Buenos Aires es posiblemente la ciudad del mundo que más se parece a Madrid. Quien viva en la capital española se encontrará inmediatamente a gusto al llegar a Buenos Aires, como si hubiera seguido paseando por la Castellana y se hubiera encontrado un obelisco. Eso sí, habrá una cosa diferencial que le llamará la atención respecto a Madrid: la cantidad de gente que hay durmiendo en la calle.

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A uno no le extraña esto en ciudades con aspecto de pobreza, pero Buenos Aires no transmite esa sensación, por lo que el contraste es mayor. Y uno se pregunta cómo es que en el paraíso de los derechos, resulta que tantísima gente no tiene literalmente dónde caerse muerta, al mismo tiempo que los porteños parecen vivir como los madrileños.

Las promesas de los políticos

La explicación hay que encontrarla en esos “derechos” que fueron dando los políticos a los ciudadanos para granjearse su afección. Y es que este es el gran afán de la mayoría de los políticos: garantizar derechos a los ciudadanos. Solo hay que oír sus discursos, especialmente de los políticos de izquierdas, para darse cuenta de que esto es lo que a ellos les parece progreso. Más derechos es mejor para nosotros, y la amenaza más temible es que si gobierna otro partido político se puedan reducir dichos derechos.

Hay que abolir los derechos que nos conceden los políticos para que terminen sus privilegios, y dejen de ser una casta por encima de los demás ciudadanos

Sin embargo, como cualquier economista sabe, y como cualquier persona que lo piense deducirá, conceder derechos no es algo gratis. Todo lo contrario: tiene costes, muchas veces escondidos, y en muchos casos elevados. Aunque suene a broma, el típico ejemplo es el derecho a tener novi@. Es evidente que la concesión de ese derecho llevaría aparejada la obligación de alguien de ejercer tal papel al respecto de quien no lo haya conseguido por sus medios y, sin embargo, lo desee.

Mi derecho, tu coste

Los derechos siempre implican obligaciones. El derecho a la educación gratuita conlleva que los maestros no puedan cobrar por sus servicios, lo que exige una nueva intervención, obligando a todo el mundo a pagar impuestos para que se pueda remunerar a los profesores.

Cuando el fenómeno se observa dinámicamente, el efecto es aún más demoledor. Dado que la concesión de derechos es insostenible económicamente, el número de beneficiarios de los mismos tiende a reducirse con el tiempo.

Por ejemplo, si se reduce regulatoriamente la jornada laboral, o se incrementa el salario mínimo, aquellos ciudadanos que tienen un contrato de trabajo quedan en mejor posición respecto a la situación previa. Pero, ¿qué ocurre con los ciudadanos que no tienen trabajo? Ese derecho incrementa las dificultades para que lo consigan, puesto que los empresarios ya sí tendrán en cuenta el nuevo coste a la hora de contratarlos. En suma, la mera concesión del derecho ha elevado las barreras entre dos “clases”: la clase de los trabajadores y la de los parados.

El punto de vista dinámico

Este es solo el efecto estático. El efecto dinámico se produce porque los empresarios que están haciéndose cargo de los derechos pasan a estar en peor situación competitiva, y, por tanto, es más fácil que su empresa quiebre ante cambios de entorno o errores de gestión. Ello hará que el número de parados tienda a incrementarse, y el número de empleados a contraerse, sin que por ello haya disminuido la barrera que ha creado el derecho entre las dos “clases”.

La tendencia es indiscutible: el número de beneficiados por los derechos se reduce cada vez de forma más acelerada, hasta el punto de que, si bien formalmente se puede hablar de “derechos”, en la práctica lo que empiezan a existir son privilegios de un número decreciente de personas, a costa del resto de la sociedad, a muchos de los cuales les empieza a tocar vivir en la calle.

La casta privilegiada, y el resto

Recapitulemos: los políticos para obtener votos otorgan derechos a los ciudadanos. Estos derechos tienen unos costes, por lo que se vuelven insostenibles, creando dos clases de ciudadanos: los que se pueden beneficiar de los derechos (los propios políticos, los funcionarios, trabajadores…) y los que no lo pueden hacer. Dinámicamente, la creación de los derechos supone la destrucción de riqueza, por lo que los medios para satisfacerlos se reducen, lo que supone un estrechamiento de la capa de población que disfruta de los derechos, en la que siempre están, eso sí, los políticos que los otorgaron.

Podemos observar entonces cómo esa clase beneficiaria de derechos poco a poco se va transformando en un grupo de selectos privilegiados, al que resulta muy difícil acceder desde el exterior. O sea, se pasa casi inevitablemente de clase con derechos, a casta con privilegios. Y, lógicamente, la casta de privilegiados hará lo imposible para mantener el status quo a costa de toda la población, en cierta forma sometida gracias a los derechos que se le han otorgado.

Nada nuevo que no haya ocurrido ya en todos los países comunistas usando la fuerza. Lo novedoso del sistema de derechos es que consigue el mismo resultado haciendo creer al ciudadano que los derechos mejoran su vida. El camino es claro: hay que abolir los derechos que nos conceden los políticos para que terminen sus privilegios, y dejen de ser una casta por encima de los demás ciudadanos.

*** Fernando Herrera, Doctor Ingeniero de Telecomunicación, licenciado en CC Económicas y Diplomado en Derecho de la Competencia.

Publicado originalmente en el Instituto Juan de Mariana.

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