«Hay una secreta afinidad» —escribe William Hazlitt en un ensayo homónimo a este artículo— «un ansia de mal en el espíritu humano, que siente un perverso, pero delicioso placer en la maleficencia, fuente infalible de goce». No nos gusta escucharlo, pero nos es imposible negarlo. «El bien puro pronto se vuelve insípido, falto de variedad y de vida», sigue Hazlitt, haciéndose eco de cómo el espíritu al que acogota el aburrimiento es capaz de las peores cosas, o como diríamos ahora: nada más peligroso que un tonto motivado. Concluye Hazlitt: «El dolor es un agridulce que jamás harta. El amor, a poco que flaquee, cae en la indiferencia y se vuelve desabrido: sólo el odio es inmortal».

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Si hay un sitio donde comprobarlo es en las redes sociales en general y en Twitter en particular. Impresiona de lo que son capaces algunas y algunos (aunque más estos últimos: justo es decir que las mujeres, como mínimo en internet, odian menos), hasta dónde llega la riada de hiel que los contamina. Uno no es muy de caminar por los vertederos, pero alguna vez lo he hecho por puro ánimo sociológico, encontrando en algunas mentes el equivalente a vómitos, jeringuillas usadas, heces y toda clase de desperdicios. Ni bots pueden ser, oiga; es humana, demasiada humana, toda esa ponzoña: gente que desea a otros la muerte, violaciones y abortos, cánceres y paraplejias, y hasta lo mismo para sus hijos.

Hay mucho menos gente capaz de hacer daño de lo que parece —al menos, de momento—, porque el odio caniche en la Red no exige arrestos. Cuando la gente no tiene nada que perder y es muy echada para adelante ruedan cabezas y corren por las calles ríos de sangre

Lo de alegrarse de las desgracias ajenas —sea un torero corneado, un rojo okupado o un «facha» agredido— se ha extendido tanto que le vamos a tener que robar la palabra Schadenfreude a los alemanes, pues significa justamente eso: el gozo que causan las desgracias ajenas. Lo primero que piensas al leer según qué cosas es lo solitaria y negra que ha de ser la vida de estos odiadores compulsivos. «Hacéis correr por doquier grandes torrentes de lodo. El odio es vuestro alimento, la indiferencia vuestra brújula», escribe (describe) Philip Claudel en El archipiélago del perro. Pero luego te acuerdas de Hazlitt y de Dostoievski y de Victor Hugo y de Cervantes y de todos los que nos han avisado de lo cerca que estamos todos de lo peor y hasta qué punto tenemos el corazón dividido. ¿Quién no ha deseado mal a quien se lo ha hecho, o simplemente al adversario, al distinto? ¿Hasta cuánto hay que contar para no soltarle una fresca a alguien, según nuestro propio criterio? ¿Cuántas veces hemos dicho «disfruten lo votado» —eso es Schadenfreude de libro— en los últimos cuatro años? «La soledad os devora. El egoísmo os engorda. Dais la espalda a vuestros hermanos y perdéis el alma», escribe Claudel, y este es el lugar ideal para que Jesucristo hable en Juan, 8, 9: «Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra».

Hay algo ancestral en estas jaurías, y eso nos recuerda la paradójica involución que esconde cierto progreso. «La fiera recobra su dominio en nuestros adentros, nos sentimos como animales que van de caza», explica Hazlitt, «y lo mismo que el sabueso se estremece durmiendo y corre tras la presa en sueños, así el corazón se ensancha y grita de alegría en su cubil al sentirse una vez más devuelto a la libertad y a sus instintos sin ley y sin traba». Ha llegado la hora de admitir que llevamos años animalizándonos, vía redes sociales. TERF, rojales, facha, rojipardo; se nos acumulan los adjetivos con los que guiñamos el ojo a los nuestros para ir a darle una paliza a un nuevo sujeto. Cuando odiamos en Twitter, no respondemos: citamos tuits con condescendencia cruenta, convocando otro aquelarre con el que ridiculizar a quien ha dicho algo que no nos gusta, cediendo a esos «instintos sin ley y sin traba» que eran tan caros a nuestros ancestros.

El ciclo funciona aproximadamente en estos términos: navegamos por la Red, pero en la parte acotada a nuestras filias y fobias; se nos ofrecen explicaciones simples de hechos complejos; las entendemos como el rayo (por supuesto) y exageramos un poco más la magnitud de nuestra inteligencia; acrecentamos nuestro tonto desprecio por quienes piensan distinto. Ecco, el odio. Por este tobogán nos conducen quienes se lucran con nuestros rencores, pues estos son solo placenteros en la medida en que lo esparcimos, y por cada salva nuestra de improperios hay alguien que factura. Todo esto lo hacemos a fogonazos —«vuestras emociones son efímeras, como mariposas calcinadas por la luz del día cuando apenas han salido del capullo», nos dice Claudel—, y enseguida lo olvidamos, como si no fuese un brazo humano el que aprietan nuestros sarnosos caninos.

El odio es erótico. Como explica el psiquiatra Boris Cyrulnik, es un placer que tiene su correlato físico. Lo explicaba hace unas semanas en una entrevista concedida en Valladolid a Vidal Arranz: «Eichmann sentía placer al sentenciar a esas personas. Podemos imaginárnoslo con su bolígrafo, deleitándose en el gesto de la firma, diciéndose a sí mismo: “hago bien mi trabajo; gracias a mí los judíos van a morir”. No sentía ninguna vergüenza ni culpa». Es el hoy tristemente habitual sentirse «en el lado correcto de la historia», que va acompañado de un déficit de sentimientos morales, no solo de vergüenza, sino también de compasión y de admiración, ausentes en quien odia compulsivamente.

Es raro que el odio no vaya acompañado de mucha cobardía, ese otro aspecto consustancial al hombre (aunque no más frecuente que la valentía). Mi experiencia personal en las redes es que nueve de cada diez insultos provienen de cobardes que se esconden tras un nick y ni en la foto dan la cara. Mi técnica para espantarlos es muy sencilla: les pido nombre, apellido y foto. Así es como estoy yo frente a ellos, de modo que puedo exigirlo (solo al que insulta, no hay nada de suyo malo en el anonimato). Es propio de miserables insultar en desigualdad de condiciones. Hace no tanto, a quien te injuriaba desde la distancia, parapetado por un muro o por otros, lo llamábamos «mierdecilla», porque había un principio que dictaba que uno tenía que refrendar con el cuerpo lo que era capaz de afirmar con la boca. ¡Cómo añoro los tiempos en que para insultar a alguien había que mirarle a la cara!

Al fondo de esta escombrera se adivinan enormes complejos de inferioridad, insondables pequeñeces que alguien trata de hacer pagar a otros. El día que cierren Twitter —es un decir: aparecerá un proveedor nuevo— no van a dar abasto los psicólogos. A veces pienso que es bueno que haya desfogues así para las almas atribuladas; el odio hay que combatirlo, sí, pero también se nos exige misericordia. Sin embargo, luego concluyo que quien se conduce así sigue sin estar bien a pesar de esas evacuaciones; que, cuando se apaga la luz, quien más quien menos todo el mundo sabe quién es, sin que la ficción protectora del odio lo salve; y que es solo retrasar la cura hacer que los demás se manchen con nuestras inferioridades.

Lo único bueno que saco de la actual abundancia de odio es que hay mucho menos gente capaz de hacer daño de lo que parece —al menos, de momento—, porque el odio caniche en la Red no exige arrestos. Cuando la gente no tiene nada que perder y es muy echada para adelante ruedan cabezas y corren por las calles ríos de sangre. En Annie Hall, y luego de que Woody Allen la lleve a ver el documental La pena y la piedad, en el que se habla de la Resistencia francesa en la Segunda Guerra Mundial, Diane Keaton le pregunta si él cree que sería capaz de soportar como aquellos franceses ser torturada sin confesar el paradero de sus compañeros. «¿Tú? En cuanto te quitasen la tarjeta de crédito lo largarías todo», le dice Allen; pues bien, esta es un poco la triste esperanza, que todo ese odio en la Red nunca tenga su correlato cara a cara porque esa población odiadora es también población adocenada.

«De todo nos cansamos, menos de poner en ridículo a nuestro prójimo y congratularnos de sus deficiencias». Hace doscientos años que Hazlitt escribió sobre cuánto nos complace el odio. No obstante, leemos sus reflexiones con un pálpito de actualidad, y a veces hasta nos parece que se queda corto. De ahí se pueden sacar muchas conclusiones, aunque hay dos que me parecen esenciales: que el ser humano tiene hechuras universales e intemporales —y por eso aprovecha leer a los clásicos— y que a veces avanzamos en lo técnico y lo científico pero retrocedemos en términos morales. Por eso el conocimiento moral es tan importante, y hay tanto que hacer en cuanto a nuestros corazones: las babosas fauces del odio nos acechan, y hay que vencerlas con arrojo y una inclinación sincera y constante hacia nuestros iguales.

Foto: Photo Boards.


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David Cerdá García
Soy economista y doctor en filosofía. He trabajado en dirección de empresas más de veinte años y me dedico en la actualidad a la consultoría, las conferencias y la docencia en escuelas de negocio como miembro del equipo Strategyco. También escribo y traduzco. Como autor he publicado ocho libros, entre ellos Ética para valientes (2022); el último es Filosofía andante (2023). He traducido unos cuarenta títulos, incluyendo obras de Shakespeare, Rilke, Furedi, Deneen, Tocqueville, Guardini, Stevenson, Ahmari, Lewis y MacIntyre. Más información en www.dcerda.com