaban integradas en el lenguaje cotidiano para juzgar una situación que evidenciaba una anomalía, algo irracional, engañoso, pues era lo opuesto al buen juicio y la sensatez

Convengo con Hannah Arendt  cuando señala la época moderna como el comienzo de la pérdida del sentido común. Con los viejos valores desaparecidos, se produce el tránsito entre lo que se fue y la duda sobre lo que vendrá. La autora se inspira en Santo Tomás, para encomendar la épica tarea de recuperar el “sexto sentido”. Ese “sensus communis” que el santo describe como el timón de los otros cinco sentidos, esa sensibilidad interna que conduce y orquesta la carga sensorial.

Habría que recordar que este otro sentido favorece la adaptación del ser humano al mundo, en el que coexisten otros muchos “yoes” para convivir y convertir nuestro entorno en un lugar más familiar. Pero si echamos un vistazo alrededor observamos que esto es una hermosa utopía. No obstante, podemos reconocer que el pensar obliga a una cierta retirada del mundo, a buscar un mínimo distanciamiento, incluso puede beneficiar un retiro convenido.

Dichos y obras, acción y discurso son una constante en el pensamiento de Arendt, que bien se explica en “La pérdida del Sentido Común en Hannah Arendt”. Un intento de recuperar el sentido clásico de la acción, entendida como conducción y gobierno,  por lo cual se dota a la política de dignidad y sentido, algo que suena a ciencia-ficción en esta tercera década del siglo XXI. Cada acción se entiende como una  oportunidad para el nacimiento, para emprender algo nuevo, pero no desde un adanismo infantil y divertido, sino como un paso necesario para un futuro mejor y más próspero.

Así definida la acción, el discurso es la distinción de la condición y naturaleza humana en su pluralidad. O dicho de otro modo, el discurso manifiesta la realidad en la que cada uno es distinto y diferente entre iguales. Recordando que nadie es igual a ningún otro que vive, haya vivido o vivirá. Por consiguiente, y de nuevo y una vez más,  en las antípodas de lo que hoy llamamos relato posmoderno, con sus proclamas y panfletos de igualdad, diversidad e inclusión.

Sería sencillo escribir una lista para definir la actualidad en su reincidente y obsesiva negación del sentido común, pero me temo que no tengo espacio porque sería un lista interminable. El estado de desinformación en el que nos encontramos  establece lo relativo como general, lo subjetivo como evidencia, lo emocional como verdad. La descentralización de las fuentes, los patrones marcados por las grandes plataformas tecnológicas con sus “sabios” algoritmos, la política como realidad paralela, la virtualidad como sucedáneo de lo presencial, son algunos de los aspectos que han provocado la espantada del sentido común.  Se ha preferido dar la espalda a la naturaleza y la ciencia, negando la biología para convertir la cultura en un factótum, donde todo lo que afecta a la especie humana, o es un producto cultural, o no es.

La vida existe hasta en los seres unicelulares. La bacteria tiene vida,  y también  inteligencia,  que está regulada por un sistema homeostático que le permite, nada más y nada menos que sobrevivir. Las plantas, los animales tienen inteligencia en la que sienten porque disponen de sistema nervioso. Los humanos, además de todo lo anterior, también disponen de una inteligencia que es la suma del ser, sentir y saber. Merece la pena leer a  Antonio Damasio en su  “Sentir y saber”. Dicho de otro modo, antes los estudios culturales y críticos, ahora el rampante discurso posmoderno lo convierten todo en ingeniería social. Olvidando que lo primero que somos como especie es pura biología molecular. El ser humano dejó de ser una especie biológica para convertirse en un mero producto cultural, que produce sus copiosos beneficios a los vendehúmos y aprovechados de la guerra de género y a los ingenieros de la justicia social.

Podría parecer que solo hay un relato dominante, que es verbal, pero me temo que no es el único. El relato algorítmico cuenta a su favor con la grandeza de los números, liberados de la opinión y la subjetividad, prueba evidente de objetividad y precisión. A diferencia de las palabras que son subjetivas y relativas, sometidas a un contexto y una interpretación. Proclives al engaño y atrapadas por las emociones.  Frente a eso, se ha encontrado la Arcadia feliz en la frialdad del dato: el número no engaña. Sin embargo esos números que son los algoritmos funcionan por capas y mediaciones. La primera a modo de caja negra genera sus resultados. Es decir, en un primer nivel todo son ceros y unos,  y ya por encima se trabaja con un lenguaje muy cercano a la máquina, hasta llegar a los más superiores y simbólicos, para que el programa se ejecute. Alcanzando el punto de contacto con el usuario que chatea, sube una foto o vídeo, o sencillamente  llama un Uber y se pide la pizza para cenar.

Sentido común eran dos palabras que funcionaban a la vez, la una junto a la otra. Estaban integradas en el lenguaje cotidiano para juzgar una situación que evidenciaba una anomalía, algo irracional, engañoso, pues era lo opuesto al buen juicio y la sensatez. El sentido común ha sido desplazado por la opinión pública, sustentada en infinidad de relatos y alimentada por las redes sociales. Los grandes relatos que fueron imprescindibles durante siglos, se diluyeron como azucarillos a mediados del siglo XX. El saber atesorado en el canon y el libro fue sacudido por un sinfín de relatos. Una atomización de escrituras y lecturas fragmentadas pero hilvanadas por el pegamento transversal del relativismo. La liquidez de Bauman  se quedó vieja, ha evolucionado a un estado gaseoso subjetivo, emocional, y eternamente entretenido.

Sin sentido común, el desajuste entre la persona y el mundo ha provocado que se rompa el equilibrio natural. Hemos dejado de sentirnos en casa para sentirnos extraños. Lo que origina una brecha sustancial entre el pensamiento y las obras, el pasado y el presente, con una incertidumbre más, añadida sobre el futuro. Así llegamos a una retirada del mundo para refugiarnos en nuestra propia individualidad.  En definitiva, una permanente sensación de extrañeza.

Foto: Denise Jans.


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