Las protestas originadas a partir del asesinato de George Floyd derivaron en una práctica que si bien no es estrictamente novedosa sí resultó, al menos, curiosa. Me refiero a esa suerte de ataque sistemático a estatuas tanto en Estados Unidos como en Reino Unido.
Por mencionar algunos casos, en Richmond, una estatua en honor a Jefferson Davis, presidente de la Confederación, fue vandalizada y derribada, y también fue atacada una estatua de Colón; misma suerte corrieron los monumentos que rendían honor al descubridor de América en Saint Paul, Boston, Houston y Miami. En esta última ciudad también recibió pintadas la estatua de Juan Ponce de León.
En Ventura, el ataque se dirigió hacia la estatua del misionero español y franciscano Fray Junípero Serra y en San Francisco le pintaron símbolos fascistas y le escribieron “bastardo” al monumento de Miguel de Cervantes.
Sócrates y Platón cancelados por aristócratas y etnocéntricos; Aristóteles cancelado por heteropatriarcal; y así sucesivamente hasta no dejar en pie a nadie que haya nacido antes del siglo XXI porque, naturalmente, cualquiera que hubiera tenido la osadía de haber llegado al mundo antes del imperio de la corrección política tendrá en su haber alguna mácula
No conformes con esto, en Portland, derribaron la estatua de Thomas Jefferson acusándolo de “propietario de esclavos” y prendieron fuego a la cabeza de la estatua de George Washington escribiendo sobre ella mensajes como “colonialista genocida”, “estás en tierras nativas” y “1619”, año que haría referencia al momento en que los primeros esclavos fueron llevados a Estados Unidos.
En este contexto, la líder de la mayoría demócrata en la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, pidió que se retiren once monumentos a figuras confederadas y San Francisco y Albuquerque quitaron estatuas de Colón y Juan de Oñate respectivamente de manera preventiva.
Si hablamos de Gran Bretaña, en Bristol un grupo de manifestantes arrojó al río la estatua de Edward Colston acusándolo de comerciante de esclavos; en Oxford se está exigiendo que se retire el monumento de Cecil Rhodes, en Edimburdo sucede algo similar con la efigie de Henry Dudas y en Londres fue vandalizada la estatua del mismísimo Churchill. En este marco, el alcalde de Londres Sadiq Khan anunció que se creará una comisión para revisar los nombres de las calles, los murales, las obras de arte callejero y los monumentos para determinar cuáles pueden ser sostenidos y cuáles deberán ser retirados.
Las imágenes de estos ataques sin duda despiertan zozobra probablemente porque se asocian con ese tipo de acciones simbólicas que se realizaron a lo largo de la historia en sucesivas revoluciones. El #BlackLivesMatter está lejos de implicar una revolución pero pareciera pretender compartir con aquellas, en un sentido, la idea de inaugurar un “tiempo cero”. Para ello, buscaría “sepultar” lo que sería el pasado ominoso que representarían figuras como las mencionadas.
En lo personal no me asustan los revisionismos y en cada uno de los países existen disputas acerca de lo que ha contado la historia oficial y las historias alternativas. Sin caer en la idea de que la historiografía es una rama de la literatura o que los hechos no existen, no cabe duda de que los sucesos y las acciones de los hombres que los protagonizaron están abiertos a interpretación y a revisión.
Con todo, no debe dejarse de soslayo que este revisionismo se da en una época particular en la que se ha transformado en un ejercicio cotidiano la valoración del pasado con categorías extemporáneas. Curiosamente, se trata de un accionar que está más presente en los sectores académicos vinculados a las ciencias sociales o a las disciplinas humanísticas, antes que en la sociedad civil en su conjunto. Los debates que se dan en la universidades acerca de los planes de estudios donde se evalúa con los criterios de la corrección política del siglo XXI, no solo las obras, sino, en muchos casos, los comportamientos personales de los autores de éstas, generan una mezcla de asombro e indignación por el nivel de irracionalidad y capricho con el que se encara. Sócrates y Platón cancelados por aristócratas y etnocéntricos; Aristóteles cancelado por heteropatriarcal; y así sucesivamente hasta no dejar en pie a nadie que haya nacido antes del siglo XXI porque, naturalmente, cualquiera que hubiera tenido la osadía de haber llegado al mundo antes del imperio de la corrección política tendrá en su haber alguna mácula.
Alguien dirá que toda historia se escribe en un presente y eso sin dudas es así. Pero, una vez más, entre el historicismo burdo que plantea que todo es interpretación arbitraria que se realiza desde el poder de quien hegemoniza el presente, y una mirada conservadoramente ingenua que considera que la única historia es la historia oficial que es siempre la historia de los vencedores, debería haber posibilidad de mediaciones y un mínimo de acuerdo sobre una base empírica. Pero no están corriendo buenos tiempos en ese sentido.
Naturalmente a todos los amantes de la buena literatura lo primero que se les viene a la mente es el inigualable ministerio de la Verdad creado por Orwell en la novela 1984. Como ustedes saben, se trata del órgano encargado de reescribir los documentos para modificar la historia en función de las necesidades presentes del Partido. Si, por razones estratégicas, el Partido debía afirmar que ingresaba en una nueva guerra, los encargados del Ministerio modificaban inmediatamente todos los documentos oficiales y los diarios de manera tal que se pueda hallar una coherencia entre la “nueva situación” y la historia. Modificados los documentos, sin posibilidad de chequear la información y los recuerdos, la historia se tergiversaba a voluntad pues el tribunal de los hechos había desaparecido. De hecho, en una genialidad de Orwell, el autor nos informa que el eslogan del partido era “El que controla el pasado controla también el futuro. El que controla el presente, controla el pasado”.
No se puede decir mejor: en realidad, a nadie le interesa en sí mismo controlar el pasado. En todo caso, controlando el pasado lo que se busca es hacerse del control del futuro pero para controlar ese pasado hay que controlar en el presente la manera en que voy a contar ese pasado. Esto va, obviamente, más allá del caso específico del #blacklivesmatter y no intenta abrir un juicio de valor sobre su reivindicación. Pero es eso lo que se está jugando. ¿O ustedes creen que es relevante en sí mismo derribar la estatua de un presunto esclavista? Claro que no. Están, en el presente, disputando el relato del pasado para garantizarse la legitimidad de hegemonizar el futuro. Otro punto en común con la novela de Orwell es el nivel de polarización existente y la moralización de la política y de la historia. No hay procesos, no hay contextos, no hay contradicciones: hay buenos y malos esenciales. Los que están de un lado y los que están del otro. En la novela el malo era un tal Goldstein a pesar de que se deja entrever que quizás nunca haya existido y que es un invento del Partido para tener un enemigo. Goldstein era causa necesaria y suficiente para explicar las injusticias del mundo. Por cierto, no deja de ser curioso que en tiempos donde las categorías binarias que constituyeron el pensamiento occidental desde sus orígenes están siendo interpeladas, se apliquen moralizaciones igualmente binarias al análisis de asuntos complejos. Los buenos somos nosotros, el malo siempre es el otro y su existencia explica el padecimiento general e individual. Cada identidad tiene su “otro malo”. Este “otro malo” son los blancos, el varón, el que come carne, el heterosexual, el que bajó de los barcos, el occidental, el católico y así podría continuarse hasta el infinito en la medida en que las políticas identitarias se atomizan cada vez más.
Pero yo agregaría un elemento más que no está en la novela de Orwell y con el que quisiera concluir. Es lo que yo llamaría la disputa por el monopolio de la retroactividad. Dicho de otra manera, en una sociedad como la nuestra, cada vez más punitivista, por derecha o por izquierda, antes que modificar la historia como hacía el Ministerio de la Verdad, lo que se busca es tener la legitimidad para crear “nuevos delitos morales” en el presente con la facultad de aplicarse retroactivamente. Insisto en que son “delitos morales” y no “penales” y que la clave está en que, dado que se pueden aplicar retroactivamente, nadie está a salvo. Así todos son presuntamente culpables por el delito que se va a imponer mañana dado que toda persona viva o muerta es pasible de ser alcanzada por la nueva batería incesante de nuevos delitos morales que se van creando. Entonces no se trata de modificar los hechos. Los hechos, por decirlo de algún modo, permanecen tal cual sucedieron. Lo que cambia es que ahora esos hechos del pasado se han transformado en un delito moral que debemos castigar. Si usted vivió en el siglo XVII y no condenó el esclavismo, o años después todavía consideraba que su mujer no merecía un cuarto propio, despreciaba a los homosexuales como se los despreció desde la derecha y desde la izquierda hasta hace apenas algunos años y le gustaba cazar, queda cancelado y no merece ni una estatua, ni una calle, ni una mención en un libro de texto. Nada. Solo el repudio. Y que sus herederos no se quejen porque hasta puede que se le exija una compensación siglos después. Por si hace falta voy a aclarar que detesto el esclavismo, el sojuzgamiento y confinamiento de las mujeres al seno del hogar impuesto por muchos varones, la persecución por razones de elección sexual y que se maten animales. Pero también puedo entender que esos son valores de mi época y que no resulta del todo justo utilizarlos para juzgar acciones y comportamientos de quienes vivieron en otros contextos. No defiendo el relativismo pero sí un enfoque con una razonable perspectiva histórica. Esto no significa justificarlo todo. Más bien se trata de advertir que la variable contextual debería jugar al menos al momento de hacer valoraciones morales. El mundo no ha nacido con nosotros y suele ir más allá de nuestros ombligos.
Sin embargo, en nombre del relativismo posmoderno se está creando a ritmo vertiginoso un canon de neopuritanismo que se aplica sin ninguna tipo de perspectiva histórica o, para decirlo de otra manera, con la única perspectiva histórica del presente. En nombre del relativismo de repente se pega un salto hacia la vereda de enfrente y se nos dice que las reivindicaciones de hoy forman parte de un continuo de progreso moral de la humanidad. El discriminado de ayer, por haber sido discriminado ayer, es el virtuoso de hoy. Las reivindicaciones particularistas acaban ingresando como caballo de troya en el universalismo al que tanto critican para monopolizar la moral que viene.
Entonces, por supuesto que con la legitimidad para imponer retroactivamente “nuevos delitos morales” determinados por el canon, en algún sentido, hacemos un recorte de la historia que puede ser pensado como una modificación de la misma. Pero creo que eso es menos importante que la necesidad de sancionar. A la sociedad de hoy le importa menos manipular la historia que castigar ese pasado desde la perspectiva absoluta del presente.
El Ministerio ya no es el de la Verdad. El nuevo Ministerio que crea los delitos morales en el presente para aplicarlos hacia atrás y, con ello, legitimar su hegemonía futura, se llama Ministerio de la retroactividad.
Foto: Alexander Andrews