Cualquier conflicto entre personas puede analizarse de dos maneras muy distintas, desde fuera del círculo de los implicados, o partiendo de los puntos de vista de los actores que, por definición, son excluyentes. En los asuntos políticos suele considerarse imposible pretender una perspectiva del primer tipo, pero dejarse llevar por esa convicción entraña dos consecuencias peligrosas, en primer lugar, la renuncia a cualquier forma de objetividad e independencia, lo que significa quitar todo valor a la discusión libre, y, en segundo término, hacer que cualquier posible solución acabe por depender del único argumento de la fuerza.
Cuando se procede de este modo, el mayor número de votos tiende a convertirse en un argumento por sí mismo, a constituir la excusa perfecta para prescindir de cualquier tipo de razones, lo que, por parodia, podría hacer que el Parlamento aprobase que la Tierra es plana, cosa que creen firmemente los terraplanistas, pero, sobre todo, y esto es menos paródico, que la supuesta fidelidad al voto popular y una concepción fundamentalista de las ideologías y los partidos, acaben por hacer imposible la función de los parlamentos que no consiste en votar, sino, en especial, en discutir de manera abierta para votar después con las mejores razones. Claro es que esto resulta una idealización ingenua cuando los grupos parlamentarios se adueñan del voto de los diputados incluso en asuntos de conciencia, pero el que no sea así no indica que no debiera serlo.
El partidismo es la expresión acabada de esa clase de restricciones a la libertad y a la razón política, de forma que los partidos se convierten en ejércitos, la discusión política se transforma en una mera representación o en pura gresca, y la pertenencia a un partido acaba por ser la razón última de la oposición radical a cualquier cosa que puedan proponer los demás. Por esta vía, las instituciones políticas contribuyen de manera lamentable a la polarización y al desprecio simple y directo a cualquier clase de razones que no provengan de los aparatos del partido. Todos hemos visto como unos y otros han defendido principios e ideas que, cuando no les conviene, pasan a ser tenidos por disparates, y lo hacen, tal vez, porque creen que nuestra memoria es corta y que la lógica nos importa tan poco como a ellos.
En lugar de romper con los sistemas de control de grupos de intereses y de pelear por una España más abierta y competitiva, en ocasiones da la sensación de que los partidos siguen pensando en que no tenemos otros ojos para ver las cosas que los que nos proporcionan sus consignas, con la ayuda eficaz de una prensa entregada
En las democracias representativas se parte de dos suposiciones esenciales, que las fuerzas políticas están legitimadas para hablar en nombre de sus votantes y también que su función consiste en articular la política como algo por completo distinto de la guerra, es decir mediante el diálogo, la negociación y la búsqueda de acuerdos que puedan conducir a soluciones satisfactorias para el mayor número posible de ciudadanos. Pero el partidismo puede conseguir que la primera función se convierta en un obstáculo para la segunda, haciendo que la indudable legitimidad para tomar las decisiones que tengan un apoyo mayoritario se transforme en el más radical desprecio a las razones de los otros y, por supuesto, a cualquier forma de hablar y razonar que pretenda ser una manera distinta de abordar los problemas o de establecer la agenda de las prioridades, de referirse a los problemas reales que padecen los ciudadanos que no tienen el privilegio de verlo todo por el canuto óptico del líder de turno.
España no ha gozado, desde el punto de vista histórico, ni de una tradición importante de pensamiento científico, con lo que supone de abandono del dogmatismo y apertura a la experiencia, ni de una estructura social permeable que haya sido fruto del aprecio a la iniciativa, el riesgo y el mérito. Hemos sido, en general, una sociedad conservadora, barroca y bastante dada al disimulo y la hipocresía. Ello ha favorecido un sistema caciquil de poder, una sociedad con innumerables sistemas de control de acceso, burocratizada y muy poco abierta.
La llegada de la democracia con la transición supuso un intento de cambiar las reglas del juego político que ha dado sus frutos, pero que todavía no ha servido para conseguir que la sociedad española pueda dar lo mejor de sí misma. Los éxitos de estas décadas han quedado reducidos a algunos sectores, como el deporte o la internacionalización de la economía, pero no han alcanzado, todavía, a propiciar una sociedad más despierta, más consciente y competitiva. Muchos éxitos aparentes y una abundante propaganda apartan a de la vista común un enorme conjunto de asuntos en que no vamos nada bien, desde la escasísima ineficiencia de los recursos públicos, en los que se gastan miles de millones de euros sin mejoras reales y con empeoramiento de los servicios, hasta el disparate de las tensiones territoriales.
Tal vez lo más grave de todo esto esté en que han sido las dinámicas partidistas las que han impedido cambiar las cosas. El ejemplo más obvio es el del descontento territorial, por no referirnos solo a los casos separatistas, los partidos han consentido en ceder el interés general a cambio de sus intereses organizativos y de reparto de las rentas políticas. Lo vemos cada día. El disparate catalán no existiría en la forma que ha llegado a tener si las dos grandes fuerzas hubiesen sabido pactar entre sí y en beneficio de la unidad y la fortaleza de España en lugar de aliarse con los que solo buscaban el egoísmo de su predio y la ruina común.
Desde hace años llevamos ensayando fórmulas que decían desear acabar con esa clase de miopías, pero el resultado empieza a estar demasiado a la vista como para sostener el optimismo. Cuando los políticos se empeñan en los cordones sanitarios incumplen con algo esencial a su misión, pero, además, pretenden hacernos rehenes de su interés en nombre de la fidelidad a la voluntad expresada por los electores. Necesitamos romper ese nudo partidista y ampuloso del no es no y conseguir que los partidos dejen de pensar con exclusividad en su interés, en su imagen o en su clientela. Ellos están para hacer mejor que nosotros algo esencial, pensar en la realidad de España y en sus problemas verdaderos, pero con frecuencia nos quieren engatusar con querellas minúsculas en nombre de lo que dicen defender, aunque en realidad les importe un carajo mientras se les aseguren las rentas a las que creen tener el mayor derecho.
En lugar de romper con los sistemas de control de grupos de intereses y de pelear por una España más abierta y competitiva, en ocasiones da la sensación de que los partidos siguen pensando en que no tenemos otros ojos para ver las cosas que los que nos proporcionan sus consignas, con la ayuda eficaz de una prensa entregada. Muchas veces dicen España, pero suena mi cartera.
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