Escena primera: en 1710, Leibniz argumenta en su Teodicea que vivimos en el mejor de los mundos posibles, y Voltaire, mosqueado tras el terremoto de Lisboa con esta pretensión de que no existen males y todo encaja en un conjunto armónico y divino, se mofa en Cándido del doctor Pangloss, para quien todo efecto tiene su causa razonable. No hay verdaderas desgracias presentes ni en el horizonte, dice Pangloss, representante del optimismo irredento; el futuro solventa todas las iniquidades del presente y estamos siempre en el mejor de los mundos.
Escena segunda: el 20 de febrero de 1909 Filippo Tommaso Marinetti publica en Le Figaro la patada con la que se inaugura el futuro como ideología: «¡Vamos!» —escribe— «¡Es necesario abatir forzadamente las puertas de la vida para probar sus goznes y sus cerrojos!». Poco después, la hoja de ruta —«¡Abandonemos la sabiduría como ganga inútil y perjudicial!»— y un manifiesto en once puntos que, en 2024, ya hemos naturalizado, hasta el punto de resignarnos a que sean nuestra hoja de ruta.
Tenemos que arrojar más luz sobre lo que estamos haciendo, y corregir «las consecuencias turbulentas e interconectadas de nuestros propios inventos», como dice James Bridle en La nueva edad oscura
Escena tercera: estamos en noviembre de 2024 y ya hemos avanzado mucho en la senda única del inevitabilismo. El sustantivo no es mío, sino de Shoshana Zuboff, socióloga que ha desentrañado algunos de los vericuetos del «capitalismo de la vigilancia»: «Silicon Valley es el axis mundi del inevitabilismo». Lo llaman «estar a la última» quienes están más bien en las últimas respecto a la honestidad y el espíritu crítico. Es este inevitabilismo una de las formas más burdas y ubicuas de la amoralidad y la cobardía, y uno de los más horondos patrocinadores del pensamiento único. Funciona, dice Zuboff, «como si fuera el resultado de unas fuerzas tecnológicas que operan fuera del control de la acción humana y de las decisiones de las comunidades».
Llamo neopanglossianos a quienes sostienen que toda innovación es buena, y que el ser humano «siempre encuentra el camino», de modo que quienes critican los avances tecnológicos son agoreros neoluditas, obstáculos en el triunfal paseo del progreso. «Declaramos que el esplendor del mundo se ha enriquecido de una belleza nueva: la belleza de la velocidad», decía Marinetti. «Un automóvil de carrera con su vientre ornado de gruesas tuberías, parecidas a serpientes de aliento explosivo y furioso… un automóvil que parece correr sobre metralla, es más hermoso que la Victoria de Samotracia». Y a esta velocidad suicida nos invitan alborozados los neopanglossianos, porque conviene a unos cuantos aunque nos dicen que a todos. Operan estas gentes en todos los ámbitos, del educativo al estético, pasando, como no, por el político: hay muchos sitios en los que hacer pasta pegando empujones. Como dijo Eduardo Galeano, «vamos directos al desastre, pero, joder, ¡en qué coches!».
«No hay belleza más que en la lucha», sigue Marinetti. «No debe admitirse un jefe de escuela si no tiene un carácter recalcitrantemente violento […] Queremos demoler los museos, las bibliotecas, combatir el moralismo, el feminismo y todas las cobardías oportunistas y utilitarias». Llámelo usted polarización o «descolonización»; llámelo bulocracia. La verdad debe ceder a la democracia —Zapatero dixit—, porque, Marinetti de nuevo, «¡estamos sobre el promontorio extremo de los siglos! ¿A qué mirar detrás de nosotros, que es como ahondar en la misteriosa alforja de lo imposible?». Para atrás ni para coger impulso, le he oído a algún otro; «el Tiempo y el Espacio han muerto. Vivimos ya en el Absoluto, puesto que hemos creado la celeridad omnipresente».
Culpamos a quienes no pueden adaptarse al «progreso» de reaccionarios; pero ahora echamos de menos las tiendas de discos, y hasta a las discográficas, lamentamos la vulgarización del cine fagocitado por las plataformas y anhelamos servicios y experiencias perdidas. Echamos de menos mirarnos en los cafés y en los bares, pasear y un montón de otras cosas anticomerciales, y la soledad nos come a bocados; pero TikTok, Tinder e Instagram que no falten. Por lo demás, la mayoría de las personas creativas van camino de ser los nuevos siervos de la gleba. Una sociedad en la que el dinero no va a quienes crean, sino a quienes controlan el tráfico, enferma de mediocridad y conformismo. Cuando el ganador se queda con todo, nos desangramos. ¿Progreso? No: desfalco.
Esta fe cientifista y ciega tiene su raíz en el positivismo comtiano, que dio forma al final del siglo XIX y prefiguró la primera y homicida mitad del XX. Escribe Marcellin Berthelot, químico y Secretario perpetuo de Academia de Ciencias de Francia a caballo entre ambos siglos: «La ciencia reclama hoy al mismo tiempo la dirección intelectual y la dirección moral de las sociedades». Ya lo hemos visto: este futurismo encanallado es de suyo totalitarista. A ver, apóstoles de la «singularidad»: ¿cómo dicen ustedes que «el ser humano encontrará como siempre ocupaciones alternativas» al tiempo que manifiestan ustedes que vamos a llegar a un punto inédito de nuestra historia?
«Es casi como si ahora tuviéramos que apagarlo todo. Volver al papel de periódico, volver al boca a boca y empezar a leer libros de nuevo», tocaban The Who, cantaba Roger Daltrey. Que nadie se asuste: no hay que empezar de nuevo. Sencillamente hay que pararse a pensar y no comportarse como catetos. Tenemos que arrojar más luz sobre lo que estamos haciendo, y corregir «las consecuencias turbulentas e interconectadas de nuestros propios inventos», como dice James Bridle en La nueva edad oscura. El problema está en «los mercados absolutamente opacos y tremendamente acelerados del capital contemporáneo», y en que «todo está iluminado, pero no se ve nada». Hay que ser muy ingenuo para creer que un arma del calibre de la IA no será aprovechada por quienes pretenden el poder y la riqueza a cualquier precio. No vamos a renunciar a sus ventajas, pero tenemos que combatir sus aspectos siniestros; es decir, tenemos que pensar más y correr menos.
No estamos pensando críticamente nuestras tecnologías: las estamos produciendo sin más, como hacendosos y atolondrados dipsómanos. Le dice Snowden a la cineasta Laura Poitras: «Que sepas que cada frontera que atravieses, cada compra que hagas, cada llamada, cada torre de telefonía móvil por la que pases, cada amigo que tengas, cada artículo que escribas, cada web que visites, cada línea que escribas y cada paquete que envíes está en manos de un sistema cuyo alcance es ilimitado pero cuyas salvaguardas no lo son». ¿Qué vamos a hacer al respecto? ¿Seguiremos asintiendo a todo para poder ver más vídeos tontos y series en serie? Cuándo vamos a rescatar a los niños de la pegajosa melaza de las redes sociales? De las desagradables bromas de Family Freak, los programas infantiles doblados con insultos y referencias a las drogas; de la cultura de la insolencia violenta también habrá que ocuparse. Se han extendidos incluso los vídeos perturbadores de Peppa Pig; lo infantil y lo familiar junto a lo obsceno y desagradable. Nada es sagrado; producimos pesadillas a escala industrial, entre las que se incluyen porno para todos. ¿Qué vamos a hacer con la subcivilización incipiente y triunfante? ¿Cómo vamos a tratar a los orcos, a base de abrazos? La red de redes no puede ser territorio comanche.
Hay que acabar con los gremios ineficientes, pero también combatir la uberización que desprotege a los trabajadores. E integrar la robotización en nuestras sociedades con ética y política, antes de que veamos a gente destrozando cacharros para que se recuperen trabajos (si la red 5G sufrió ataques por unos bulos sobre el coronavirus, imaginen lo que se nos viene encima). La «ideología ciberlibertaria» es un desastre. Solemos pensar en «la tecnología» como una fuerza autónoma y benéfica, y así nos expresamos, impersonalizándola. Se nos escapa con ello lo esencial de este asunto: «la tecnología» no existe, existen personas que idean y personas que financian, y existe el dinero. El dinero, da hasta pudor advertirlo, no tiene nada de malo, sino más bien lo contrario: puede ser el premio de lo socialmente beneficioso. Pero dinero también hacen quienes venden uranio empobrecido y quienes trafican con mujeres. Primera Ley de Kranzberg: «La tecnología no es buena ni mala, pero tampoco es neutral».
En realidad, es muy sencillo: que algo tenga éxito no quiere decir que nos convenga. Hay magnates haciendo trillonadas con nuestros desvelos. «Eso es odio a los ricos»; con esta campechana falacia despachan algunos nuestras preocupaciones. Pues no, oiga: las personas cabales admiramos a todos los empresarios que crean valor en el mundo, y nos parece requetebién que les rente. Pero no basta con «crear puestos de trabajo»; también los crean y riegan de riqueza a muchas familias los narcotraficantes. Hace ya un tiempo que se nos ofrecen cosas que en realidad no necesitamos para parasitar nuestros datos y nuestras vidas. Extracto del Disclaimer de la televisión de mi casa: «Por favor, tenga en cuenta que si sus palabras habladas incluyen información personal o sensible de cualquier tipo, esta información estará entre los datos capturados y transmitidos a un tercero a través de su uso del reconocimiento de voz». ¿Disculpe? Samsung aconseja al usuario que «sea cauto y revise las declaraciones de privacidad aplicables a los sitios web y servicios de terceros que usted utilice». Con la excusa de la «personalización» de productos y servicios, somos esquilmados.
Como decía Clemenceau, hoy «todos los verbos se conjugan en futuro». Baste recordar que los hay peores y mejores; y que importa el presente. El inevitabilismo es nihilismo apenas disimulado. También es fascismo, pero de verdad, no el del infame videojuego político «Paracuellos vs Valle de los caídos», aunque vaya envuelto en azucaradas nubes cibernéticas. Al grito de Marinetti y los suyos («¡En pie sobre la cima del mundo lanzamos una vez más el reto a las estrellas!») acudió Mussolini; nosotros no vemos todavía al monstruo, porque son varios, son ecológicos, feministas, llevan camisas de algodón y pantalones chinos. En nuestro caso, la bestia bulle silenciosa entre chascarrillos, el internet de las cosas, redes sociales que extreman e interminables series de HBO, de Amazon, de Netflix.
«El optimismo sistemático» —decía Jules Romains en su biografía de Marco Aurelio— «desemboca en una negativa a ser lúcidos cuando la lucidez amenaza el descanso del espíritu». Menos neopanglossianos y más lúcidos: eso necesitamos.
(David Cerdá es autor de El dilema de Neo. Madrid: Rialp: 2024)
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