La libertad de expresión es la gran cuestión del momento. Hay un intento de controlar el destino del mundo en torno a grandes planes, con grandes objetivos económicos y sociales. La Agenda 2030, el Pacto del Futuro (2045), las Conferencias de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, y demás. En ese “demás” se incluyen otros propósitos de los que no se puede hablar porque no tienen un nombre propio. Desde las alturas debe de resultar muy atractiva la idea de modelar el destino del mundo. Subyuga la voluntad como un pacto ofrecido por el diablo.
Pero el mundo, ese conjunto desordenado, pero en cierto modo coordinado, de ocho mil millones de personas, puede que no se pliegue a los deseos de esa minoría ilustrada. Distraer al mayor número de personas que jamás haya convivido de sus propios asuntos, y convencerles de que tienen que renunciar a la vida que llevan para convertirse en peones de un plan mayor no es fácil, reconozcámoslo. Es aún más difícil si lo que priva en los países ricos es la democracia de masas. Aquí cada uno piensa lo que le da la gana y vota lo que le apetece, y así no hay quien imponga nada.
Los principios de la propaganda están bien asentados, pero necesitan una tecnología de comunicación eficaz. Los viejos medios de comunicación no tienen la eficacia de antes
Yuval Noal Harari, el profeta del nuevo mundo, nos explica que la democracia es una cosa del pasado. Que nosotros, los peones, vamos a quedar superados por la inteligencia artificial, y que la voluntad individual se convertirá en una pieza más de un algoritmo creado en un despacho. De modo que mejor nos despojamos de la democracia y dejamos que la gente lista, lo suficientemente lista como para no dejarse arrastrar por la IA, decida por nosotros. Harari está entre ellos, claro.
Pero mientras el mesías de la dictadura mundial consigue, o no, sus objetivos, democracia de masas es lo que tenemos. De modo que seguimos anclados en el grave problema que solucionó brillantemente Joseph Goebbels: el del manejo de las grandes masas. Sí, lo solucionó, o lo encaminó, pero la tecnología ha fraccionado la producción de opinión, la ha dispersado y hecho menos controlable. Los medios de comunicación que se han acercado al poder han perdido su ‘mojo’: su poder es el crédito, y se lo han dejado por el camino. Y hay nuevas voces que vuelven a plantear la eterna cuestión: pluralidad y libertad frente a la unidad de propósito dentro de los grandes planes que nuestros líderes tienen preparados para nosotros. Y como controlar la democracia exige controlar el comportamiento de la gente, es necesario mostrarles el camino adecuado, y ocultarles las alternativas. Es aquí donde entra la censura.
Los principios de la propaganda están bien asentados, pero necesitan una tecnología de comunicación eficaz. Los viejos medios de comunicación no tienen la eficacia de antes. Las plataformas que responden a su cometido dan voz a quien no deben. Hay que someterlas a la censura, o arruinarán todo el propósito.
Explicar todo ello no es fácil, porque no hay un sujeto claro, identificable, que lo protagonice. No es la ONU, o no sólo la ONU. No es la Unión Europea, o no sólo ella. No es el gobierno de los Estados Unidos, ni el G7, o al menos no están solos. Además, la capacidad de los gobiernos de concentrar recursos económicos es mayor ahora que nunca, lo que les permite acercar a sus propósitos a actores de la vida privada muy poderosos.
Esta capacidad del Estado de comprar influencia en la sociedad civil es importante para lo que vamos a contar. Voy a traer tres muestras de lo que empieza a ser un cerco a la industria de la censura. Las acciones, especialmente las que tienen tan largo alcance, dejan huella. Y aunque se opere entre bambalinas, hay quien sabe encontrarlas, e interpretarlas.
Y, por último, antes de detenerme en tres historias sobre este asunto, quiero exponer las dos herramientas principales de esta industria de la censura. La primera es los delitos de odio. Son una herramienta como las navajas suizas, con multitud de usos, y que sirven para poner la diana a casi cualquier discurso, si es inconveniente. Y la segunda, las “agencias de verificación”, cuyo papel es nunca estar a la altura de lo que dicen ser.
La primera historia nos lleva al acrónimo GARM, que responde por la Global Alliance for Responsible Media. Es un departamento de la Federación Mundial de Anunciantes, WFA por sus siglas en inglés. La WFA concentra el 90 por ciento de la publicidad mundial.
Un reciente informe elaborado por el Judiciary Committee de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos muestra que la GARM presionó a las plataformas para que acallaran ciertos mensajes. Según el resumen del informe, éste “detalla cómo grandes empresas, agencias de publicidad y asociaciones del sector a través de la Federación Mundial de Anunciantes (WFA) y, en concreto, su iniciativa Alianza Global para los Medios Responsables (GARM) participaron en boicots y acciones coordinadas para desmonetizar plataformas, podcasts, medios de noticias y otros contenidos que GARM y sus miembros consideran desfavorables”.
¿Qué plataformas fueron objeto de su política anticomercial? Las agencias retiraron grandes cantidades de inversión publicitaria en Twitter después de que la GARM hiciera unas recomendaciones a sus socios en este sentido. Públicamente, el líder de la GARM Rob Rakowitz, lo había negado. Pero los documentos internos muestran que esto es lo que hizo.
En el caso de Spotify, las presiones se quedaron en amenazas de proyectar sobre la plataforma de música y podcast la sombra de los anunciantes. Unilever, un destacado miembro de la GARM, señaló que uno de los anuncios de la campaña de Trump debería declararse infundado, por las afirmaciones que incluía. Lo decía Unilever, no una redacción de “verificadores”. Facebook tiene una política de no someter las campañas electorales a los “verificadores”, de modo que no cayó sobre la campaña de Trump la banderola de mentirosa. Por supuesto, hay un montón de medios conservadores. Y sobre ellos cae la política del vacío de la GARM.
Pues bien, según detalla la Foundation for Freedom Online, “El gobierno federal está enviando miles de millones de dólares de los contribuyentes estadounidenses a cuatro de las seis grandes agencias mundiales de publicidad, entre las que se encuentran algunos de los principales arquitectos de la censura en línea”. Menciona a Publicis, Interpublic, Omicom y WPP.
Por convertir en cifras las cantidades que concede el gobierno federal a estas empresas, comencemos por Publicis. Tiene un contrato de 394,2 millones de dólares destinados a educar al público para que sepa que fumar es malo. El contrato termina el año que viene, y comenzó en septiembre de 2020. La empresa tiene otra marca subsidiaria, Sapient Government Solutions, especializada en ganar concursos públicos, y que recibe centenares de millones de dólares en contratos con el gobierno.
WPP tiene un contrato por cinco años con la Armada de los Estados Unidos por valor de 455 millones de dólares. Interpublic Group tiene un contrato con el Departamento de Salud que supera los mil millones de dólares, más otro que queda por debajo de los 500 millones con el Departamento de Defensa. Omnicom, por su parte, tiene un contrato con el gobierno federal de los Estados Unidos, por medio del Ejército, de 4.000 millones de dólares.
Establecida la relación con el gobierno de los Estados Unidos, queda la parte del trabajo de censura. Por lo que se refiere a la primera, Publicis lideró la creación de NewsGuard, una empresa dedicada desde 2018 a identificar noticias falsas. Desde 2021 creó también HealthGuard, cuyo principal objetivo era vigilar los discursos antivacunas. Sanofi, Astra Zeneca y Pfizer se encuentran entre los clientes de Publicis. WPP presiona a las plataformas a que abandonen su naturaleza para convertirse en moderadoras (censoras) de contenido desde 2017. Y ha creado ImpactIndex, que se dedica a identificar noticias consideradas inconvenientes, para guiar las decisiones de inversión publicitaria.
Omnicom lanzó el Consejo para una Publicidad Social Responsable con el objetivo de presionar a las plataformas para que no incluyan contenido “inapropiado”, lo que incluye el racismo o las “teorías de la conspiración”. Imagino que esa política incluye la conspiración en la que Omnicom, con otras empresas, está implicada.
Interpublic, por su parte, recomendó a sus clientes que pausaran su inversión en Twitter, coincidiendo con la compra de la plataforma por Elon Musk, que ya entonces declaraba ser partidario de la libertad de expresión. Interpublic colabora también con NewsGuard.
Foto: Giorgio Trovato.
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