«La insatisfacción con la política es demasiado profunda tanto aquí como en el extranjero. La gente ha llegado a dudar del futuro del sistema democrático y sus instituciones. Desconfían de los políticos y tienen poca fe en el futuro». Esta afirmación podría pertenecer a cualquier artículo actual, pero no es una afirmación reciente. Forma parte de un discurso que Margaret Thatcher dirigió a los conservadores británicos en 1968 y en el que advertía sobre los retos que planteaba un sistema de Gobierno bastante novedoso, el democrático, donde cada persona es un voto y donde las discusiones que antes tenían lugar en la sociedad, ahora se producen dentro de esas organizaciones políticas que llamamos partidos.
Para que este trasvase funcione adecuadamente, los partidos deben proporcionar un espacio lo suficientemente amplio como para dar cabida a una variedad de opiniones que, aun siendo compatibles con sus principios generales, difieran entre sí. Así, mediante el debate en el seno del partido se llegará a acuerdos para dar forma a otra de las novedades del sistema democrático: el programa electoral.
Todo se ha vuelto tan grande y complejo, tan organizado, tan estandarizado, tan ‘tecnocratizado’… tan convenientemente inaccesible que no hay lugar para el individuo, sus méritos o talentos, sus necesidades o deseos, sus preferencias o costumbres
Esta manera de canalizar las diferentes sensibilidades sociales, aunque imperfecta, es bastante razonable. Sin embargo, la confección de programas cada vez más amplios y detallados para persuadir al mayor número posible de electores ha generado una consecuencia adversa: demasiado a menudo el votante la pregunta al político «¿qué vas a hacer por mí?». Y el político responde convirtiendo su programa es una serie de promesas a cambio de votos.
Aquí es donde Thatcher señala con el dedo: «Creo que los partidos y las elecciones son más que listas rivales de promesas; de hecho, si no lo fueran, difícilmente valdría la pena preservar la democracia». Sospecho que hoy esta afirmación sería sacada de contexto. Numerosos medios de información titularían utilizando solo la parte final: «Fulano afirma que no vale la pena preservar la democracia». Pero Thatcher quiere preservar la democracia. Por eso advierte de que la política corre el peligro de convertirse en un concurso de regalos. Y lo hace consciente de que la sociedad de la información es una realidad.
A finales de 1960 la televisión es ya un medio masivo que, a diferencia de los diarios, presenta las noticias de forma más vivida y que, además, por su propia naturaleza, apenas deja margen para la reflexión, influyendo de forma radical en la forma en que se juzga lo que sucede y lo que los políticos hacen o dejan de hacer al respecto. Desde 1968 hasta hoy esta tendencia se ha agravado. El volumen de información ha aumentado exponencialmente y la reacción entre acontecimiento y noticia se ha vuelto inmediata. Arrastrados por un torrente de informaciones tan colosal como veloz nos vemos compelidos a juzgar lo que sucede de forma atropellada. Las informaciones se convierten en los árboles que nos impiden ver el bosque.
Thatcher apunta también al desarrollo extensivo y omnipresente del Estado de bienestar, cuyo origen sitúa en la Segunda Guerra Mundial. Una de las cuatro grandes libertades en la declaración del presidente Franklin Delano Roosevelt durante la guerra, nos recuerda, fue ‘libertad de la miseria’. Desde entonces en el mundo occidental se han multiplicado las medidas encaminadas a proporcionar mayor seguridad, pero no solo en aspectos básicos, también en otros más novedosos y sofisticados. Para abrir paso a estas nuevas promesas de seguridad se ha acabado cuestionado todas y cada una de las instituciones sociales, costumbres y tradiciones. Por poner solo un ejemplo, en Suecia, uno de los grandes referentes de este proceso de burocratización de la existencia, en la década de 1970 había 74 comisiones gubernamentales dedicadas a analizar «familia y género». En la actualidad, generaciones enteras han vivido en el contexto del Estado de bienestar y de su concepción mecánica de la política social. Y juzgan los programas de los partidos según este contexto, sin cuestionarse los límites del poder.
Paso a paso, Thatcher llega a la conclusión fundamental: el gran error de los últimos tiempos ha sido que el Gobierno provea o legisle casi todo. Un exceso que nace del deseo de parte de la gente de una mayor intervención del Gobierno en determinados asuntos, como la sanidad, la educación o la seguridad de bienes y personas. Este deseo se cumplió. Pero la intervención siguió aumentando. Se volvió tan masiva que ya no podía ser ejercida en la práctica por el Gobierno, sino por más y más funcionarios o burócratas… o expertos. Y según está intervención aumentó, paradójicamente el Gobierno se alejó de la gente.
El resultado del proceso democrático ha sido, por lo tanto, un autoritarismo creciente. Algo que puso en evidencia el comportamiento de numerosos Gobiernos durante la epidemia, y muy especialmente Canadá, Australia, Nueva Zelanda o Francia, países cuyos gobernantes han abanderado un «autoritarismo democrático» sin precedentes. Pero la covid no fue más que la tormenta que se precipita sobre un terreno previamente reblandecido, como ahora se precipita el ecoprogresismo. Hace tiempo que la gente siente que ha dejado de ser importante, que ya no forma parte del esquema de las cosas. Todo se ha vuelto tan grande y complejo, tan organizado, tan estandarizado, tan ‘tecnocratizado’… tan convenientemente inaccesible que no hay lugar para el individuo, sus méritos o talentos, sus necesidades o deseos, sus preferencias o costumbres. El individuo, por sí mismo, ya no cuenta. Y esto es incompatible con la democracia porque, según concluye Thatcher, el autogobierno es para aquellos hombres y mujeres que han aprendido a gobernarse a sí mismos. La política debe ayudarles a lograrlo. No impedírselo.
Foto: Duncan Sanchez.