Mucho se advierte sobre el peligro de la radicalidad, de esos impulsos populistas que, inasequibles a la razón, emergen como una fuerza indómita. No se entiende que habiendo progresado tanto las últimas décadas, el mundo occidental que emergió de la Guerra fría felizmente organizado se vea ahora amenazado por líderes populistas que parecen surgir de la nada.
Pero las cosas no suceden sin motivo. Y los líderes populistas no surgen realmente de la nada, sino de una reactancia social que va en aumento. Se suponía que las ideologías estaban muertas. Y sin embargo no lo estaban. Sólo abandonaron su formalismo para que, líquidas, pudieran inocularse en los estados. Y una vez dentro, bajo la forma de la igualdad y la inclusión, deconstruir la identidad y la cultura mediante un revisionismo exhaustivo de la historia.
Las universidades se han politizado hasta el punto de que el conocimiento como valor académico palidece al lado del activismo
Durante décadas, este revisionismo ha sido animado por periodistas y polemistas, profesores universitarios, académicos y políticos. Las universidades se han politizado hasta el punto de que el conocimiento como valor académico palidece al lado del activismo. También en el cine, la televisión y, en general, el mundo del espectáculo, la función de entretenimiento deja pasó al aleccionamiento como cualidad creativa. Y tenemos la corrección política en todas partes.
En un último asalto, las administraciones invaden el espacio privado con políticas sexuales y de género. Y en poco más de una década, en España, tenemos 18 leyes, una por cada comunidad autónoma y otra por parte del Estado, compitiendo todas para ver cuál es la más expeditiva y despótica.
Pero la tempestad no cesa, sino que arrecia. El torbellino de leyes y reglamentos no surge solo de municipios, administraciones regionales y gobiernos nacionales, también y sobre todo fluye de instituciones transnacionales, foros mundiales y organizaciones globales. En todos los casos el fin es el mismo: supervisar las conductas, costumbres, tradiciones, libertades e, incluso, relaciones íntimas de las personas. Un ejército de técnicos, funcionarios, burócratas, politólogos, sociólogos, expertos en política económica y tecnócratas distribuidos en infinidad de jerarquías que se dedica a detectar deficiencias, desigualdades y malos hábitos.
No es que el ciudadano común no entienda la política, es que no existe genio superdotado que aun a tiempo completo pueda seguir el rastro a una ingeniería social de semejantes dimensiones.
Tal vez todo esto tenga algo que ver con la tensión que se palpa en el ambiente. Y tal vez y sólo tal vez, el spot de Gillette sea algo más que el corolario. Quizá ese vómito creativo sea algo más que la metedura de pata de un departamento de marketing lelo. A lo mejor hasta las corporaciones multinacionales están siendo arrastradas por el vendaval transformador de las políticas inclusivas e igualitarias.
Pero sigue siendo demasiado arriesgado denunciar todo esto, porque el centro político es muy poco tolerante. Lejos de denunciar el disparate que fluye por todas partes, prefiere imponer la censura, la descalificación y el señalamiento. El mundo está bien, nos dicen los moderados. Mejor que nunca. Y a reglón seguido, lanzan acusaciones intempestivas o hacen gala de una frivolidad inaudita. “¿Cómo que el spot de Gillette es abominable? ¡A mí me gusta!”.
Aunque pueda parecerlo, los centristas no son exactamente progresistas, al menos no en el sentido maximalista de la izquierda. Son peores
Y es que la frivolidad es ya la principal virtud de una centralidad atrapada en la falsa creencia de que, por definición, el centro político es mejor que los extremos, ya que, independientemente de los hechos, los extremos siempre se tocan. ¿Pero no será que el centro es el nuevo extremo? Al fin y al cabo, al centrista le parece estupendo que el legislador vulnere principios fundamentales. Y tampoco parece molestarle que las políticas sociales generen daños que no tienen remedio. “De esta ley no se toca ni una coma”.
Sin embargo, aunque pueda parecerlo, los centristas no son exactamente progresistas, al menos no en el sentido maximalista de la izquierda. Son peores. Se identifican a sí mismos como personas con visión de futuro, iluminadas y modernas. No ondearán jamás la bandera de ninguna patria, porque hacerlo es contrario a la neutralidad inmaculada, pero si ondearán con orgullo las banderas del “progreso”, porque avanzar es por definición bueno. Y lo nuevo siempre es mejor que lo viejo.
Pero lo que de verdad distingue al centro de la izquierda es la prepotencia del experto. Cree haber reinventado la utopía convirtiéndola en una transformación sabiamente tutelada. Pero es la misma distopía de hace un siglo solo que adornada de gradualismo.
Al menos los progresistas se refieren a sí mismos como motor de la historia o, en su defecto, están “del lado de la Historia”, porque consideran que la historia siempre avanza hacia fines benéficos, aunque luego esos fines degeneren en hecatombes con millones de muertos. En cambio, los centristas no están del lado de la historia, sino de quienes ellos creen que puede escribirla. La razón es muy sencilla. El centrista es inteligente, aunque tampoco sea un genio. Y el inteligente tiende a ser muy egoísta, porque es más consciente del peligro que supone salirse del consenso. Por eso jamás escupe contra el viento, aunque el cielo se desplome sobre nuestras cabezas.
Foto: Hunters Race