Lo natural está de moda. Vamos al supermercado y nos encontramos con que las patatas, los zumos, los huevos, la leche de coco y hasta las barritas energéticas son cien por cien naturales -quién lo hubiera sospechado de las patatas- y en algunos casos incluso “bio”. Aún recuerdo cuando allá por los setenta y principios de los ochenta, a caballo de los movimientos neohippies, cuatro gatos reclamaban para sí mismos y los demás la vuelta al naturalismo. Hoy, incluso las centrales nucleares diseñan sus campañas publicitarias presentándose como respetuosas con el medioambiente, climaneutrales y, por lo tanto, las mejores aliadas de la naturaleza. La naturaleza es al mismo tiempo pura y sagrada, disponible y un recurso. ¿No se trata de una seria contradicción? De manera enrevesada, reaparece aquí la dialéctica entre la dominación y la liberación. El tipo de concepto de naturaleza que uno elige no solo es decisivo para cuestiones éticas o políticas, sino que también revela la cuestión de la misma naturaleza del ser humano.
Parece ser que a la hora de definir naturaleza nos ocurra lo mismo que le ocurría a San Agustín con el concepto del tiempo: sabía lo que era, siempre y cuando no le preguntaran al respecto; porque cuando trataba de explicarlo, nunca lo conseguía. Hablar de la naturaleza en la vida cotidiana es tan usual como extrañamente misteriosa cuando pensamos detenidamente en ella. La naturaleza es ambigua y un viejo concepto. En primer lugar, significa transformación, crecimiento, adaptación, desarrollo. Podríamos seguir dándole atributos y ampliando el concepto hasta convertirlo en algo tan abstracto que lo incluya todo o la nada en absoluto. Nuestra mente necesita un “algo” opuesto o al lado -o fuera- de la naturaleza para poder definirla con precisión: frecuentemente hemos recurrido a la razón, la cultura, la costumbre, Dios o incluso la tecnología. Llevamos siglos en busca de una fórmula mágica, una teoría general de la naturaleza, que nos permita mantener intacto el abismo conceptual históricamente generado en occidente entre naturaleza y cultura, o civilización si lo prefieren.
Repasando la historia
El término «naturaleza» proviene del latín natura, que coincide en su significado lógico con la palabra griega physis. Bajo este concepto se coloca todo aquello que no ha sido hecho por el hombre, la techné, es decir, el arte y la artesanía, que no se consideraban algo natural. En la antigüedad, el término “naturaleza” significaba la totalidad de las cosas que se originaron sin intervención humana y existen independientemente del ser humano. Caracterizando todo el ser y el devenir, el principio orgánico está integrado en la physis / natura. Así, en Platón, el organismo se concibe como una imagen del mundo viviente. En Aristóteles, la naturaleza es el devenir de la materia, la causa de su forma y su propósito. En el caso de los estoicos, la physis se reduce a lo externo, que se distingue precisamente de la naturaleza (racional) superior del hombre: el orden moral como instancia enfrente del orden natural. En la Edad Media cristiana (occidental), la naturaleza aparece como la creación de Dios, independientemente actuante, como el verde viviente. La naturaleza humana se define desde su semejanza a Dios creador. Dios es la naturaleza creativa (natura naturans) que creó las entidades mundanas (natura naturata).
En Jean-Jacques Rousseau, las ideas de la Ilustración se mezclan con la alabanza de la naturaleza, y nace la idea de que el hombre se ha alejado demasiado de la naturaleza
El humanismo y el Renacimiento permiten la aparición de la idea de la intervención y la viabilidad de generar naturaleza: ya sea como médico o mago, arquitecto, mecánico o alquimista, la materia se redescubre como algo esencialmente disponible para el ser humano. La comprensión moderna de la naturaleza, que surgió en el período moderno temprano, se puede identificar con dos nombres: René Descartes y Francis Bacon. «Someter a la tierra» – de acuerdo con la palabra bíblica (ver Génesis 28), Bacon equipara el conocimiento natural con su dominación. La naturaleza se convierte en cuestionable mediante la medición y el experimento, al tiempo que se vuelve autónoma mediante la formulación de las leyes generales de la naturaleza. Déscartes hace una separación entre lo que él llama res extensa y la esfera mental. Esta separación dualista entre la mente y la naturaleza todavía es muy poderosa hoy en día. Mediante el desarrollo tecnológico y los hallazgos científicos, el ser humano ha llegado al antiguo lugar creado y está modelando demiúrgicamente la machina mundi, que se piensa que es una estructura altamente compleja pero controlable.
En Jean-Jacques Rousseau, las ideas de la Ilustración se mezclan con la alabanza de la naturaleza, y nace la idea de que el hombre se ha alejado demasiado de la naturaleza. Los románticos contribuyen como mejor saben a mitificar lo natural como lo primigenio y bueno, mientras que Alexander von Humboldt reúne la naturaleza física y moral del hombre. Más tarde, al valor estético de la naturaleza se le une un valor ético, tal como la religión lo había hecho anteriormente con la naturaleza como producto de la creación.
El paisaje supuestamente natural en realidad debería llamarse paisaje cultural
Hoy en día se pueden identificar dos conceptos de la naturaleza en competencia: el mecanicista y el organicista. El primero, basado en la metáfora de la máquina, se caracteriza, en primer lugar, por la división sujeto-objeto, en segundo lugar, por el mecanicismo, en tercer lugar, por el experimento y, en cuarto lugar, por la relación dominación-esclavitud. En el segundo concepto, el órgano sirve como una alegoría, que contiene la idea de totalidad, organicidad, simpatía y la igualdad de todos los seres vivos. Desde ambas concepciones, sin embargo, nos encontramos con un problema nuevo: la naturaleza virgen, la pura, aquella sobre la cual la sociedad no ha trabajado aún, no existe. Desde que existe el ser humano no ha dejado de cambiar su entorno, afectando a la naturaleza. El paisaje supuestamente natural en realidad debería llamarse paisaje cultural.
El ser humano es parte de la naturaleza
Hablamos de la naturaleza y nos olvidamos de nosotros mismos: nosotros mismos somos la naturaleza, parte inseparable de ella. En consecuencia, la naturaleza es algo bastante diferente de lo que sentimos cuando pronunciamos su nombre. Convertir nuestras ideas, nuestras percepciones del medio en que vivimos en principios absolutistas no nos acerca a la realidad. En absoluto.
Y, sin embargo, más allá del etiquetado de productos de consumo procedente del entorno (natural), obviamente naturales, con la marca “bio” o “cien por cien natural”, caemos una y otra vez en la tentación de deificar todo aquello que no somos “nosotros” a costa, siempre, de demonizar todo lo que nosotros hacemos. El caso de la llamada “huella ecológica” es aquí un buen ejemplo. Sus promotores describen la influencia humana en la naturaleza como intrínsecamente mala. Somos vistos como una enfermedad en el planeta. La metáfora de la huella ecológica transmite la idea de que pisoteamos la tierra con nuestras sucias botas. En consecuencia, por ejemplo, somos juzgados moralmente por el alcance de nuestras emisiones de CO2. Un viaje a Los Ángeles supone tres toneladas y media de CO2, el viaje al restaurante X kilos, el filete en el plato sigue sumando y así sucesivamente.
Si no hubiéramos aumentado nuestra huella ecológica, aún viviríamos en cuevas, tendríamos una esperanza de vida de aproximadamente 35 años y moriríamos de hambre
Esta actitud hacia la existencia humana está en profunda contradicción con las ideas nacidas del humanismo y la Ilustración. Si no hubiéramos aumentado nuestra huella ecológica, aún viviríamos en cuevas, tendríamos una esperanza de vida de aproximadamente 35 años y moriríamos de hambre. La metáfora de la huella ecológica busca destruir la aspiración histórica e inspiradora de la humanidad de conseguir progreso, bienestar y libertad enfrentándose -adaptándose- a los caprichos crueles de la naturaleza.
Los promotores de este tipo de ideas son como una autoridad religiosa moderna ansiosa por controlar nuestro comportamiento. Recuerda el Galileo Galilei de Bertold Brecht, donde los pobres deben ser felices sabiendo que Dios lo quiere así y les está poniendo a prueba. En el mismo estilo, los ecoverdistas de hoy quieren que los pobres sean felices sabiendo que la naturaleza requiere de su pobreza o les exige lograr un equilibrio místico indefinible. Pero deben seguir siendo pobres.
A diferencia de los ecoverdistas, creo que deberíamos sacar a los pobres de su miseria y mejorar las vidas de todos: hacer crecer nuestras economías, aumentar nuestra huella ambiental y liberar nuestro potencial creativo y adaptativo. O, como habría dicho Francis Bacon, necesitamos dominar más la naturaleza y obligarle a revelar sus secretos.
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