Vaya una confesión de principio para encuadrar adecuadamente las reflexiones posteriores: pertenezco a una generación que fue educada en el esfuerzo y a través de él, la consecución del mérito como vía de promoción social. En efecto, la sacrificada clase media que surgió del desarrollismo franquista inculcó a sus retoños la convicción de que la educación, la cultura y una sólida preparación profesional –estudiar una carrera, se decía entonces- constituían el camino más seguro para prosperar o simplemente huir de la miseria material y moral que había marcado a la generación anterior, la que había sufrido la guerra y, aun peor, la que había tenido que sobrevivir a la posguerra.
Eso ya es historia, como tantas cosas que hemos vivido y que uno comprende que, para bien o para mal, han quedado en el camino y no volverán. Hoy el futuro individual no se vincula en la misma medida al aprovechamiento escolar. Me parece inútil lamentarlo. Casi prefiero ver el lado positivo del proceso, asumirlo como señal o exponente de que la situación económica y social de nuestro país ha cambiado radicalmente y hoy se abren otros múltiples caminos en el contexto de una movilidad social incomparablemente mayor. No otra cosa ha sucedido en los últimos decenios –desde la década de los sesenta del siglo pasado- en los demás países occidentales, aunque el caso español presenta un despegue más tardío y una aceleración posterior mucho más brusca.
¿Dónde está entonces el problema? Desde mi punto de vista, el problema surge cuando el rechazo a un sistema de valores determinado conduce al polo opuesto. Es, para entendernos, el efecto pendular. Para concretar, me ceñiré a unos brochazos de mi experiencia escolar, una actividad a la que he dedicado toda mi vida profesional. Me eduqué en el adoctrinamiento religioso –nacionalcatolicismo-, político –la formación del espíritu nacional-, el castigo corporal –bofetadas y azotes- y, en general, un autoritarismo que despertaba tanta repulsión como, simplemente, miedo. En cuestión de un puñado de años –dos o tres lustros, o acaso un poco menos- el panorama cambió de manera radical. ¡La liberación!
Los mejores se van retirando de los puestos de responsabilidad para dejar sitio a los profesionales del fango que, a su vez, colocan a sus conmilitones en un círculo nunca mejor calificado de vicioso
Cuando empecé a dar clases a alumnos de bachillerato, el profesor se había convertido en profe (las mujeres, en seño), se le hablaba de tú, no de usted, y estaba más cerca de un hermano mayor o incluso un colega marchoso que de la antigua autorictas. Nuestro modo de entender la democratización de la enseñanza –aspiración que todos compartíamos- fue hacer del profe uno más en el aula. Para que no quedara la más mínima duda –incluso visualmente- se suprimieron las tarimas que otorgaban visibilidad y posición prominente a quien impartía la docencia. Con frecuencia los pupitres se disponían no en filas ordenadas mirando a la pizarra sino en corro, como si la clase fuera una asamblea.
La transformación –reflejo de los cambios sociales- se hizo al amparo de la nueva pedagogía. A su vez, el asentamiento y prestigio de esta coadyuvó a que la metamorfosis –una auténtica revolución silenciosa- se hiciera más profunda y universal. Así, por ejemplo, una de las primeras consecuencias fue la degradación de los contenidos –o sea, lo que siempre se había considerado la esencia del aprendizaje- en beneficio de la evaluación de simples actitudes, la reputación de otras destrezas y la transmisión de nuevos valores. Entre estos, se impuso la idea de que el esfuerzo era una categoría obsoleta. La escuela debía ser entretenida –del clásico instruir deleitando se tachó el infinitivo y solo quedó el gerundio- y el docente, un tipo de showman o, en términos cotidianos, un híbrido entre poli de guardería y animador cultural.
Esto que estoy contando a grandes trazos –que solo reputarán como exagerado quienes no hayan tenido contacto en los últimos años con el medio educativo- no es, por supuesto, exclusivo de nuestro país. Antes al contrario, sé muy bien que el experimento se importó de otras naciones de nuestro entorno y, como no podía ser de otra manera, tuvo aquí el mismo impacto negativo –primero, uno a uno, en todos los niveles educativos, de la Primaria a la Universidad; más adelante, en el conjunto social- que en todos los demás sitios donde se puso en marcha una reforma tan desatinada. La gran diferencia estuvo en que la mayoría de aquellos otros países rectificaron con mayor o menor presteza o intensidad mientras que aquí nos empecinamos en el disparate. La contumacia en el error es la que explica nuestra situación (veánse los informes PISA).
Con todo, no quisiera cargar tan solo sobre las espaldas del sistema educativo lo que he denominado, en el titular que encabeza estas líneas, declive imparable de la meritocracia. No podemos desconocer ni silenciar en este marco que la sociedad española se ha amoldado secularmente a prácticas que representan lo contrario de la valoración del mérito. Me refiero al amiguismo en todas sus variantes, desde el nepotismo al simple enchufismo. “Al amigo el favor, al enemigo la ley”, rezaba la famosa sentencia caciquil, aún vigente entre nosotros. De modo más grosero, “al amigo, el culo; al enemigo, por el culo, y al indiferente, la legislación vigente”.
Lejos de suscitar rechazos o denuncias, el reconocimiento expreso del favoritismo genera entre nosotros comprensión y hasta una tácita complicidad, cuando no un discreto regocijo. Así, los amaños y tejemanejes para colocar al candidato de la casa o al pariente –o la parienta, claro, para estar a tono con los tiempos- se tiñen de cinismo. La Universidad española –paradigma de la más feroz endogamia- es una selva donde lobo no come lobo pero devora todo bicho extraño al ecosistema. Pero, insisto, no es solo un problema del entramado educativo. Cuando a Lara, el fundador del Planeta, un periodista bisoño le preguntó cómo estaba invitada antes de conocerse el fallo la que sería ganadora de esa edición del famoso premio, el sagaz editor le contestó sonriente: “Amigo mío, usted cree todavía que los niños vienen de París”.
Una de las secuelas de ese estado de cosas es el florecimiento de la picaresca. No hará falta ponderar las raíces seculares de esa tradición. Lo más curioso es que pese a los profundos cambios sociales, el prestigio de la picaresca permanezca intacto entre nosotros. El pícaro despierta indulgencia y hasta simpatía. En otros países europeos, un alto cargo que se sirva de favores o simples malas prácticas se ve abocado a una severa disculpa y muy probablemente la dimisión. No digamos ya, por ejemplo, si consigue la máxima titulación académica, el doctorado, mediante la copia o el plagio. Aquí puede llegar a presidente del Gobierno. Ni el interfecto se siente obligado a dar explicaciones ni los ciudadanos se las exigen.
Otra consecuencia inmediata es que la mentira deja de ser una categoría –lo opuesto a la verdad- en el reflejo o intelección del mundo y se degrada a mero instrumento de poder. La mentira sistemática se convierte en estrategia –es verdad que más a menudo, una simple táctica- y con ello en cierto modo deviene un arte o, al menos, una habilidad que muchos ponderan bajo una serie de eufemismos, como marketing, propaganda o comunicación. Esta noche puedo decir que jamás me aliaré con tal sujeto y a la mañana siguiente fundirme con él en un abrazo y firmar un programa de gobierno conjunto. Y no pasa nada. Aquí paz y después gloria.
Por último, pero no por ello menos importante, la vida social y política se convierte en el reino de la chapuza. Dado que no se premia la sabiduría, la capacitación o la honestidad, se produce una selección a la inversa: los mejores se van retirando de los puestos de responsabilidad para dejar sitio a los profesionales del fango que, a su vez, colocan a sus conmilitones en un círculo nunca mejor calificado de vicioso. Ahí los tienen: el espectáculo de nuestra clase política en general y de nuestros dirigentes en particular ya no conduce al escepticismo sino al bochorno.
Dejando ahora al margen excepciones puntuales, el único gran sector en España donde persiste la valoración del mérito por encima de todo es el deporte, actividad en la que España es incuestionablemente una potencia mundial. Lejos de tomar buena nota de ello, en el resto de las esferas impera un modelo organizativo que desprecia el mérito por elitista, antesala de la descalificación fetiche o comodín, simplemente facha. Ahora que se nos viene encima una crisis inédita –desde sanitaria a política, pasando por la catástrofe económica y social, todo a la vez- podríamos lamentar que al frente de ninguno de esos ámbitos hayamos elegido a los mejores (y yo añadiría que ni siquiera a los mediocres). Tal como están las cosas, mucho me temo que ni siquiera seamos –mejor dicho, queramos ser- conscientes de ello. Así nos va.
Foto: Pool Moncloa / José María Cuadrado