Gerald A. Cohen, un relevante académico y teórico social marxista, se preguntó hace unos años cómo podía alguien ser rico y, a la vez, partidario de la igualdad. Su respuesta sugiere que no hay incongruencia en ser un igualitarista acaudalado, porque acabar con la desigualdad no es una responsabilidad individual sino del Estado. Cohen afirmó también que la filantropía no es la solución al problema de la injusticia, pues es como una gota en el océano.

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Añadió además que lo que se espera de los individuos en una sociedad igualitaria no es lo mismo que se espera de ellos cuando están aún en una sociedad desigual: en la primera uno tiene la obligación de ser solidario, pero en una sociedad injusta uno podría ser rico sin incumplir ninguna obligación vinculada a sus propios compromisos ideológicos, porque exigir puntualmente a alguien rico e igualitario que comparta su dinero con los demás comporta un sacrificio personal demasiado elevado.

Los argumentos de Cohen, aunque elaborados, no son completamente satisfactorios. Quien se aproxima a ellos no puede evitar pensar que está ante una sofisticada justificación de una incoherencia personal. Cohen alcanzó una confortable posición académica en la Universidad de Oxford y era consciente de que en una sociedad igualitaria su nivel de vida sería bastante inferior al que de hecho tenía. Es fácil suponer que necesitaba dar respuesta a quienes lo señalaban diciéndole que podía, incluso debía, renunciar desde ya al exceso de bienes de que disfrutaba y aliviar así la situación de los que estaban sufriendo.

Los argumentos de Cohen, en cualquier caso, son muy superiores a los presentados en estos días en España por la pareja Pablo Iglesias-Irene Montero, por no hablar ya de los desastrados cálculos e invectivas televisivas del habitualmente histriónico Juan Carlos Monedero. Sin embargo, no son aplicables al caso de los dirigentes de Podemos. Cohen se refiere a defensores particulares de la igualdad que deciden no compartir sus bienes con otros. Los argumentos de Cohen están pensados para el intelectual o el filósofo que se destaca por sus diatribas en favor de la igualdad como ideal y que, simultáneamente, resulta ser poco caritativo con la situación de quienes sufren.

Esfera pública y esfera privada

Esta nítida separación entre la esfera pública y la privada no es habitual: lo normal es mezclar ambas consideraciones, como sucede, por ejemplo, cuando se cuestiona la valía pública de algún personaje a consecuencia de algún vicio privado. Sea el caso de Max Weber, quien, si damos credibilidad a una pintada vista en la fachada de una facultad de ciencias políticas, “maltrataba a su mujer”. Sin embargo, a mi juicio, esto, incluso en el caso de ser cierto, no habría restado mérito a las investigaciones de Weber sobre el Estado, la religión o el capitalismo.

No obstante, no estoy seguro de que el caso de Weber sea el mismo que el del intelectual igualitario de Cohen o el de Iglesias-Montero: Weber se ocupó de describir al Estado y no de prescribir cómo tendrían que ser las políticas contra la violencia de género. Si hubiese sido así, probablemente sus escritos al respecto habrían sido buenos, pero el mismo Weber podría haber sido criticado precisamente en función de lo que él mismo había escrito. La separación entre lo público y lo personal, por así decirlo, se difumina parcialmente en el caso de quienes, además de describir el mundo, quieren transformarlo y este es el caso de los intelectuales comprometidos con la igualdad, a los que sí se les pueden reprochar las inconsistencias existentes entre lo que predican y lo que practican.

Hay que desconfiar de quienes abrazan causas morales que implican grandes sacrificios para los demás pero aplazan sus compromisos personales hasta tomar el poder

Personalmente, suelo desconfiar de la gente que abraza causas morales muy elevadas que conllevarán grandes sacrificios para todos cuando aplazan la asunción de sus compromisos personales hasta el momento de la toma del poder. Tiendo a pensar que lo suyo es solo postureo moral y que quien así posa lo hace porque sabe que el momento en que él tendrá que hacer efectivo el coste moral de su prédica no llegará nunca.

La conexión entre la moral personal y los valores con los que uno se declara comprometido es aún mayor en el caso de quien se propone a sí mismo para ser el protagonista de alguna gran transformación social. Que un político que aspira a gobernar conforme a los valores éticos más elevados demuestre que él es personalmente incapaz de guiarse por esos valores es, cuando menos, preocupante. Pone de manifiesto una disonancia entre la moralidad íntima que anima a la persona que gobierna y la que debería inspirar sus decisiones de gobierno, que puede llegar a ser disfuncional.

Nos sorprendería mucho ver al independentista catalán Quim Torra a cargo del plan nacional de lucha contra la xenofobia. Y chocante resulta también la adquisición de un lujoso chalet por la pareja Iglesias-Montero a la vista de sus compromisos éticos en materia de políticas de igualdad y vivienda.

Si de exigir coherencia moral a quien gobierna para cambiar la sociedad se trata, todavía tendríamos que distinguir entre quienes se preocupan por las estructuras sociales que hacen posible la injusticia y quienes se dedican a moralizar al respecto. Este era, por cierto, uno de los argumentos de Cohen: decía que quería cambiar las causas sociales de la desigualdad, pero no moralizar sobre el tema. Por decirlo gráficamente: Cohen estaba interesado en erradicar las causas de la pobreza y no en mitigar sus efectos dando de comer a un hambriento. De ahí que no se sintiera víctima de los discursos de los moralistas que le exigían compartir su riqueza con los que sufren.

Presentarse como un gran referente moral

El problema para los Iglesias-Montero es que ellos sí se han dedicado a moralizar, esto es, a decir a los individuos cómo debían comportarse a título particular y a demonizar a quienes no se ajustaban en su comportamiento privado con unos cánones morales públicos muy exigentes, los mismos que luego ellos han sido incapaces de cumplir. Es más, Pablo Iglesias se vendió a sí mismo como un gran referente moral: construyó todo su discurso político en función del abismo ético que mediaba entre él y el resto de dirigentes políticos que gobernaban este país (la casta). Él era tan puro que no parecía humano. Ahora se ve que no es mejor que los demás y que participa de todos los vicios comunes y que, entre ellos, destaca en falsedad e hipocresía.

Pero esa tendencia a presentarse como seres dotados de unos atributos excepcionales no es exclusiva de Iglesias: es una de las características distintivas de los populistas. Los líderes populistas presumen de tener un vínculo personal con el pueblo, “si me admiran es porque los represento”, vienen a decir, y gustan de mantener ese vínculo presentándose a sí mismos como seres dotados de rasgos extraordinarios. Hay quien lo ha intentado resaltando su virilidad, como el caso del ecuatoriano Abdalá Bucaram cuando aludía al “semen aguado” de su rival político.

En nuestro caso, nos hemos ahorrado parte del bochorno: Iglesias solo se vendió a sí mismo como un ser con una moralidad absolutamente elevada y como alguien en quien se podía confiar ciegamente. Ese discurso caló bien en una parte significativa del electorado español, caracterizada por cierto redentorismo o adventismo político, que nos lleva a creer con frecuencia que está por venir un día en el que llegará alguien sin pecado y que traerá salvación al mundo.

Una actitud social vigilante hacia quienes gobiernan o hacia quienes aspiran a hacerlo es condición de buen gobierno

Si la contemplación de las fotos del chalet dará lugar a que los incautos caigan del caballo o si, por el contrario, se mantendrán firmes en su fe, es algo que está por ver. No soy demasiado optimista al respecto: como he señalado, nuestra tradición nos vincula a una concepción fideista de la política que nos empuja a buscar a alguien en quien tener fe y no a alguien de quien no desconfiar porque aún no nos ha dado razones para ello. No está de más recordar que, en materia de gobierno, hay que desconfiar también de quien parece digno de confianza y que no conviene en ningún caso arrojarse en sus brazos, pues con el tiempo comprobaremos que incluso frente a él todas las cautelas son pocas. Una actitud social vigilante hacia quienes gobiernan o hacia quienes aspiran a hacerlo es condición de buen gobierno.

Al fin y al cabo, como hace ya tiempo que advirtió David Hume, un buen gobierno no es el que funciona bien cuando es guiado por alguien virtuoso, sino aquel en el que leyes, frenos y contrapesos actúan como controles que garantizan que incluso los hombres perversos se comportan de un modo razonable. Y son esos controles, los que los populistas consideran superfluos cuando ellos gobiernan, los mismos que nosotros deberíamos ahora ver como más necesarios que nunca ante la constatación de que las vestimentas morales de Iglesias, el puro, son más o menos como las de todos los demás.


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