Hace unas semanas se dio una situación realmente paradójica entre quienes se atribuyen el formar parte de la familia liberal conservadora en España. Pablo Casado cesaba a Cayetana Álvarez de Toledo como portavoz parlamentaria del Partido Popular. Entre los militantes de dicha formación pareció respirarse con cierto alivio, particularmente cuando la portavocía fue confiada a Cuca Gamarra, persona de perfil, por lo que parece, más próximo al marco ideológico predominante en esa organización. Por contra, el cese de la señora Álvarez de Toledo produjo gran consternación entre los sectores más conservadores y particularmente entre los allegados y militantes de VOX, el partido de Santiago Abascal al que, sin embargo, la ya ex-portavoz popular había venido atacando con una saña y una energía más propia de la extrema izquierda filoindependentista que de una diputada por Barcelona, supuestamente ubicada en la derecha.

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No obstante, pese a su acerada retórica anti VOX, desde ese partido y sus alrededores llegaron notorias señales de duelo. El por qué debería estar claro: la marquesa de Casa Fuerte, con el mismo ardor y la misma brillantez retórica con que combatiese a VOX, defendía, frente al actual gobierno social-comunista y sus aliados separatistas, la igualdad ante la ley de todos los españoles y atacaba la hegemonía cultural de la izquierda, enquistada en dicho papel desde la época del desarrollismo franquista como dueña y señora de ámbitos tales como el periodismo, la universidad, el mundo editorial o las artes plásticas, entre otros. La defensa de la unidad de España a través de la ley y la denuncia de la demagogia socialdemócrata instaurada como dogma, cargado de supremacía moral sobre la base de una ventaja epistémica indemostrable, han sido los hitos que, probablemente a su pesar, han convertido a Álvarez de Toledo en un referente para la militancia voxera y en un sujeto sospechoso para la cúpula y el conjunto del Partido Popular.

Desde que Mariano Rajoy se hizo con el mando del PP, para ese partido el tiempo, la historia, el encadenamiento cronológico, el principio de causalidad, en fin, el origen sólo podía ubicarse en el marco constitucional de 1978. Antes de esa fecha, el PP no hallaba anclaje

Es en este punto donde la hipotética derecha española cabalga el tigre. Hipotética en tanto en cuanto nos refiramos al partido que ha pretendido atribuirse el monopolio de ese espacio político desde la debacle de la Unión de Centro Democrático de Adolfo Suárez, hecho que nos remonta a la lejana fecha en que Felipe González alcanzó, merced a una amplísima mayoría parlamentaria socialista, el gobierno del reino. Como es obvio, me refiero al Partido Popular, anteriormente denominado Alianza Popular, fundado por Manuel Fraga en 1976 y reconstituido por José María Aznar a partir de 1990, acogiendo en su seno los fragmentos del centrismo que aún andaban desperdigados a modo de minúsculas formaciones como el Partido Liberal o el Partido Demócrata Popular, atenuando los rasgos conservadores de la formación, asumiendo los tics y reformas del progresismo, procurando hacer bandera no de unos caracteres ideológicos propios sino de una capacidad para la gestión de lo público más depurada que la de la izquierda y llegando a definirse, ya con Aznar en la sombra y bajo el mando de Mariano Rajoy, como un “partido de centro reformista”, ambigua definición que sirvió para que, recuperado el gobierno en 2011, el señor Rajoy no se viera obligado a derogar lo que en su programa prometía, es decir aquello que previamente tachase de leyes ideológicas de Zapatero, particularmente el matrimonio gay, el aborto considerado como un derecho femenino o la ley de memoria histórica.

Precisamente, la renuncia a dar la batalla en el campo de los valores morales, en el espacio de lo simbólico y en el terreno de la legitimidad histórica, propició el nacimiento de VOX como instancia conservadora capaz de acoger en su seno a los elementos disidentes del Partido Popular caracterizados por un moderado talante nacionalista, orgullosos de su raigambre católica o, cuando menos, religiosa y críticos con el estado de las autonomías (frente al que han llegado a oponer, en su manifiesto fundacional, la alternativa del retorno a los fueros) y las cesiones de sucesivos gobiernos socialistas y populares no sólo al nacionalismo disgregador y periférico, sino además a los terroristas de ETA y a sus cómplices.

La tibia reacción de Rajoy al golpe de estado separatista en Cataluña actúo lógicamente como un reactivo que había de garantizar un mínimo parlamentario a la formación de Santiago Abascal. Por ende, desde sus modestísimos inicios, a VOX no le han dolido prendas en hacer patente su voluntad conservadora ni su nacionalismo, entendido como la asunción de lo que España ha sido y es frente a quienes parecen concebir a la España realmente existente como un error histórico o como una excentricidad indeseable en el marco europeo, asumiendo los hitos de la leyenda negra y actualizándolos, tal y como viene denunciando Elvira Roca Barea.

A todo lo dicho habría que añadir algo de suma importancia y es a qué trayectoria histórica se vincula cada cual. Desde que Mariano Rajoy se hizo con el mando del PP, para ese partido el tiempo, la historia, el encadenamiento cronológico, el principio de causalidad, en fin, el origen sólo podía ubicarse en el marco constitucional de 1978. Antes de esa fecha, el PP no hallaba anclaje. No ya en el franquismo, no ya en el 18 de Julio, tampoco en Gil Robles y la CEDA; ni siquiera el par Cánovas y Sagasta parecía lo suficientemente legítimo como para establecer en la Restauración una raíz a la que uncir su centrismo reformista, su vergonzante conservadurismo liberal. Por supuesto, la no derogación de la ley de memoria histórica de Rodríguez Zapatero implicó de modo tácito la aceptación del relato histórico desplegado por el partido socialista y un acto de humillante sumisión a tales presupuestos. Por su parte, el partido de Santiago Abascal sí aspira a dicha derogación, lo que implica la no aceptación del discurso en torno a la guerra civil de los herederos del Frente Popular pero, de manera simultánea, obliga al reto de hacer explícita su relación con el pasado sin huir, como suele hacer alguno de sus líderes más dados a los aplausos de talanquera, hacia las glorias imperiales por vía de Hernando de Acuña.

Y entre hipótesis contradictorias, como la del presunto derechismo del Partido Popular, y falacias propiciadas tanto por éste como por la izquierda en torno a qué cosa sea VOX sino una especie de bastión fascista, tal vez convendría acudir a una de las voces más autorizadas, desde el punto de vista teórico, a la hora de tratar científicamente con la derecha española y sus continuos dolores de parto, me refiero al profesor Pedro Carlos González Cuevas, quien en el prólogo a la segunda edición de su obra El pensamiento político de la derecha española en el siglo XX (Tecnos, 2016) nos aporta la siguiente aclaración conceptual frente a la turbiedad acumulada por el término: “una ideología o tendencia política puede ser clasificada como derechista cuando tiene por base las restricciones características de la naturaleza y la vida humana; lo que se traduce en el pesimismo antropológico, la defensa de la diversidad cultural, de la religiosidad, de las desigualdades, de la tradición; y del reformismo social frente a la revolución”. En este fragmento se condensa lo que es ser de derechas y sólo de derechas, algo que nos gustaría ver reflejado en la praxis política más rutinaria y cotidiana frente a ese pandémico socialismo de todos los partidos contra el que Hayek nos puso en guardia.

Foto: Andrea Piacquadio


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