Como salido de una mala película de zombis, el fantasma del comunismo, aquel del que Karl Marx y Friedrich Engels hablaban de forma poética y patética en su “Manifiesto comunista”, parece haber resucitado. En la España del siglo XXI, víctimas de las mordeduras propagandísticas proferidas desde las filas de la izquierda antidemocrática, cada vez son más quienes forman parte de una manada violenta, intolerante y totalitaria. Una manada ignorante de la historia y, por tanto, incapaz de reconocerse a sí misma como la verdadera epidemia de cualquier sociedad democrática.
Los Iglesias, Garzones, Monteros, Echeniques o Garcías quizás deberían leer con más frecuencia los textos de sus clásicos de referencia. En voz alta. En sus mítines e intervenciones televisivas. En la «Ideología Alemana» de Marx/Engels se dice: «El comunismo no es para nosotros un estado que ha de establecerse, un ideal según el cual la realidad [tendría] que dirigirse. Llamamos comunismo al verdadero movimiento que suprime la condición actual«. Una declaración contundente: ¡el comunismo es el movimiento real, no la meta lejana! Y el principal instrumento político de este movimiento se llamaba dictadura: dictadura del proletariado y, de hecho, dictadura del partido comunista. La realidad del comunismo comenzó con Lenin y sus bolcheviques. Un movimiento que no sólo respondió a la violencia, sino que generó violencia y terror. Para Stalin, la violencia se convirtió en un instrumento de poder omnipresente, con millones de víctimas en nombre del comunismo. No podemos olvidar aquí el sufrimiento de millones de cubanos, venezolanos, chinos, coreanos… por citar sólo unos “pocos”.
El comunismo tampoco es moral. La acción moral requiere voluntariedad. Una verdadera democracia se basa en los conceptos de libertad y justicia, siendo la libertad su fin último, y en la que una acción puede ser justa o injusta
Con frecuencia citan a Rosa Luxemburgo, olvidando que, en la RDA, por ejemplo, eran detenidos y expulsados del país aquellos activistas de los derechos civiles que también reivindicaban para sí la sentencia de Luxemburgo sobre la libertad de los disidentes. Olvidan cómo en el otoño de 1989, los ciudadanos de la RDA fueron humillados, golpeados y detenidos por la policía y los oficiales del Stasi (servicio secreto del partido comunista) por rebelarse contra la autocracia paralizante del Partido Comunista y exigir elecciones libres, democracia, libertad de expresión y libertad para viajar.
Yo les pido a ellos y a sus zombis que se hagan en voz alta la incómoda pregunta de Ernst Bloch: ¿el estalinismo ha distorsionado el comunismo hasta hacerlo irreconocible, o más bien lo hizo perfectamente reconocible? Esa pregunta ha sido definitivamente respondida por el sangriento historial del movimiento comunista en cualquier parte del mundo donde se ha intentado poner en práctica el “salvífico” socialismo real.
Sí, tal vez hay suficientes razones amargas para aferrarse al sueño de una sociedad justa y querer realizarlo. Porque vivimos en un mundo injusto, en un país injusto. Pero esto sólo es posible de forma honesta si se practica la crítica radical al comunismo, es decir, la crítica al intento de forzar la justicia a costa de la libertad. Quien anima a seguir por los caminos hacia el comunismo sin esa autocrítica, es decir, con calculada ingenuidad, se desacredita moral y políticamente.
La democracia parlamentaria ofrece un marco funcional y sofisticado para la resolución de intereses y conflictos políticos contrapuestos, ¡incluyendo la lucha por más justicia! Los que luchan por una sociedad más justa deben desarrollar conceptos realistas, cortejar a las mayorías e iniciar reformas económicas y sociales. Y nunca más debe querer sacrificar la libertad en aras de la justicia. Porque la verdadera justicia es la libertad igualitaria: de participación en la educación, el trabajo, la cultura y el gobierno. La disputa y el esfuerzo sobre la medida concreta posible de dicha justicia y los caminos hacia ella, ese es el centro de la política. Es laborioso, está marcado por las decepciones, nunca está realmente terminado. Pero significa pelear por los intereses de la gente concreta aquí y ahora.
El único argumento lógico en la defensa de lo justo es la presunción de libertad. Funciona como la presunción de inocencia, es decir, el objeto de una acción debe mostrar pruebas de que el actor no tiene la libertad de realizarla o impide el desarrollo de la propia acción libre. Y no al revés. Bajo esta premisa, la búsqueda de lo justo no nace de la imposición de un supuesto “bien”, nace de la disputa razonada sobre los efectos de la acción libre de cada uno de los agentes sociales, de cada uno de nosotros. Y de las consecuencias que de ello se derivan.
El comunismo tampoco es moral. La acción moral requiere voluntariedad. Una verdadera democracia se basa en los conceptos de libertad y justicia, siendo la libertad su fin último, y en la que una acción puede ser justa o injusta. «En virtud de la máxima ‘suum cuique’ [a cada uno lo suyo], los beneficios y las cargas se distribuyen a medida que cada uno ejerce sus libertades y cumple con sus obligaciones. Un estado de cosas justo prevalece mientras no sea violado por un acto injusto«. (Anthony de Jasay) La sumisión de todos a la voluntad de algunos, hecha de forma involuntaria, convierte la legitimidad de cualquier gobierno en moralmente indefendible.
No quiero terminar, en estos momentos de campaña electoral (en plena tormenta de mensajes propagandísticos) en Madrid, sin recordarles a los políticos de izquierdas y derechas, y a los votantes, una frase de Confucio: «Cuando las palabras pierden su significado, la gente pierde su libertad«. Con un pensamiento confuso y un uso descuidado del lenguaje, la libertad no puede defenderse y mucho menos recuperarse. Y vuelvo a utilizar a Anthony de Jasay, quien nos anima a verificar los enunciados por medio de la epistemología, es decir, por falsificación y verificación. Los hechos tienen un «valor de verdad». Los hechos son verdaderos o falsos. Las afirmaciones sin «valor de verdad» son opiniones. Las afirmaciones sobre las acciones humanas relativas al futuro tampoco tienen «valor de verdad». O, en palabras de Murray N. Rothbard: «Los seres humanos no pueden fijarse y predecirse como objetos sin mente y sin capacidad de aprender y elegir«.
Foto: Very trivial.