Hoy voy a ser breve y escribir desde la entraña, aunque con la razón de un santo. Por circunstancias de la vida, tuve que ponerme a trabajar desde muy joven, así que a estas alturas sumo más de cuarenta años cotizados. Cuarenta años madrugando y terminando tarde, acumulando el estrés correspondiente, empujando como Sísifo mi parte alícuota del mundo un poco cada día con la ingenua —pero irremediablemente humana— convicción de que el esfuerzo personal serviría para construir un país mejor, una vida más digna, una vejez más llevadera.

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No soy el único. Como tantos otros, no me ha bastado ser un trabajador: he intentado ser, además, un ciudadano responsable. Uno de esos muchos españoles que no se han limitado a sobrevivir, sino que han tratado de participar, entender, debatir, votar con responsabilidad, hacer de España un país decente, prometedor y abierto del que sentirse orgulloso.

Hay algo que la gentuza que nos desgobierna no podrá arrebatarnos: la conciencia de haber hecho lo correcto, incluso cuando todo alrededor parecía estar del revés

Sin embargo, desde hace un tiempo me despierto cada mañana irritado. No por el cansancio físico, que también, sino por el cansancio mental, quizá del alma. Ese canasancio que produce la sensación de haber sido burlado porque el esfuerzo de tantos años ha servido de muy poco.

Los diarios disparan como si fueran metralletas noticias sobre políticos enriquecidos, sobre vuelos sin justificar a paraísos fiscales, sobre bacanales con prostitutas, sobre redes clientelares que se alimentan de nuestros impuestos, sobre instituciones colonizadas por partidos, casi bandas, que ya no sirven al común, sino a su perpetuación en el poder. Me hablan de pactos indignos, de amnistías a golpistas, de indultos a chorizos, de cuentas opacas, de privilegios blindados, mientras que el Gobierno asegura que mis impuestos son para sanidad y educación… para sostener, en definitiva, el Estado de bienestar.

¡Ay, el Estado de bienestar! Más de la mitad de lo que gano se volatiliza en impuestos, tasas, tributos, recargos. Pago por trabajar, por producir, por consumir, por ahorrar, por heredar, por vivir y hasta por morirme. Y cuando intento averiguar en qué se emplea todo ese dinero, me topo con un laberinto de mentiras, palabrería y demagogia.

Para colmo, el relato está controlado. Porque la política ahora se reduce a los relatos, el de ellos y el de los otros. La búsqueda de la verdad fue cosa de nuestros abuelos. Así, los grandes medios, supuestos garantes de la crítica y la vigilancia, ejercen de dóciles administradores del relato correspondiente. ¿Informan? No sabría decir. Si lo hacen, es siempre dentro del perímetro que marcan los partidos o sus satélites ideológicos.

Hasta las voces antes disidentes de las redes parecen haber sucumbido a este statu quo. Ahora te topas con influencers disfrazados de irreverentes que también han sido reclutados. Algunos por ideología, otros por interés, casi todos por vanidad. Se venden al público como libres e irreverentes, independientes y apartidistas, pero curiosamente no hacen más que reforzar los mismos clichés, las mismas trincheras. No sirven al público: se sirven a sí mismos.

Somos muchos los que, a esta altura de nuestras vidas, sentimos que hemos sido responsables en un país que premia la irresponsabilidad. Que hemos confiado en instituciones que ya no se respetan ni a sí mismas. Que hemos defendido el debate público mientras los medios se prostituían ante el poder político de su preferencia.

Y, sin embargo, no me rindo. No nos rendimos. Porque rendirse sería ceder el testigo a quienes no han construido nada y nos han robado todo. Sería legitimar el cinismo, incentivar la apatía, recompensar mediocridad y transigir con el robo.

España, pese a todo, sigue estando llena de personas que madrugan de verdad, no como los autores del eslogan, que cuidan a sus padres y a sus hijos, que levantan las persianas de los negocios, arrancan los trenes de montaje de las factorías y reinician las empresas cada nuevo día. Personas que se forman, que aprenden, que crean. Buenas gentes que no quieren vivir del Estado, sino vivir en un país que respete su libertad, su trabajo y su dignidad.

No aspiramos al paraíso, pero sí a un país mejor y más justo. A una cultura en la que el esfuerzo vuelva a tener sentido, el mérito no sea una vergüenza y la política deje de ser una carrera profesional para convertirse en un servicio noble y austero.

Aun extenuado, hoy, como ayer, sigo creyendo que vale la pena defender lo que merece ser defendido. Y si alguna vez desfallecemos, que no sea por habernos rendido, sino por haberlo dado todo. Porque hay algo que la gentuza que nos desgobierna no podrá arrebatarnos: la conciencia de haber hecho lo correcto, incluso cuando todo alrededor parecía estar del revés.

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