Bien sabido es, desde los lejanos días en que la casa de Médici hizo la felicidad de Florencia, que al servicio de todo príncipe y de la ideología política que constituya el cimiento de su legitimidad, suele surgir un ejército de exégetas dispuestos a cualquier exceso con el fin de ocupar la posición más adecuada para obtener el papel de filósofo gobernante, o, dicho de otro modo, la correspondiente asesoría o cargo palatino a costa del erario pero libre de las servidumbres y vejámenes que caracterizan el proceloso camino de quien se acredita como funcionario de carrera. No deseo referirme ahora en demasía a los meritorios de corte aludidos, aunque sí querría subrayar su calidad de bien conocidos entre el público, que no ignora sus nombres, apellidos y acechanzas; notablemente los de aquellos que, cual rapaces, ubican su zona de caza en el centrismo extremo, ese vertedero intelectual cuya persistente fermentación lo transforma en predio rico en votos que se disputan PSOE, PP y unos señores de Barcelona. Solar que, sin duda, constituye el escenario de divertidas historias de cama, en ciertos casos literales, en las que vemos cómo estos personajes transitan de un lecho a otro, venciendo muros, violentando claustros, sin temor o aprensión a envilecerse con tales tráficos que, a fin de cuentas, contribuyen a mantener, merced a su lúbrica actividad, un constante homenaje a la literatura de nuestro siglo de oro, llegando en los casos de cinismo más extremo a ostentar un parsimonioso desprecio de corte y alabanza de aldea pese a su calidad de prebendados, novatores y aspirantes a validos.

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No obstante, en este campo de la exégesis de palacio no sólo campan los especímenes inguinales o los dados a las artes venatorias, sino que también destacan quienes, al menos en apariencia, no semejan necesitar de medro alguno, pues tiempo hace que su propio mérito o su buena fortuna los condujo a una posición material y social desahogada, cuando no, y además, prestigiosa. Mucho se ha escrito sobre los calamitosos viajes a Siracusa de insignes pensadores, mas no estamos aquí queriendo referirnos a ningún Platón o Heidegger, ya que piezas de análoga categoría no suelen criarse al sur del Pirineo, sino de comentaristas de talla más menuda y posición acomodada que, pese a no verse obligados por la necesidad o la privación, sin embargo se empeñan en protagonizar una agotadora lucha cotidiana, por lo general desde la práctica frecuente del periodismo o la seguridad de la cátedra, cuando no amancebando de manera tan excéntrica como castiza ambas ocupaciones, mientras malgastan su aún joven talento (aunque muchos no sean ya ni jóvenes ni nunca fueran talentosos) en calibrar del modo más sagaz y a través de su luminosa escritura la fórmula con la que ha de destilarse el más puro elixir del progresismo, su forma más bella y alejada de aquel fenómeno que consideran tan ordinario como plebeyo y al que motejan de populismo.

La ilustración buscó la libertad científica, económica y de expresión, el fin de los privilegios estamentales, la igualdad jurídica, la separación de poderes y la participación política. Todo ello generó un sumatorio que se llamó y se llama liberalismo, término que carece de sinonimia con progresismo, siendo este último, si se quiere, el hijo paranoico de aquél

Tras la izquierda exquisita y la gauche divine, han llegado ellos: la izquierda ilustrada, antorcha que predica de sí el mantener viva la luz del pensamiento crítico sin mancharse con las sordideces posmodernas y la turbiedad conceptual de quienes, en su simpleza, se tragaron la píldora altermundista del socialismo del siglo XXI, embriagándose sin mesura con la pedantería de Ernesto Laclau y su viuda, la politóloga belga Chantall Mouffe. El concepto de izquierda ilustrada que enarbolan, y que campa por redes sociales y artículos, ha surgido por vía negativa, es decir, que no define nada concreto sino que, más bien, tiende a ser una descripción autorreferencial por oposición a una serie de rasgos perversos que atribuyen a la corriente principal de la izquierda, la que hoy nos gobierna.

Ignoro quién fue el primero en acuñar la expresión, pero no  me cabe duda de que la misma cobró gran predicamento entre las gentes que nidifican y se nutren del centrismo extremo, tras el éxito que obtuvo el libro “La deriva reaccionaria de la izquierda”, ensayo del economista y profesor barcelonés Félix Ovejero, en el que este pone al descubierto las insuficiencias, el anti cientifismo y las pulsiones atávicas de la izquierda dominante; ítem más, el hecho de definir una izquierda reaccionaria frente a otra de carácter ilustrado debería, en justicia, remontarse al libro de Horacio Vázquez-Rial, “La izquierda reaccionaria”, pero a este autor, fallecido en 2012, nunca se le ha perdonado su tránsito desde el troskismo hasta posiciones propias de la escuela austriaca. Ni siquiera merece mención alguna por parte de Ovejero, pese a que ambos y en compañía de otros, formaron parte de la asociación Ciutadans de Catalunya, asociación cultural de la que luego surgiría un partido político en esas provincias levantinas.

En fin, con independencia de la genealogía que quepa atribuir a la expresión “izquierda ilustrada”, resulta necesario destacar la trampa que contiene y que no es otra que el tópico y cansino esfuerzo de nuestros progresistas por preservar sus dos principales recursos retóricos frente a la posibilidad de que, tras el desastre en que concluirá el sanchismo y poniéndose la venda antes de que la herida aflore con violencia, la derecha, o lo que quede de ella, ocupe de nuevo el poder y quizás, forzada por el creciente éxito de VOX, lo haga con menos complejos que en otras ocasiones. Esos dos recursos retóricos del progresismo, que acogotan hasta el ridículo a la familia liberal-conservadora española, son la ventaja epistémica y la superioridad moral. Y a ellos, a su prevalencia, se refiere la expresión “izquierda ilustrada”. Es decir, nos hallamos ante otro constructo lingüístico no menos trucado que los peores del posmodernismo rampante. Y el truco no es otro que constituirse en trinchera equidistante, entre lo que hay y lo que habrá, al objeto de que el estatus adquirido, así como la vanidad propia, queden a salvo. Nos encontramos, pues, ante un oxímoron poco novedoso pero rechazable desde la evidencia empírica e histórica. Pretender que la tradición ilustrada forma parte del acervo izquierdista es como pretender que el libre examen de las Sagradas Escrituras lo sea del acervo católico, una falacia burda por mucho que podamos reconocer que gracias a los resultados económicos de las políticas guillerminas la socialdemocracia alemana se alejó del marxismo, o que tras el Vaticano II la Iglesia ha tolerado la lectura privada de la Biblia. Recuérdese que la ilustración buscó la libertad científica, económica y de expresión, el fin de los privilegios estamentales, la igualdad jurídica, la separación de poderes y la participación política. Todo ello generó un sumatorio que se llamó y se llama liberalismo, término que carece de sinonimia con progresismo, siendo este último, si se quiere, el hijo paranoico de aquél. Tampoco se debe olvidar, como denunció Alexis de Tocqueville, en su ensayo “El antiguo régimen y la revolución”, que ya la historiografía filorrevolucionaria supo atribuir a la fracasada revuelta francesa reformas que fueron propias del absolutismo monárquico, tan imbuido de ilustración como pudiera estarlo ese Robespierre imaginario de tantos progresistas, que en el genocida jacobino buscan una especie de mito fundacional, aunque a la hora de buscar santos varones, cuando se ponen estupendos, puedan rendirle honores al mismísimo Thomas Müntzer.

Por último, nada de lo que aquí se expone niega la posibilidad de que existan ilustrados de izquierdas e, incluso, de derechas. Afortunadamente, los hay. Pero son pocos, pues la razón y la tradición ilustrada exigen demasiadas horas de estudio y sospecha sobre uno mismo y el marco propio de creencias y elaboraciones. Lo que resulta amañado e intolerable es la pretensión de patrimonializar la tradición científica y liberal de occidente como un rasgo intrínseco de la izquierda y, por ende, hacerlo con la mísera intención de negar sus vínculos y responsabilidad respecto de lo que la izquierda real, la existente, la que no es una entelequia, dice, hace y niega cuando llega al poder de manera total o cuando lo ejerce parcialmente desde monopolios informativos, académicos y culturales ahogando cualquier vestigio de libertad.

Foto: Igor Miske.


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