Hablar de un Estado excesivo no implica que el Estado deba ser pequeño, lo esencial es evitar que el Estado incumpla sus funciones esenciales y reste eficacia política a su funcionamiento, lo que implica, por descontado, reconocer la necesidad del Estado mismo, un orden jurídico político que no es espontáneo sino acordado y que no tiene poderes ilimitados sino funciones irremplazables que debe cumplir conforme a las leyes.

Publicidad

Los Estados, que no son meras abstracciones sino máquinas gobernadas por políticos que suelen dejarse llevar por su ambición, siempre han ido viendo una oportunidad de crecer y de consolidar su legitimidad a medida que las fuerzas políticas se dieron cuenta de que se había roto el esquema, siempre un poco fantástico, según el cual la política se limitaba a ser una conversación entre iguales ociosos y sin necesidades. Su poder se fortalece a costa del principio liberal de respeto a la vida privada y a favor del ideal revolucionario de que el poder político se emplee a fondo para modificar las condiciones de vida de los más desfavorecidos.

El Estado no tiene tendencia a la reflexión ni piedad alguna porque es consciente de actuar en nombre de la fortaleza impostada de la totalidad y está diseñado para despreciar a quien se salga del carril recomendado. Simple y llanamente, el Estado excesivo es un Estado inhumano

Los Estados incrementan su legitimidad presentándose, sobre todo, como garantes de seguridad para los más débiles, es decir, como proveedores de bienes y servicios que se dice no prestan los mercados o que no son asequibles con el nivel de ingresos que perciben los menos pudientes.

El incremento de funciones del Estado ha supuesto, como es lógico, un crecimiento vertiginoso de su tamaño. Por introducir un dato que ponga en perspectiva la naturaleza de ese crecimiento, cabe estimar en apenas unos centenares el número de personas que trabajaban para instrumentar el gobierno de Felipe II, reinado en el que los historiadores fijan el comienzo de la administración pública española, que, en ese momento, era la cabeza de un imperio inmenso, con los millones de políticos, funcionarios y empleados con que hoy cuenta el conjunto de las administraciones públicas en España o en cualquier otro lugar.

A partir de su inmenso poder el Estado tiende a convertirse en un proveedor de moral, de manera que ya no se limita a dictar normas externas, sino que pretende determinar nuestra conciencia indicándonos lo que está bien y lo que está mal, sin dejar el menor resquicio a la duda y a la deliberación, lo que pretende privar a los ciudadanos de conciencia y libertad, una manera que se supone tan eficaz como definitiva de establecer el reino del bien, de la paz y de la justicia. El poder político se transmuta en un poder moral cuyas acciones pretenden ser por entero inobjetables y dicta las normas de moralidad porque siente ser el único con autoridad para hacerlo. No se trata de una situación nueva, ya ha sido ensayada por los totalitarismos del siglo xx y es, por cierto, el argumento con el que Adolf Eichmann trató de defender su no imputabilidad, su perfecta inocencia.

Los Estados que se consagran a imponer su moralidad encuentran con relativa facilidad una forma de alianza con las grandes empresas que siempre procuran llevarse bien con quienes administran el presupuesto público y les garantizan cierto derecho a subsistir si respetan los intereses esenciales del poder político. Este tipo de alianzas es muy similar al modelo chino de compatibilidad entre el capitalismo y un gobierno omnímodo del partido comunista, pero apenas se repara en que resulta imposible imaginar algo semejante sin un coeficiente extraordinario de desigualdad ante la ley y ante su único garante, el partido-Estado, una circunstancia que muchos parecen considerar soportable, como se ha podido comprobar en la aceptación de las discriminaciones legales introducidas en las relaciones entre hombres y mujeres.

En realidad, decir que el Estado es una máquina supone emplear una metáfora muy reductiva, porque el problema de esa máquina es que ha llegado a ser una máquina universal, omnipresente, múltiple, autónoma e ingobernable por la mera voluntad de un hombre o un grupo de hombres, del gobierno, en suma. No es necesario multiplicar los ejemplos, porque cualquier ciudadano que haya tenido contacto con alguna de las miles de esquinas de este engendro que es a la vez administrativo, informático, asistencial, recaudatorio, punitivo, planificador, proyectivo, financiador, emisor, prestamista, fiscalizador, educativo, comerciante, proveedor, sanitario, medioambiental, industrial, innovador, inversor, gestor, registrador, garante, prestamista, certificante, inspector, diplomático, militar, y un infinito etcétera de especialidades, sabe bien que, como dijo Josep Plá, cuando se entra en una oficina pública lo que más se necesita es tener suerte.

El riesgo cierto es que el Estado nos quite alguna cosa o propiedad, cualquier libertad o derecho efectivo, y lo estupefaciente es que lo hará siempre con el aplauso de buena parte del público, en ocasiones de los propios afectados. En un sentido cada vez más estricto, el Estado es inhumano, es maquinal, frío y sin pasiones ni conciencia. Es interesante reparar en que la experiencia más común de los seres humanos es la del error y, al tiempo, la incapacidad de predecir, la aguda conciencia de que no podemos evitar las consecuencias indeseables de nuestras acciones, lo que nos obliga a vacilar, a dudar, a pensar, en todo caso, y a prever en cuanto podamos que el mejor plan puede terminar con el peor desastre. Nunca estamos seguros de si debemos hacer lo que pensamos hacer y mucho menos de sus consecuencias, y eso es algo que contribuye a que seamos prudentes, piadosos también con la desdicha ajena.

El Estado supone y aplica lo contrario de esta clase de pensamientos. Los individuos podemos tener dudas, equivocarnos, el Estado no, por definición, por eso es una máquina, ahora no en sentido metafórico sino en sentido propio, y no tiene tendencia a la reflexión ni piedad alguna porque es consciente de actuar en nombre de la fortaleza impostada de la totalidad y está diseñado para despreciar a quien se salga del carril recomendado. Simple y llanamente, el Estado excesivo es un Estado inhumano.

(*) Este texto es una adaptación de partes del capítulo III, 1 de mi último libro La virtud de la política.

Foto: Christian Dubovan.


Por favor, lee esto

Disidentia es un medio totalmente orientado al público, libre de cualquier servidumbre partidista, un espacio de libertad de opinión, análisis y debate donde los dogmas no existen, tampoco las imposiciones políticamente correctas. Garantizar esta libertad de publicación depende de ti, querido lector. Sólo tú, mediante el pequeño mecenazgo, puedes salvaguardar esa libertad para que en el panorama la opinión y el análisis existan medios alternativos, distintos, disidentes, como Disidentia, que abran el debate y promuevan una agenda de verdadero interés público.

¡Conviértete en patrocinador!

Artículo anteriorLa emergencia climática y los émulos de Mao
Artículo siguienteUna crisis democrática global
J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web