En la democracia ateniense la mayoría de los magistrados se asignaban por sorteo y los ciudadanos hacían las leyes y tomaban decisiones políticas reunidos en asamblea. En los países occidentales no hay asambleas ciudadanas semejantes y no está presente el sorteo, por lo que denominarlos como democracias sería un exceso injustificado. Al gobernar unos pocos, y no todos, serían más precisamente aristocracias u oligarquías electivas.
Tampoco hay suficientes razones filosóficas para denominar democracia a los sistemas políticos a los que hoy en día solemos llamar así. Se considera a Rousseau, Locke y Montesquieu los padres de la llamada democracia moderna, pero ninguno de los tres denominó nunca a su modelo político preferido como democracia. Las veces que en sus escritos aparece el término es para referirse a la antigua democracia ateniense y distanciarse críticamente de ella.
Vivimos en una democracia porque nuestros dirigentes políticos así lo dicen, y en la democracia en la que vivimos todo lo que nuestros democráticos dirigentes políticos dicen y hacen es inequívocamente democrático, desde construir muros a negociar referéndum de secesión
Es con la revolución norteamericana y con la francesa cuando las supuestas democracias modernas vieron la luz en la historia, pero ni en la Constitución americana ni en la primera Constitución francesa se utiliza esta palabra (tampoco en la Constitución polaca, anterior a la francesa, ni en la española de 1812). Los padres fundadores de Estados Unidos y los revolucionarios franceses usaron profusamente el término «república», palabra que remite a Roma y no a Grecia.
Pero no solo descubrimos que la palabra democracia no es muy adecuada para identificar la forma de gobierno más común de Occidente. Resulta que lo que pretende designar la expresión “democracia moderna” no es solo una forma de gobierno, sino tres muy claramente diferenciadas, a saber: sistema parlamentario, sistema constitucional y sistema partidocrático.
Tanto el sistema parlamentario que rige hoy Reino Unido como el constitucional, vigente sobre todo en EE.UU, son representativos. Los ciudadanos eligen a un representante por distrito usando el sistema electoral mayoritario: se presentan varios candidatos y solo uno gana. Si la elección es a una vuelta, como en Reino Unido, basta con mayoría simple. Si se admiten dos vueltas, como ocurre en Francia, el candidato necesitará más del cincuenta por ciento de los votos para ganar. Los representantes están sometidos a tres lealtades: a los ciudadanos del distrito por el cual fueron elegidos, a los principios ideológicos básicos de su partido y a la propia nación. La conciencia libre del representante habrá de dirimir los posibles conflictos entre ellas, pues no debe obediencia a nadie, como ya señaló en 1774 el pensador y político irlandés Edmund Burke en su famoso discurso a los electores de Bristol. Sin embargo, hay una importante diferencia entre el sistema parlamentario y el constitucional. En el parlamentario el jefe del ejecutivo es elegido por el legislativo y, en puridad, no hay verdadera independencia entre ambos poderes. En cambio, en el constitucional el poder ejecutivo y el legislativo están separados en origen y precisamente por ello son inequívocamente independientes.
En el sistema partidocrático que rige hoy en España y en la mayoría de países europeos tras la II Guerra Mundial, los ciudadanos votan listas de candidatos que elaboran los jefes de los partidos. Tal circunstancia, unida al sistema proporcional de elección, hace que no exista verdadera representación política: la lealtad del diputado a la nación y a los ciudadanos de su provincia es sustituida por la obediencia ciega al líder del partido, que es el que, después de todo, controla el porvenir político del diputado. El gobierno depende del parlamento, pero la relación y mutua dependencia entre legislativo y ejecutivo es aun mayor que en los sistemas parlamentarios, pues está agravada por la falta de representación política.
¿Pero entonces, qué es la democracia moderna? En la insistente búsqueda de claridad en el lenguaje político nos encontramos en una encrucijada similar a la de San Agustín en relación con el tiempo: sabemos lo que es la democracia moderna si nadie lo pregunta, pero cuando se nos pregunta, la presunta certeza desaparece.
Es obvio que en la actualidad el término «democracia» se ha convertido en un campo de batalla donde la intención de conquista prevalece sobre la búsqueda de la verdad. El significante “democracia” es hoy un mantra hipnótico cargado de connotaciones positivas pero, como diría Ernesto Laclau, vacío de toda significación. El famoso opúsculo del escritor británico George Orwell, «La política y el lenguaje inglés» publicado en 1946, resuena hoy con renovada actualidad:
“En el caso de una palabra como democracia, no solo no hay una definición aceptada, sino que el esfuerzo por encontrarle una choca con la oposición de todos los bandos. Se piensa casi universalmente que cuando llamamos democrático a un país lo estamos elogiando; por ello, los defensores de cualquier tipo de régimen pretenden que es una democracia, y temen que tengan que dejar de usar esa palabra si se le da un claro significado”
En el siglo XX Franco denominaba a su régimen como democracia orgánica, los países comunistas del Este de Europa se calificaban como democracias populares y EE.UU y los países del Occidente europeo se consideraban como los únicos realmente democráticos. Hoy el sistema parlamentario, el constitucional y el partidocrático se autocalifican como democracias.
En rigor, lo importante no es a qué forma de gobierno asignamos la palabra mágica, sino cuál nos parece preferible. Lo que hoy tenemos en España es una partidocracia. ¿Desea usted un sistema parlamentario con diputados de distrito y sistema electoral mayoritario?, ¿desea quizá elecciones separadas para designar al presidente de gobierno y a los diputados del congreso como en un sistema constitucional? Tenga cuidado con lo que desea, con lo que dice y con lo que hace. Si la democracia es la mejor forma de gobierno y en España vivimos en una democracia, ¿para que cambiar de sistema?, exclamarán al unísono nuestros avispados gobernantes. Acto seguido, intentarán construir un enorme muro democrático para dejarle a usted del otro lado.
Vivimos en una democracia porque nuestros dirigentes políticos así lo dicen, y en la democracia en la que vivimos todo lo que nuestros democráticos dirigentes políticos dicen y hacen es inequívocamente democrático, desde construir muros a negociar referéndum de secesión: es democrático amnistiar a golpistas secesionistas, pactar con filoterroristas, discriminar a escolares hispanohablantes en Cataluña y promulgar una ley que reduce las penas de los violadores.
A pesar de sentir una instintiva extrañeza y un íntimo malestar, usted vive en el mejor de los sistemas políticos, aunque no sepa muy bien en qué consiste, y solo cabe felicitase por ello. Calle, aguante y disfrute pues del paraíso.
Foto: La Moncloa – Gobierno de España.
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