Clint Eastwood acaba de estrenar Richard Jewell una película que, como cualquiera de las suyas, habrá que ver, pero que ya ha suscitado una repulsa visceral de quienes se han sentido afectados, afectadas, más bien, a decir verdad. La historia que recoge el filme muestra como el guardia de seguridad Richard Jewell, que salvó miles de vidas de la explosión de una bomba en las Olimpiadas de Atlanta en 1996, cayó en desgracia ante la opinión americana porque la prensa extendió la sospecha de que, en realidad, pudiera tratarse de un terrorista, algo que se ha demostrado ser falso. Hasta aquí, se trataría, sin más, de una historia muy de Eastwood, otro caso como el de Sully, el piloto que aterrizó un avión sobre el Potomac salvando la vida de todos sus pasajeros pero al que diversos organismos trataron de presentar como culpable del accidente.
En Richard Jewell hay un factor que ha dado píe al escándalo alborotado de algunas feministas con escaso discernimiento, porque en la historia se supone que la periodista que dio píe a la campaña contra el guardia obtuvo la información, que resultó ser errónea, a cambio de favores sexuales a un agente del FBI encargado de la investigación al respecto. Pues bien, algunas activistas han reaccionado ante semejante historia, como si estuviesen ante una provocación, es decir, olvidando por completo el hecho, que les resulta, al parecer, irrelevante, de que, en efecto, ocurriese tal cosa. Una periodista española ha escrito un tweet del siguiente tenor sobre la película: “Difundir y apoyar la basura de que las periodistas consiguen o hemos conseguido información a cambio de relaciones sexuales es una forma de violencia machista. Otra más”.
Este tipo de reacciones debieran preocuparnos porque muestran la incapacidad de algunas personas para distinguir entre lo universal o general y lo particular, y, lo que es más grave, la manera en la que articulan las relaciones entre las verdades que se refieren a hechos singulares y las ideas de carácter general con las que tratamos de entender lo que pasa.
El hecho de que podamos hablar, por ejemplo, de “los franceses” nos inclina a creer que sabemos algo interesante sobre ellos, pero la verdad es que, como dijo Chesterton cuando le preguntaron qué pensaba sobre nuestros vecinos del norte, no podemos opinar sobre ellos porque no los conocemos a todos
La activista española está muy en su derecho de poner en duda la historia de Eastwood, solo que eso le llevaría un trabajo muy arduo y de éxito bien incierto, porque todo indica que lo narrado se atiene a verdades probadas, y, por supuesto, también tiene derecho a ser cuan feminista desee, dado que esa parece una cualidad o condición de contenido creciente e inabarcable. A lo que no tiene ningún derecho es a suponer que las verdades de hecho, y las narraciones que las reflejan, puedan reducirse a ser pura consecuencia de prejuicios contrarios a sus creencias, ni a asumir que cuanto haya podido acontecer en relación con las muy variables y distintas conductas de mujeres (como, por descontado, las de los hombres) tenga que ser sometido al cedazo censor de su doctrina salvadora.
Y no tiene ese derecho porque razonar de esa manera supone un atentado a la buena lógica, algo imprescindible si es que los hombres, y también las mujeres, queremos mantener un grado mínimo de civilización y de cordura. Ese es el peligro que siempre encierran las conclusiones precipitadas, las presunciones sin fundamento, las estimaciones sin ningún respeto a las verdades sobre hechos singulares, los prejuicios, en suma. Supongamos que yo afirmo (no es el caso) que todas las feministas son necias; en realidad solo podría hacerlo si conociese una a una a todas esas mujeres, cosa, como es obvio, imposible por la ingente cantidad a que cabe adjetivar de tal modo, pero, por la misma razón, yo no puedo dar nunca por hecho que una feminista cualquiera sea necia, partiendo de la verdad general del anterior prejuicio. Esto, sin embargo, es lo que hace nuestra activista y compatriota al insultar a Eastwood por hacer esa película, asumir que la mera afirmación de que alguna vez haya existido una mujer casquivana supone una agresión al género femenino.
Al margen del muy pasional mundo de las feministas, es verdad que muchas de las formas comunes de pensar en el mundo contemporáneo están basadas en presunciones que pecan de un defecto lógico tan torpe. El lenguaje que es un poderoso instrumento para entender el mundo está, sin embargo, lleno de trampas en las que de cae con frecuencia a base de ser descuidado. El hecho de que podamos hablar, por ejemplo, de “los franceses” nos inclina con frecuencia a creer que sabemos algo interesante sobre ellos, pero la verdad es que, como dijo Chesterton cuando le preguntaron qué pensaba sobre nuestros vecinos del norte, no podemos opinar sobre ellos porque no los conocemos a todos. Se trata de una limitación muy fuerte y es lógico que la olvidemos muy a menudo, pero es del todo improcedente olvidarla cuando tratamos de entender un asunto complicado, y cualquiera puede serlo.
En política se cometen ese tipo de errores a hora y a deshora, lo hacemos, por ejemplo, cuando tratamos de explicar lo que ocurre en un lugar determinado, a partir de lo que ocurre en otros que suponemos similares. No es que no se puedan tener opiniones fundadas sobre asuntos que afecten al mundo en general, pero hay que tener mucho cuidado al aplicar esa plantilla para explicar lo particular. Es obvio que “en todas partes cuecen habas”, porque tamaña evidencia se ha abierto paso a través de observaciones incesantes y apenas desmentidas, pero sería absurdo apostar a que nuestros vecinos están guisando esa legumbre dado que lo dice una verdad bien establecida. Los lógicos se han cansado de advertir la diferencia entre probar que una proposición universal del tipo de “todos los S son P” es falsa (basta un caso que lo desmienta, el famoso cisne negro) y probar su verdad, que requeriría un escrutinio inacabable, pero nuestro lenguaje está construido sobre licencias prácticas algo menos rigurosas que la pura lógica, aunque debiéramos de tener especial cuidado a la hora de generalizar y dar por sentadas ciertas evidencias.
Un apunte adicional, para acabar, el pensamiento totalitario (como el feminismo de nuestra tuitera) se apoya en dogmas incontrovertibles, en formas incesantes de ocultar y negar las evidencias contrarias y, por supuesto, en el arte de falsear los puntos de partida, sea negando hechos indudables, sea retorciendo las palabras para que acaben significando lo contrario de lo que indican de manera recta y honesta: es lo que algunos llaman dialéctica, una especie de peste que no deja de perseguir a la humanidad desde tiempos de Hegel.
Toda esta estirpe de engaños, del tipo de “cuanto peor, mejor”, persiguen, para empezar, confundirnos, pero, sobre todo, atemorizarnos para que seamos incapaces de reconocer cuándo el rey está desnudo. Es lo que siempre pretenden los activistas, que no veamos la película de Eastwood y extendamos un poco más el prejuicio que les resulta más favorable. Hay que verla, aunque solo sea para que aprendamos a sospechar un poco más de las infinitas matracas con que nos afligen de modo incesante los que quieren salvarnos de nosotros mismos para que aprendamos a obedecer sin rechistar.