Con cierta frecuencia, amigos que viven en el extranjero me preguntan con curiosidad: “¿Cómo se está en España?”. La pregunta, en apariencia sencilla, encierra una complejidad que obliga a detenerse, pensar y matizar. Porque responder con ligereza podría faltar a la verdad o, peor aún, contribuir a la confusión generalizada que ya impera. La misma dificultad experimento cuando desde aquí me preguntan: “¿Y cómo va la Argentina?”. En ambos casos, emerge una constatación: emitir un juicio equilibrado sobre la situación de un país requiere no solo información, sino también una honestidad que debe eludir tanto el cinismo como el autoengaño.

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La percepción que cada individuo tiene de la realidad está inevitablemente teñida por factores subjetivos. La temperatura es el ejemplo más banal pero revelador: con 20 grados, alguien puede sentir frío, y otro, calor. Esta variabilidad humana es natural; lo que no puede ser relativo, sin embargo, es el deterioro de los pilares sociales fundamentales de una nación. Ahí es donde la subjetividad debe dar paso a los hechos. Y los hechos en España son crudos, hoy, preocupan.

La maquinaria del poder continúa girando, sostenida por un ecosistema de degradación que parece autosuficiente, reciclable y sostenible. Una atmósfera densa, resignada, que anestesia el juicio, debilita la voluntad de corregir el rumbo y lo cubre casi todo

Vivimos en un país donde se ha investido presidente a un político que ha pactado -sin rubor alguno- con enemigos declarados del orden democrático y constitucional: secesionistas, demagogos radicales, extremistas de izquierda y herederos de la violencia terrorista. Por mucho menos que esto, un gobierno de estas características en cualquier otro país donde rigen las libertades y el Estado de derecho, sería algo inviable. Lo grave no es solo que estos pactos existan, sino que se hayan naturalizado y que hasta ahora no tuvieran consecuencias.

Se miente con descaro para alcanzar el poder y se sostiene esa mentira para conservarlo, sin culpa ni remordimiento. Un obsceno pragmatismo sin escrúpulos ha sido elevado a estrategia oficial, sin el menor respeto por los ciudadanos ni por la verdad, traicionados una y otra vez. Y esto es un hecho contrastable y quien no lo ve es porque no quiere verlo.

En el marco de las democracias liberales occidentales, un gobierno que por sus acciones y posiciones geopolíticas es aplaudido por dictaduras, por regímenes autoritarios y represivos, por apologistas del terror, y peor aún por los mismísimos abominables terroristas como Hamás, debería al menos generar incomodidad. Aquí, sin embargo, no sucede, se generan alianzas y consensos espurios entre lo peor de cada casa, solo por llegar y mantenerse en el poder. Cuando la corrupción alcanza al entorno familiar más íntimo de un presidente, y eso no se traduce en explicación alguna, limitándose a atribuir una investigación judicial a una conspiración de la ultraderecha y el lawfare -evadiendo toda responsabilidad-, algo profundo ha fallado en la ética y la moral pública.

Muchos son ya los indicios que indican que el Parlamento ha sido convertido en una extensión del Ejecutivo, y el Ejecutivo, a su vez, responde con férrea fidelidad a los intereses de un partido que considera al Estado como un instrumento de poder omnímodo. El Poder Judicial, baluarte último de la legalidad democrática, es objeto de una colonización sistemática. La separación de poderes, principio básico de toda democracia liberal, se descompone irremediablemente a ojos vista mientras la prensa libre -ese cuarto poder indispensable de control y equilibrio- es acosada por un modelo de subvenciones y prebendas estatales que distorsiona su independencia corrompiéndola. Los medios públicos acaban hoy actuando como terminales de propaganda en vez de ejercer el periodismo con responsabilidad informando a la ciudadanía.

El declive demográfico es otro síntoma de alarma. En un país con seis veces más perros que niños, el futuro se pinta de negro. A ello se suma una criminalidad creciente, una inmigración ilegal sin control, y una respuesta institucional que oscila entre la inacción y la negación.

La deuda pública y el déficit se disparan, mientras el rol internacional de España languidece. Cada cumbre, cada declaración, cada gesto exterior parece confirmar la pérdida de influencia y la falta de rumbo estratégico en un complejo marco geopolítico. Ni siquiera sabemos realmente quienes son nuestros aliados y peor aún, nuestros vecinos europeos comienzan a mirarnos cada vez con más desconfianza.

Y, sin embargo, como en la película de Fellini, la nave va… La vida sigue. La maquinaria del poder continúa girando, sostenida por un ecosistema de degradación que parece autosuficiente, reciclable y sostenible. Una atmósfera densa, resignada, que anestesia el juicio, debilita la voluntad de corregir el rumbo y lo cubre casi todo.

Frente a todo esto, la pregunta vuelve con fuerza: “¿Cómo se está en España?”. ¿Respondemos con optimismo de consigna o con el realismo que exige el momento? ¿El vaso está medio lleno o medio vacío? ¿Son estas percepciones subjetivas o síntomas objetivos de un crudo proceso de irremediable decadencia institucional?

Sin embargo, los datos están ahí. Los hechos son verificables. No basta solo con que más pronto que tarde cambie quien esté al mando de la nave y la tripulación. Lo que nos falta, quizá, es el valor y la determinación para cambiar de rumbo y evitar el naufragio. Valor y también voluntad política para transformar el sistema, llamando las cosas por su nombre, pero también actuando con firmeza.

La política debe asumir responsabilidades y la ciudadanía exigirlas para recuperar una nación que debe sentir orgullo de sí misma, y que vuelva a estar a la altura de su historia y de su legado en la construcción de lo mejor de la civilización occidental.

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